Característica de conversación banal. Pero es que hace mucho calor y siento que debo dejar constancia en este blog de que durante los últimos días de junio y los primeros de julio de 2025 ha hecho y hace mucho calor.
Mi madre, en la residencia, en su habitación, no pasa calor porque le hemos puesto un aparato de aire acondicionado. Pero en general las habitaciones no lo tienen, y opino que deberían tenerlo. Lo que tenemos nos toca de cerca nos impacta más. ¿Cuántas situaciones no habrá, terribles, provocadas por el calor, mucho más dramáticas y/o injustas que la de la residencia de mi madre?
Incluso hace calor dentro de la piscina, porque el agua está caliente, calentada por el sol. ¡Peor es el trabajo físico a pleno sol, claro! “Lo que no he experimentado, no lo sé decir”, escribió Santa Teresa de Jesús.
Se han batido récords de calor desde que hay registros. Las llamas de un incendio en las Terres de Ponent han avanzado a 28 km por hora, que no sé si también es un récord, pero sí una de las velocidades más altas jamás experimentadas en incendios en Europa. Una trabajadora de la limpieza de Barcelona (y más personas) ha muerto como consecuencia del calor. También un niño pequeño que su padre olvidó encerrado no sé cuántas horas en el coche, en Valls.
Sí, hace calor. Y sin necesidad de abrir polémica sobre el cambio climático, las emisiones de CO₂ o la inconsciencia de una humanidad que se la trae al pairo el mundo que dejará a los hijos y a los nietos, la constatación no es banal, por más que pueda ser perfectamente empleada para hablar por hablar.
Escucho a los políticos decir que nos tenemos que preparar para una nueva situación climática desconocida. ¿Solo nos tenemos que preparar para este cambio?, pienso yo…
Retorno a la casa de José Saramago
El lunes decidí hacer una corta escapada vacacional a Lanzarote, ya entrado julio. Una isla en la que consideré seriamente la posibilidad de vivir, antes de optar por las Tierras del Ebro (ver “Lanzarote no es mi tierra pero es tierra mía (José Saramago)”, del 6 de septiembre de 2015, “Verano en Lanzarote”, del 16 de agosto de 2016, “Escrito desde un país llamado silencio” del 24 de agosto de 2016, “Lecturas de vacanciones y notas estivales”, del 11 de agosto de 2017, “Vivir o simplemente sobrevivir”, del 18 de agosto de 2023, entre otras). ¡Muchos días, muchos sentimientos, muchas vivencias en Lanzarote! No es extraño por tanto que haya decidido volver y lo he hecho con una idea central clara: revivir a Saramago y volver a su casa, partiendo de la idea que tengo de la relación entre creatividad y casas y parajes naturales. Casas “humanizadas”… También será una buena ocasión para reencontrarme con gente que aprecio y que vive allí. Una estancia corta, fugaz, pero suficiente.
Me conmueve revivir el dilema entre espacio interior y espacio exterior. Repasando los mencionados posts escritos desde y/o acerca de Lanzarote, Saramago, su casa y su biblioteca, me doy cuenta de que tal vez hay “vida interior” ajena a cualquier espacio o entorno físico, pero que la creatividad que surge del interior hacia el exterior, que se comparte (como estoy haciendo ahora mismo mientras escribo desde un espacio para mí “mágico” en casa, en el Delta), no puede desvincularse de la energía que desprenden determinados lugares. Esto mismo lo encontraréis en los posts que escribí sobre Pablo Neruda, desde sus casas de Santiago de Chile, la Chascona, en Valparaíso, la Sebastiana e Isla Negra (ver “La Chascona”, del 3 de febrero de 2018 y “Isla Negra”, del 17 de febrero de 2022, entre otros).
En más de una ocasión, hablando de huir del ruido, me he referido a aquellas escasas personas capaces de vivir en paz consigo mismas y con los demás, tanto si viven en la cima de una montaña solitaria como en pleno corazón de Manhattan. Y añadía que yo no he llegado a ese nivel y necesito que el entorno me acompañe: el “ruido” del mundo, el que provoca el estilo de vida predominante – e inhumano – del siglo XXI, me perturba y me conviene mantenerme al margen. El hecho de precisar un determinado entorno para reencontrarme conmigo mismo, un espacio, una casa, el paraje que la rodea, puede provocar un falso dilema entre espíritu y materia. Lo más trascendente, más espiritual, se contrapondría a lo material. ¿Qué más material que un montón de ladrillos y cemento situados en un paraje idílico?
Pero el dilema es realmente un falso dilema y, en cualquier caso, lo es definitivamente cuando introducimos la variable creativa. La creatividad. Pensar en la creatividad, en escribir, en vivir y escribir, en vivir escribiendo, el lugar, la casa, el espacio, la sala, el despacho en el que estás no solo es importante, sino que adquiere vida. Basta visitar la casa de Saramago en Lanzarote o las tres casas de Neruda en Chile, para palpar esa conexión. Incluso sientes la presencia del escritor y lo imaginas creando en ese espacio en simbiosis con él mismo (si leéis “Cuento reescrito”, del 27 de mayo de 2021, veréis que en él “mantengo un diálogo” con Pablo Neruda, en la Chascona, su casa en Santiago de Chile).
La simbiosis mágica
En la casa de Saramago (como en la de Neruda) sentí que en el origen no era el espacio el que generaba la obra. Era la obra —la vida vivida con intensidad— la que impregna el espacio. El resultado final es un círculo virtuoso, una simbiosis, de modo que la escritura que surge de dentro humaniza la casa a imagen y semejanza de quien escribe y por este motivo, ese espacio va convirtiéndose en una suerte de musa inspiradora para el escritor. Se trata de una potenciación mutua.
Y esa simbiosis solo es posible cuando se ha vivido con sencillez, con humildad y con arraigo al lugar. Nada de lujos ni de diseños forzados: todo era funcional, honesto, lleno de vida vivida. Ningún objeto llamaba la atención por sí mismo. Todo —muebles, paredes, ventanas, silencios— parecía decir: “aquí se ha vivido plenamente”.
Tal vez la creatividad no necesita exuberancia, pero sí conexión. No con aquello que se exhibe, sino con lo que sostiene. El lugar adquiere valor no por los objetos que contiene, sino por la manera en que ha sido habitado. Habitar no es poseer ni decorar, sino dar vida al lugar con la propia presencia consciente.
Hay casas donde la presencia no se ha desvanecido. Aún parecía que estuviera. No hacía falta imaginarlo. Allí estaba. La casa se había convertido en memoria viva. Como si la intensidad vivida en ese espacio hubiera dejado una huella que ninguna reforma ni el paso del tiempo puede borrar por completo.
Y entonces, inevitablemente, me pregunto: ¿yo también estoy dejando presencia en los lugares que habito? ¿O solo rastros efímeros? ¿Qué diferencia una huella que permanece de un simple paso fugaz? Tal vez no es una cuestión de tiempo, sino de calidad de estar allí. De atención. Me costó hacer desaparecer la terrible contaminación diabólica que habían dejado en mi casa los anteriores propietarios, los suizos a los que se la compré. Hoy todos los diablos que dejaron han desaparecido y siento que he logrado que lo mejor de mí mismo haya impregnado por completo ese hogar. Antes no era un hogar. Era un infierno.
La casa invita a callar, a escuchar el silencio, a pensar lentamente. Ese orden interior que resuena no es impuesto, sino ofrecido. Hay espacios que no gritan, pero te retienen. No te exigen nada, pero te transforman.
Y tal vez no haya contradicción entre ese retorno a uno mismo y el lugar que lo favorece. Si un lugar te devuelve a ti mismo, ¿hasta qué punto es solo lugar? ¿O es también un espejo? ¿Qué dice de mí el lugar donde vivo, el lugar donde escribo? ¿Lo he elegido yo o me ha elegido él a mí?
Una casa humanizada en un paraje inspirador
En uno de los posts mencionados antes (“Lanzarote no es mi tierra pero es tierra mía (José Saramago)”, del 6 de septiembre de 2015), entre otras cosas describo brevemente el despacho de Saramago de la siguiente manera:
El despacho, lleno de libros como no podía ser de otra manera (aunque el grueso se encuentra en la biblioteca de la Fundación Saramago, al otro lado de la calle, con 16.000 volúmenes), me provoca un escalofrío. El ordenador encima del escritorio. Una foto de él y de Pilar detrás de la silla que complementa esa mesa de trabajo. Un dibujo que esboza los rasgos del rostro de Pessoa, la fotografía recibiendo el Premio Nobel de Literatura, fotos de escritores, entre ellos García Lorca, retratos antiguos de familia, fotos con Pilar que no engañan y hacen evidente la pasión entre ellos dos, el diploma entregado por la Academia Sueca, más pinturas y libros, libros y más libros. Y una magnífica ventana… Me imagino al escritor mirando el cuidado jardín a través de esa ventana, al fondo del cual, entre cactus, palmeras y otros árboles, sobre una tierra volcánica rojiza, se divisa el Océano Atlántico en Puerto del Carmen.
La casa se encuentra en el municipio de Tías, y como sucede en casa, en este caso con el Mediterráneo, una pendiente la separa del Atlántico.
Esa casa está en una isla hecha de paisajes volcánicos que, gracias a una luz única que varía con el paso de las nubes y de las horas, van cambiando de colores y tonalidades. ¡Es espectacular! Un paisaje que no agrada a todo el mundo pero que en mi caso siento que dialoga con mi alma. No pretendo extenderme tanto en la belleza singular de los paisajes de Lanzarote, como señalar que cuando paseas allí y piensas en los textos de Saramago (ahora me viene a la mente “Cuadernos de Lanzarote”), se genera un diálogo que conecta el espacio, la memoria y la imaginación. Cuando después de experimentar eso regresaba a la casa Akarwangui donde me alojaba, sentía que escribir era crear un puente entre el mundo en el que vivía y el mundo que creaba.
Volviendo a Saramago y su vínculo y el de su escritura con su casa y Lanzarote, siento que escribir, más allá de poner palabras sobre papel, es una experiencia que transforma y que también transforma profundamente a quien escribe.
La peixera
La peixera es un habitáculo que forma parte de mi casa, formado por una pared de piedra y tres de vidrio que permiten ver, como se ve desde el despacho de Saramago, cactus, palmeras, otros árboles y el mar. Y es ahora, justo ahora escribiendo, que me doy cuenta de esa similitud. Hoy en día la peixera completa la humanización de la casa. No solo porque ha expulsado definitivamente a los espíritus malignos que dejaron los antiguos propietarios suizos, sino porque, claramente, es la pieza que faltaba. La peixera completa el rompecabezas y transforma un montón de piezas desordenadas en un todo coherente y bonito.
La peixera no la hice para mí. Tenía que ser para que Romina trabajara allí. Pero ella está en fase de definición de un nuevo proyecto y no la necesita. Bien, sin saberlo y sin concebir ese espacio para eso, la peixera se ha convertido en el lugar desde el que escribo desde hace pocos meses en una mesita como la del despacho de Saramago que no elegí yo. La eligió Romina. Como el resto de muebles y la decoración que conforman un espacio de gran belleza que se funde con el paisaje y el mar. Tiene una magia especial y tremendamente inspiradora. Lo que surge de mí cuando escribo, antes de impregnar toda la casa, multiplica exponencialmente el sentimiento, la sensibilidad, en ese rincón que he bautizado con este nombre: la peixera. La peixera, como el resto de la casa, está en El Perelló, frente a la Punta del Fangar, del brazo de tierra, fundamentalmente arena, dunas móviles, con que acaba el Delta por el norte.
Aquí, la simbiosis entre el alma, la casa humanizada y el paraje que me habla —y habla a quien lo quiera o pueda escuchar— es total.
Y cuando vuelva de Lanzarote y visite de nuevo la casa de Saramago, sé que algo de aquella energía quedará adherido a la piel, a la mirada, a la manera en que vuelva a sentarme en esa mesa. No será una inspiración abstracta. Será un impulso profundo, un recuerdo vivo de lo que puede ser una vida fiel a lo esencial.
Lo que respire en Lanzarote se transformará, aquí, en fuerza creadora. En energía para el alma. En palabra escrita desde la peixera.