Como decía en el post anterior…La vida en El Perelló me ha ido alejando, casi sin quererlo, del ruido constante, de la prisa impuesta y del control disfrazado de normalidad. A menudo he llamado a esta experiencia “huida” o “fuga”, pero la percibo más bien como una forma distinta —que intento que sea más lúcida y serena— de habitar el mundo. Desde esta distancia y desde el arraigo en un pueblo, he podido observar con mayor claridad los mecanismos que regulan la vida colectiva: cómo el poder administra el miedo, la precariedad y la información; cómo se impone un relato único desde las grandes ciudades; cómo se degrada el territorio y se vacía el sentido de las palabras.
Este texto nace de esa mirada: no solo de la necesidad de denunciar, sino sobre todo de comprender y resistir. Escribir desde mi interior es, para mí, una forma de vivir con conciencia y preservar la libertad de pensar desde un lugar que el sistema aún no ha colonizado por completo. Recuerdo que todo comenzó a partir de la entrevista a Tsai Ming-liang: “La frustració es dona per la incapacitat de seguir el ritme imposat pel capitalisme”.
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El estrés como método de gobierno
El estrés ya no es solo un problema individual o una respuesta puntual; se ha convertido en una herramienta de gobierno y control que mantiene a la población en alerta permanente, fragmentando su capacidad de pensar y resistir. El estrés crónico, esa sensación constante de ansiedad y prisa, desgasta y dispersa la atención, alejándonos del mundo interior.
Empresas, instituciones y gobiernos saben que una persona saturada de estrés es menos propensa a cuestionar el orden establecido y más fácil de manejar. Este estrés perpetuo se alimenta de la cultura de la inmediatez: responder rápido, hacer más en menos tiempo, estar siempre conectado y disponible. Así se reduce el espacio para la reflexión, la creatividad y la resistencia. No es casual que muchos discursos oficiales promuevan la hiperactividad disfrazando el estrés como signo de éxito o compromiso.
En realidad, esta dinámica beneficia al sistema que explota nuestra energía vital. El estrés se convierte en una violencia invisible que limita la libertad interior e impide vivir el tiempo con plenitud. Reconocer este mecanismo es el primer paso para recuperar el control, frenar, respirar y buscar momentos de autonomía y calma. Es en esos espacios, alejados del estrés impuesto, es donde puede empezar a crecer una vida con más conciencia y dignidad.
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El peso de las palabras y los silencios
Las palabras tienen un peso a menudo olvidado. En la era de la inmediatez y la sobreinformación, el valor de la palabra se ha diluido entre titulares superficiales, opiniones precipitadas y una banalización constante. Todo debe decirse, y con prisa, sin tiempo para la reflexión ni para escuchar. Este ritmo hace que muchas palabras se conviertan en ruido, que el mensaje se pierda y que la verdad se vuelva esquiva.
Los medios, que deberían fomentar el diálogo y la pluralidad, a menudo se convierten en instrumentos de dominio, repitiendo el relato oficial y alimentando la confusión. No son aliados de la transparencia y la objetividad, sino cómplices de un sistema que busca fragmentarnos y desorientarnos.
Intento recuperar el valor sencillo y antiguo de las palabras que “no gritan”, sino que invitan a detenerse, a escuchar y a sentir. Cuando vivía inmerso en discursos acelerados, sentía que me alejaba de lo que realmente importa. Ahora, cada palabra que escribo intento que nazca de un silencio profundo, de una pausa que procuro mantener para observar con atención y tratar de acercarme a una verdad sincera, aunque no siempre lo consiga.
No escribo para informar o convencer, sino para ser y existir en este momento. La idea es tratar de encontrar la palabra justa en el momento adecuado, que no siempre resulta suave ni confortable: puede incomodar, sacudir o desagradar. Pero es en esa verdad cruda donde empieza el diálogo auténtico. Escribo desde una actitud que rechaza la corrección política, porque a menudo no es más que una forma de cinismo disfrazado de educación. Recuperar el cuidado en el lenguaje no significa endulzarlo, sino usarlo con conciencia y precisión, aunque duela. Es resistir la superficialidad y honrar la complejidad humana. Porque el silencio que precede a la palabra es el terreno donde nace su mayor fuerza.
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Los falsos profetas: intelectuales al servicio del poder
Me incomodan profundamente aquellos intelectuales —muchos, catedráticos universitarios “expertos” en todo y en nada que los medios entrevistan para reforzar el sistema— que, bajo una apariencia neutral o radical, refuerzan el orden establecido. Con un lenguaje docto y prestigio social, se convierten en puentes entre el poder y el relato oficial.
No cuestionan; traducen y hacen digerible lo indigerible, perpetuando un sistema injusto. Estos “expertos” aparentemente rigurosos e imparciales a menudo defienden ideologías rígidas y son filtros que aseguran que el relato oficial no se ponga en duda.
En nuestro entorno, una de sus prioridades es proteger el régimen del 78, un sistema defectuoso que se presenta como democracia pero que limita la libertad plena. Estos personajes, a los que me gusta desenmascarar sin miramientos, colaboran con medios controlados por el mismo establishment, impregnando a la sociedad con una visión aparentemente objetiva pero llena de intereses de poder. Esta colonización mental fomenta la fragmentación y la polarización en lugar de la reflexión y el diálogo. La locura social no es solo consumo y aceleración, sino también manipulación intelectual y control ideológico.
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El Delta como exilio interior
Vine al Delta sin manual de instrucciones, sin esperar encontrar la calma que ahora reivindico. La huida fue un sacudida, no conllevó un descanso automático. En este paisaje, aprendo cada día que lo que buscaba no es un lugar ni un estado, sino la libertad de poner en duda las normas que me han constreñido. La distancia no me hace invisible, sino más visible a mí mismo, desprovisto de los disfraces que el ruido me había impuesto. Resistir aquí no es resistir al mundo, sino resistirme a mí mismo cuando entro en riesgo de caer en la comodidad del olvido. Quizás la verdadera huida es una confrontación silenciosa con lo que realmente vale la pena, una rebeldía que no grita pero que sostiene. Aquí, en el Delta, aprendo que vivir con conciencia es elegir, cada día, no conformarme.
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La devastación llega a los pueblos En los pueblos del Delta también se impone, poco a poco, la devastación. Quizás con menos ruido y disfrazada de progreso, pero está ahí. La locura colectiva, antes asociada a las metrópolis, se extiende por este paisaje frágil. Prisas, ansiedad, conectividad forzada y tensión por rendir también se sienten en estos pueblos de las Tierras del Ebro.
Vivir apartado del núcleo urbano, en una casa desde donde observar la vida a distancia, ayuda a mantener la lucidez. La distancia es resistencia y observación. Desde esta atalaya serena escribo.
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Escribir como forma de vivir
Después de todo esto, me viene una pregunta recurrente: ¿por qué escribo? ¿Por qué insistir sobre temas que ya he tratado muchas veces?
No es solo para dar testimonio. Escribir es resistir: al ruido, a la dispersión, al relato único. Escribir y leer no son solo prácticas artísticas o intelectuales, sino maneras de habitar el mundo y el tiempo, de dar forma a la experiencia y dialogar con aquello que no sabíamos que pensábamos hasta que lo escribimos.
Quizás lo que escribo no tiene valor literario, pero sí vital. Escribir a menudo es simplemente vivir con más conciencia. Y eso ya es mucho.
Josep Maria Espinàs, en una reflexión sobre la creación, decía que a menudo se exige a los creadores que solo produzcan obras de primera clase, como si solo tuvieran que hacerlo cuando tienen una idea magnífica en la cabeza. Con el mensaje implícito de que la creación abundante es enemiga de la calidad. En realidad, para escribir algo que valga la pena, antes hay que escribir muchos papeles que acabarán hechos trizas en la papelera. Hay que escribir, y me lo recuerdo a menudo, porque escribo menos de lo que quisiera.
Complementariamente, la frase atribuida a Picasso: “La inspiración existe, pero debe encontrarte trabajando.” Y, sobre todo, el consejo humilde y persistente de una amiga: “Aunque te parezca que no tienes nada que decir, que no te sale nada, siéntate y escribe. Escribe cada día.” Sí, definitivamente, ¡debería escribir más!
Termino. Escribir, para mí, es la manera más honesta que tengo de resistir. No para imponer una verdad, sino para no perder la capacidad de mirar, pensar y sentir con un poco más de profundidad. Escribir desde la distancia no es huir, es aislarse del ruido para escuchar mejor; es cultivar un silencio activo que permite discernir las palabras que realmente valen la pena. No creo en la corrección política, ni en la impostura intelectual que viste el poder con palabras vacías. Escribo para no rendirme a este mundo acelerado que nos quiere distraídos, fragmentados y obedientes. Escribo desde el Delta, pero podría ser desde cualquier lugar donde la vida recupere ritmo, sentido e intención. Escribir, como vivir, no es otra cosa que intentar ser fiel a lo que uno siente cuando calla. Y eso, a pesar de las contradicciones, quizás sea la única forma digna de vivir con conciencia.
Segueix escrivint i compartint, Josep Maria. Tot i q no soc massa de comentar, els teus escrits s’agraeixen des de la distància. Una abraçada!
Moltes gràcies, Albert. Em satisfà saber que el que escric aporta algun valor a algunes persones. Una abraçada gran!