Hace apenas una semana, una amiga me enviaba un mensaje para explicarme que había abandonado la Barcelona metropolitana, para vivir en un pueblecito de menos de 400 habitantes. Una frase del mensaje, “es una adaptación que cuesta un poco”, me evoca sensaciones vividas. Sin embargo, más vale superar esa dificultad, que adaptarse a un lugar en el que, cuando paras a pensar, te preguntas: “¿Y qué hago yo aquí?”. Esto me pasó a mí. Necesité, hacerme esta pregunta, muy en serio, tres o cuatro veces, antes de tomar la determinación de marchar. Durante años, no me permití tener ni el tiempo ni proporcionarme las condiciones para poder planteármela.
Ya hace seis años que empecé a irme progresivamente de Barcelona. La COVID y la posibilidad de teletrabajar aceleraron el proceso. Y como yo, muchos amigos y conocidos, han abandonado la ciudad, por la razón que sea y con sus respectivos proyectos vitales. En mi caso, de entrada, necesitaba sustituir la trituradora de personas en la que se ha transformado Barcelona, por tranquilidad, silencio, espacios para caminar sin encontrarse a casi nadie o nadie, aire poco o nada contaminado parar respirar, por tener el mar cerca y poder disfrutar del mismo sin aglomeraciones. Y por el valor añadido que pudiera proporcionar el lugar al que acabara yendo a parar, en mi caso largas, agradables y pacíficas pedaleadas por el Delta del Ebro.
Mi familia y algunos clientes hacen que cada semana pase algún día en Barcelona. La sensación es de suciedad, mucha suciedad, dejadez, malos olores, porquería, humo… Un espacio decadente donde todo tipo de bípedos, hacen, o bien lo que nunca osarían hacer en sus ciudades de origen, o bien lo que ya hacían ahí porque la pobreza no daba para más. En Barcelona la progresía “cutre”, los que su secta les ha adiestrado para repetir, en cada frase, términos como “inclusiva” o “igualitaria”, ha promovido que unos, otros y todos, la diversidad en el sentido más hiperbólico e ilimitado del término, se meen ―literalmente― donde les dé la gana. Afortunadamente, ver a mis nietos cada semana, y jugar con ellos, me hace olvidar el asco que da todo. Y eso a pesar de que los niños lo tocan todo, y la mierda abunda. ¡Cuando llegamos a casa les lavaría con lejía, si fuera posible!
A menudo, en Barcelona, amigos y conocidos me preguntan por qué me he ido, si estoy bien solo. “¿Pero ¿qué haces allí?”, me dicen… Muchas veces me parece como si se vieran reflejados en un espejo en el que no desean verse. Algunos dicen: “Ya me gustaría, ya. Pero…”. Mi respuesta es seca ―y no debería serlo; esto lo tengo que mejorar― cuando me dicen: “Hombre, tú nada, si yo hubiera tenido tus condiciones ―o posibilidades o lo que sea―…”. Normalmente les contesto: “Si de verdad lo quieres hacer y no lo haces es porque, en realidad, no quieres, o porque no te atreves. Quien siente la necesidad de huir, no se queda pudriéndose pasivamente. Aunque sea con patera, huye”.
Ciertamente, algunas personas sí me dicen que se precisa cierta valentía para tomar una decisión de este tipo. Sin ningún tipo de falsa modestia, debo decir que las primeras veces que escuché esta reflexión me sorprendía. A estas alturas, creo que sí. Que hace falta un punto de osadía para irse. Y también para huir, que, dicho metafóricamente, es mi caso. Digo metafóricamente porque huir implica urgencia, prisa por alejarse de un peligro. Ahora bien, existen fugas trabajadas, cocinadas a fuego lento. Mi fuga se cocinó poco a poco durante años con una mezcla de ingredientes conscientes e inconscientes. Sentía que, si no afrontaba de cara todo lo que comporta vivir en una gran ciudad, pondría en excesivo riesgo mi salud mental y mi paz más íntima. No hace falta decir que, formalmente, sólo puedo hablar por mí. Ahora bien, muchos de los que se han ido y muchos de los que todavía no se han atrevido y quizás no se atrevan nunca, comparten esta vivencia.
Huir, planear una fuga también, es una palabra con connotaciones negativas. Los exiliados, los refugiados, los criminales y tantos otros serían ejemplo de ello. El miedo, el malestar sostenido, el sufrimiento… pueden llevar a huir o escapar. Pero merece la pena no olvidar que huir es una reacción fisiológica, automática, sabia, del cuerpo humano, para escapar del peligro, protegerse y, en definitiva, sobrevivir…
Cuando la vida cotidiana nos confronta a situaciones perversas, a tener que realizar esfuerzos irracionales, a aceptar correr riesgos poco razonables, si no “escapamos”, podemos acabar desestabilizados. Vivir en un entorno que te somete todos los días a impactos traumáticos puede llevar a que la parálisis, la inacción, sustituyan el miedo que nos permitiría huir y preservar la salud mental. Los miles de veteranos de la guerra de Vietnam, convertidos en homeless alcohólicos en diferentes selvas urbanas, o los millones de personas abusadas que han “olvidado” o se han “adaptado” al abuso permanente y al abusador, sirven de comparación que, muchos de los inmersos en sus “Vietnams metropolitanos”, respectivos, verán exagerada.
A estos les recuerdo la repetida frase de (o dicho por, no sé) Steve Jobs: “Si vives cada día de la vida como si fuera el último, algún día tendrás razón”. Que seguía con la reflexión: “Desde entonces, en los últimos 33 años, me he mirado en el espejo cada mañana y me he preguntado: ‘Si hoy fuera el último día de mi vida, ¿querría hacer lo que haré? ‘”.
Yo sé que quiero escribir, que quiero leer, que quiero intentar llevar un estilo de vida saludable, disfrutar de la naturaleza paseando y yendo en bici, hacer deporte moderadamente (no tengo veinte años), caminar, disfrutar de la familia, de los amigos y no perder la capacidad de amar. En Barcelona, para mí, esto no era fácil, ni cómodo, ni agradable. Aquí lo tengo casi todo y en mejores condiciones. No tengo a mi familia y por eso los voy a ver cada semana. Empiezo a tener amigos en este territorio. Muchos menos que en Barcelona y alrededores. A muchos de ellos aprovecho para verlos cuando voy a la ciudad. Pero cada vez más procuro que vengan a visitarme. Para mi familia y para ellos, hice una habitación de invitados en condiciones. Cada vez vienen más y las conversaciones aquí adquieren un tono más pausado, más cercano e intimista, más cálido y humano.
En Barcelona no puedo ver a todas las personas que me gustaría. La gente vive muy ajetreada. Hay veces que intentar quedar, acaba resultando entre cómico y ridículo. Tal vez, en el fondo, triste. Todos van de cráneo, tienen reuniones y “reunionitis”, no tienen tiempo, comen cualquier cosa en diez minutos o no comen o… En ocasiones dimito de intentar quedar, porque resulta tan difícil que me evoca el estrés que viví durante tantos años. ¡Amigos o amigas que necesitan poder quejarse de que la vida no les da y hacer ver ante los demás y ante sí mismos, que no tienen un segundo para nada! En el mundo de locos actual, más perceptible en las grandes aglomeraciones urbanas, este no parar, cotiza al alza. Está bien visto. ¡Acredita que eres como es debido y se considera indispensable para el éxito profesional y social! Esta forma de vivir también provoca, o permite, que no tengas tiempo para reflexionar sobre la propuesta de Steve Jobs: “Si hoy fuera el último día de mi vida, ¿querría hacer lo que haré?”.
También constato que muchos se extrañan cuando en mi lista ―descrita― de lo que quiero hacer, y no me parece que fuera a cambiar si me queda poco tiempo de vida, no figura para nada, como prioridad, trabajar.
Siempre explico que, durante demasiados años, en vez de vivir trabajé. Trabajando tenía poco tiempo para nada más y no me cuestionaba vivir en Barcelona ―lo que hacía y cómo lo hacía, no permitía alternativas a la selva cosmopolita―, como tampoco lo hacía con otros muchos aspectos de mi vida. Sin embargo, era un adicto de aquellos que sabe que la droga no le conviene, que la quiere dejar y que se frustra con cada intento fracasado, que fueron unos cuantos.
Pero las salidas a las sobredosis son pocas y casi se reducen a dos: dejarlo (huir) o morir. Poco a poco pasé de trabajar a colaborar con unos pocos proyectos que me interesan ―algunos remunerados y otros no―, más allá del trabajo como valor o factor de realización personal y de
pretensiones de carreras profesionales o aspiraciones que ya no forman parte de mi mundo. Procuro no perder tiempo en nada que no me aporte valor añadido personal. Aprecio el valor del tiempo y durante años lo fui comprando a plazos. Más allá de la remuneración, valoro mucho otros aspectos como la amistad con personas concretas con las que colaboro o la empatía con la causa por la que trabajan, entre otras cosas.
En este blog he elogiado a menudo, tanto la lentitud, como la inactividad. No hace falta reiterar lo que ya escribí, por ejemplo, el pasado 18 de agosto (ver “¿Vivir o simplemente sobrevivir?”). Ciertamente, sin salir “de la rueda de la locura urbana” es más difícil practicarlas. Hay gente que no puede permitírselo ―en estos entornos, según cómo, no puedes permitirte ni estar insatisfecho― y todavía hay más que cree ―o los profetas de la “normalidad sistémica” le han hecho creer― que no puede permitírselo. Yo valoro mucho tener tiempo, hacer las menos cosas posibles que no aporten (si sólo aportan dinero, no hace falta) y hacerlas sin prisa.
Si llegado a este punto, lo que para mí supuso un proceso duro, que duró años y costó, a alguien le parece idílico, desconfía o viendo solamente la punta del iceberg, siente envidia, me apresuro a decirle lo que, por obvio, no parecería necesario. De todos modos, just in case… Sí, tengo problemas. ¡Claro que tengo problemas! Todo no es perfecto. Puedo sufrir por verdaderas chorradas, soy demasiado exigente y autoexigente, de vez en cuando estoy enfermo ―y más que lo estaré a medida en que vaya cumpliendo años ― y soy muy mal enfermo. Hay días que estoy de mal humor y… Bref, que dirían los franceses, soy humano y estoy sometido a las servidumbres propias de la especie.
Sin embargo, a pesar de las “miserias”, intento y me esfuerzo cada día, por hacer lo que me hace sentir bien, viviendo donde me resulta más fácil poder hacerlo. El objetivo no era la perfección inexistente, ni la vida exenta de dificultades y momentos difíciles. Como he dicho, era preservar al máximo la salud mental y la paz de espíritu, algo difícil para mí en una gran ciudad de nuestro tiempo. ¡Ah! Renuncio a comparaciones con épocas, eras, siglos, en los que no he vivido. En el contexto que escribo, me da igual si el mundo de hoy es mejor o peor que el de no sé cuándo. Mi percepción es que, desde finales del siglo XX, hay “mucho loco suelto por las calles”. Que en la sociedad predomina una patología mental colectiva, una sociopatía que ha logrado normalizarse por mayoría absoluta. Esta mayoría define por activa o por pasiva lo que puede considerarse “normal” y lo que no. El resultado paradójico es que, si quieres evitar quedarte atrapado por este sistema patogénico, en definitiva, “el sistema”, tienes muchos números que la etiqueta de enfermo mental te la cuelguen a ti. No sería coherente con mi visión de la sociedad actual si no aceptara que la fuga del “manicomio metropolitano” pueda ser etiquetada de reacción paranoide, especialmente por aquellos “internos” que sabiendo que ellos sí viven en un manicomio, se quedan allí. Ciertamente, visto de lejos, infunde respeto. ¿Cómo hemos permitido que la chaladura haya alcanzado tal dimensión?
Sigo con un “collage” que de paso me permite recomendaros un libro de Iolanda Batallé: Demasiadas deudas con las flores. Reproduciré algún breve fragmento, sin hacer spoiler, ja que en realidad usaré las frases, relativamente fuera de contexto.
Se lo dedica a una serie de personas que supongo son importantes para ella y “a las personas que se atreven a vivir a su manera”. Un personaje que vive solo en las montañas dice cosas muy interesantes:
“Yo también me pregunto qué hago aquí. Pero también me lo preguntaría si estuviera en cualquier otro sitio. Aquí la pregunta es más clara. Es mejor evitar la batalla y amar desde la distancia. En la ciudad, nos ahogamos los unos a los otros y no podemos oír ni los ruidos ni el silencio. No podemos oírnos ni cuando gritamos. En la ciudad los gritos no se escuchan”.
“(…) Todo esto lo meditaba cuando vivía angustiado, como cualquiera que vive en la ciudad. (…) A veces te das cuenta de que hay demasiado de todo, demasiada densidad. Cuando esto ocurre, a la verdad le cuesta encontrar su sitio. Entonces hay que enjuagar, aclarar, limpiar”.
“(…) Nada más lento que la montaña. Esto me gusta. Poco a poco. El amanecer, poco a poco. El otoño, poco a poco, Una nevada, poco a poco. Un zorro que viene a visitarme, lo hace poco a poco. El rayo, si se lo preguntaras, preferiría caer despacio. Sólo somos tiempo y yo me regalo tiempo y también se lo regalo a las personas que llegan hasta ese rincón sin salida, el punto más elevado de los valles altos”.
“Hay personas que la belleza la tienen dentro, pero no es fácil saber si eres una de esas personas. Aquí arriba, la belleza está por todas partes. En las ciudades la belleza debes buscarla. Y cuando la encuentras y te descuidas, la pierdes fácilmente (…)”.
Daniel Innerarity escribía hace pocos días en La Vanguardia:
“Con la biosfera al borde del colapso y en medio de una cadena de crisis que gestionamos sin resolverlas (…) los ideales de cambio se han sustituido por los imperativos de la conservación. (…) Ya no se trata de construir el futuro sino de alargar el presente. (…) La famosa tesis de Marx se ha reformulado: lo revolucionario actualmente es preservar el mundo, no tanto cambiarlo. (…) Esto tiene otra versión en términos de ruptura entre el ámbito privado y el público. La expectativa de una felicidad privada, de ascenso individual y relaciones personales satisfactorias, resulta más relevante para la propia vida que la transformación de la sociedad (…). El objetivo de autorrealización ha quedado a un lado mientras nos ocupamos de las cuestiones relativas a nuestra supervivencia, especialmente desde el momento en que podemos suponer que fue precisamente ese ideal de la modernidad irreflexiva el que provocó los problemas de supervivencia a los que se enfrenta nuestra sociedad. ¿Y si todo esto nos estuviera animando a buscar un ideal posnarcisista de la vida buena? Quizás la primacía de la autoconservación, en lugar de obligarnos a olvidar el desarrollo personal, nos invita a pensarlo de otro modo: que el lujo no iplique la explotación de la naturaleza, la disposición absoluta a la movilidad o el consumo desmedido, sino la soberanía sobre el tiempo propio, el desplazamiento a escala humana o la alimentación sostenible”.
Conservar en lugar de seguir acelerando el crecimiento económico actual y el desarrollo tecnológico que acabarán con nosotros. Conservarse para sobrevivir dejando de lado el narcisismo y un concepto de autorrealización fruto de la “modernidad”.
Termino con un ejemplo de esta “modernidad y progreso”, con un artículo recomendado por Josep Maria Lozano, profesor de Esade, filósofo y teólogo, titulado “La tecnología ciega en Israel”, de Ramon Aymerich. Concreto el ejemplo con la frase destacada de este artículo, que dice: “El servicio secreto israelí procesa muchos datos del adversario, pero ya no lo conoce”. Big data: lo sé todo de tí, aunque solo me importes como consumidor.
En el Delta, ya han segado el arroz y la vida de los flamencos me sigue transmitiendo paz…
Ara he pogut llegir el teu bloc amb tranquil·litat. M’ha agradat moltíssim i estic en total sintonia en el que hi dius. Jo també he seguit aquest camí per bé que Girona no està tan “malalta” com Barcelona. La decisió d’anar a viure -o retornar- al poble obeeix a un desig profund de centrament, recolliment, silenci, i simplicitat. Josep Maria, jo soc molt conscient que estic en l’ultima etapa de la meva vida. I vull que aquest darrer tram -que Déu vulgui que duri molts anys!- sigui viscut amb plenitud. La ciutat deshumanitza. En aquest sentit, anar a viure en una casa on els monjos del monestir hi van fer estada té per a mi un valor molt especial. Es una “fuga mundi”? Sí. Perquè el món tal com és ara ja no l’entenc. Els seus valors no són els meus. La seva vida és només mort per al meu esperit. La seva gent no és la meva gent. Els seus interessos són les meves derrotes… En fi, no m’enrotllo més. Només t’he escrit això per deixar constància de com m’ha semblat oportuna i aguda la reflexió que has escrit. Enhorabona i endavant!!
Moltíssimes gràcies pel teu comentari, benvolgut Joan. L’aprecio especialment i, com és evident llegint el post, l’acord és total. Subratllo la frase que dius: “Es una “fuga mundi”? Sí. Perquè el món tal com és ara ja no l’entenc. Els seus valors no són els meus. La seva vida és només mort per al meu esperit. La seva gent no és la meva gent. Els seus interessos són les meves derrotes…” Sintetitza del tot el meu sentir.
En parlarem igaudirem fent-ho!
Una abraçada!