Razones para marchar

En una entrevista reciente, el cineasta taiwanés Tsai Ming-liang (Tsai Ming-liang: “La frustració es dona per la incapacitat de seguir el ritme imposat pel capitalisme”) comentaba que, según su experiencia, “la frustración se da por la incapacidad de seguir el ritmo impuesto por el capitalismo”. Con su mirada pausada y crítica sobre la vida urbana contemporánea, Ming-liang describe cómo las grandes ciudades pueden convertirse en espacios donde la desconexión emocional, la alienación y la aceleración vital dificultan vivir con autenticidad. Este diagnóstico, expresado desde su obra cinematográfica, me pareció que podía ser el relato de muchas vidas, y también, en buena parte, el mío.

Viví muchos años en Barcelona. Una ciudad que amo, aunque ahora la miro desde una distancia que con el tiempo he sentido cada vez más necesaria. Fue mi centro vital, social y afectivo. Pero, poco a poco, me fui sintiendo atrapado. Mi ritmo vital, la manera en que veía la vida, la ciudad y el día a día, las preguntas e intuiciones que me acompañaban, parecían quedar sepultadas bajo una inercia que cada vez me resultaba más ajena. Lo que llamamos vida moderna —llena de dispositivos, agendas irracionalmente sobrecargadas, expectativas enfermizas, correcciones políticas, urgencias sociales y consignas culturales— se fue haciendo, para mí, una especie de prisión, quizás amable, pero implacable. Un funcionamiento acelerado y mecánico que me iba atrapando.

No me fui de repente. Empecé por escucharme. Después de oír demasiado ruido y casi ningún silencio, de ver cómo ese estilo de vida me impedía parar, pensar y mirar hacia dentro… Con la aceleración y la explotación disfrazadas de libertad, el cuerpo me pedía calma y el alma, un sentido más humano. Sé que hay quien puede encontrar esto —o algo parecido— en medio de la ciudad, pero a mí me costaba. Necesitaba cambiar de escenario, de ritmo, de tiempo. Y ir adonde he ido me ha facilitado hacerlo.

El Delta no es solo un lugar bonito; para mí es un espacio de transición, un territorio de agua y silencio donde todo se vuelve más lento, más crudo, más esencial y también más profundo. Aquí no hay mucha escapatoria: te encuentras contigo mismo y con el mundo tal como es. El viento limpia y se lo lleva todo, pero también desordena. Y este desorden puede ser un aliado si tienes ganas de desaprender lo que ya no te sirve para hacer espacio a lo que sí.

Este texto nace de este deseo: no para vender una imagen idílica del Delta, sino para mirarlo como un espejo. Esta escritura busca resistir, al menos, ayudar a situar preguntas en el centro, a poner el cuerpo y el

EL DELTA: UN ESPACIO DE TRANSICIÓN

alma humanos al frente. No es un relato de retorno a la naturaleza —o no solo— sino de una manera de vivir que pueda sostener aquello que realmente importa: el sentido, el cariño, la lucidez, la presencia.

También es, modestamente, una forma de recuperar el pensamiento como herramienta viva. No para gustar ni para tener razón, sino para compartir una experiencia que quizá sirva a alguien más. No pretende pontificar ni convencer, solo dejarse sentir como un testimonio que late.


El silencio, último refugio

A veces me pregunto si el silencio todavía es posible. No solo la ausencia de ruido —que también—, sino ese silencio interior, un espacio que no está colonizado por la necesidad constante de responder, opinar o reaccionar. Un silencio que no es vacío sino lleno de presencia. Ese silencio que no incomoda sino que acompaña.

En las ciudades, a menudo el silencio es sospechoso, incluso produce angustia, porque deja al descubierto el vacío que no queremos ver. Quizá por eso hemos aprendido a llenarlo todo con palabras, imágenes, conexiones constantes y a menudo vacías de comunicación con sentido. Nos hemos vuelto adictos al ruido porque nos cuesta escuchar la propia voz. Pero aquí, en el Delta, cuando el viento amaina y la luz se vuelve oblicua, el silencio vuelve y, poco a poco, aprendes a no huir de él, a escucharlo, a habitarlo.

Creo que muchas de las cosas que nos hacen daño vienen de esta incapacidad de sostener el silencio, de pararnos antes de hablar o juzgar, de haber perdido el ritmo interno que nos permite discernir lo esencial de lo que es solo ruidoso. Escribir también debería ser un acto de silencio: escuchar, mirar hacia dentro, esperar.

Quizá por eso necesito este exilio: el mundo me parece demasiado estridente, demasiado lleno de voces hambrientas que compiten en el vacío. Aquí, cuando me siento a escribir o simplemente a mirar cómo caen las sombras sobre los arrozales, siento que aún queda algo intacto.

Aquí, el silencio no es ausencia, sino presencia plena. Una forma de volver a sentir lo que somos cuando nadie nos mira. Y eso, hoy, es un refugio que agradezco.


La lentitud como resistencia

Leer la mencionada entrevista con Tsai Ming-liang fue como mirarme en un espejo de otro tiempo. Él habla de la lentitud como un acto radical. En un mundo que glorifica la prisa, la eficiencia y la saturación, filmar escenas largas y casi silenciosas es una forma de resistencia, no solo artística sino también espiritual.

Sus películas incomodan a quienes esperan entretenimiento fácil, pero ofrecen una profundidad que nace cuando se deja espacio para el silencio, el aburrimiento, la atención plena. Es como si nos invitara a mirar como lo hacíamos de niños: sin expectativas ni juicios, solo estando presentes.

Me sentí profundamente interpelado. Escribir y vivir desde el Delta es una forma de cine lento, una práctica de resistencia que consiste en observar lo que a menudo pasa desapercibido: la luz que cambia en una hora, el sonido del viento en las cañas, un pájaro quieto. No es pereza ni dejadez, sino presencia, una manera de vivir que no compite ni produce, pero que conecta.

Cuando llegué, pensaba que el reto sería desacostumbrarme a la velocidad. Pero pronto entendí que la lentitud no es solo cambiar el ritmo: es una actitud vital. El capitalismo odia la lentitud porque no se puede cuantificar ni acelerar. La considera inútil. Pero justamente aquí, en esta aparente inacción, puede comenzar a latir otro sentido. Vivir lentamente es reivindicar el derecho a no responder rápidamente, a no estar siempre disponible, a recuperar la propia voz y sentir los pequeños latidos del día.

La lentitud no es solo una opción estética o moral, sino una necesidad profunda. Quizá, también, una forma de dignidad.


El capitalismo emocional y la mirada vacía

Vivimos tiempos extraños. La sociedad parece haber aprendido a disfrazar el control con palabras amables. Ya no es solo producir, consumir y callar; ahora hay que hacerlo con entusiasmo. Se nos pide implicación, pasión, motivación. Hay que amar lo que hacemos, como si fuera una prueba de autenticidad, pero a menudo es solo otra forma de sumisión. El capitalismo desenfrenado ha aprendido a manipular las emociones mejor que cualquier otra cosa.

En este escenario, las emociones convenientemente adulteradas, lejos de incomodar al sistema, son su combustible. Todo hay que expresarlo, comunicarlo y compartirlo. Nos hemos tragado la idea de que la autenticidad es un valor, pero a menudo lo que circula es una autenticidad de cartón piedra, empaquetada y lista para vender. Sin darnos cuenta, ofrecemos nuestra intimidad como quien presenta un informe: actitudes positivas a demanda, empatía de manual, entusiasmo de plantilla, resiliencia como consigna institucional. Y así, con una sonrisa postiza y la voz modulada, ayudamos a hacer girar una rueda que no nos lleva a ningún lado y que, poco a poco, nos va vaciando.

La paradoja es que, cuanto más nos exigen sentir acorde a lo que espera el establishment, más nos anestesiamos. Cuanta más superficialidad emocional mostramos, más cuesta sentir emociones profundas. Nos convertimos en máscaras de nosotros mismos. En miradas vacías que sonríen, hacen “like”, respondencorreos con signos de exclamación y frases motivadoras, pero que, en el fondo, solo quieren desaparecer un rato.

Cuando camino por el Delta, cerca de los arrozales, me doy cuenta de lo que es respirar sin prisa y mirar sin fingir. Aquí la mirada recupera densidad y gravedad. No hay expectativas ni exigencias de felicidad. Solo silencio, solo presencia. Y quizá por eso, aquí, las emociones vuelven a tener cuerpo y a ser de verdad.


El espejismo del bienestar y el miedo al vacío

Vivimos inmersos en un relato que nos vende la idea de que estar bien es tenerlo todo controlado, organizado y optimizado. La agenda llena, las rutinas de alimentación saludable, las prácticas de mindfulness, los objetivos claros y medibles son hoy signos de éxito personal y, por tanto, de bienestar. Pero ese bienestar planificado y monitorizado es, en realidad, un espejismo, una nueva forma sutil de control que nos impide dejar espacio al desorden, a la incertidumbre y, sobre todo, al vacío.

Este vacío —ese tiempo en que no hay ninguna actividad ni objetivo inmediato— se ha convertido en un miedo compartido e interiorizado. Nos han convencido de que no podemos pararnos sin ser productivos, que el tiempo no ocupado es tiempo perdido, que la pausa es una falla. Así, cualquier momento de silencio interior se llena rápidamente de estímulos, distracciones o planes de contingencia.

Aquí, en el Delta, donde el ritmo se afloja y no impone horarios ni calendarios rígidos, este vacío se hace evidente. Y, al principio, da miedo porque te enfrenta a tu propia esencia sin filtros. Pero cuando lo dejas habitar con paciencia, el vacío se convierte en un espacio de oportunidad. No hay que llenarlo rápido; hay que dejarlo ser.

En este silencio y pausa surgen la duda, el suspiro, la reflexión profunda. Es el lugar donde aparece el sentido, no ese sentido fabricado por gurús, coaches o algoritmos, sino la voz interior que solo habla cuando todo calla. Este es el verdadero bienestar: habitar el vacío sin miedo.

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2 thoughts on “ESCRIBIR DESDE LA DISTANCIA. VIVIR EN CONSCIENCIA (1)

  1. Pedro dice:

    Gràcies una vegada més per compartir les teves reflexions. Quin encert incloure “El Caminant Sobre el Mar de Núvols” de Caspar David Friedrich, una de les obres mestres del romanticisme. Un home d’esquena, dempeus sobre una roca, contemplant un paisatge muntanyós cobert de boira, que no deixa clar el que es té al devant. Una bona imatge de l’ésser humà enfrontat a la immensitat de la natura i la vida.

    1. josepmariavia dice:

      Moltes gràcies Pedro. Dona gust compartir pensaments i sentiments amb gent humana, intel.ligent i sensible!

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