7 DE JUNIO 2025. 7 MESES DESPUÉS DEL 7 DE NOVIEMBRE 2024

La fiesta que hicimos con Romina en casa el pasado 7 de junio ha sido, sin duda, la más entrañable de mi vida.
Entrañable en el sentido más profundo de la palabra. Como dice el diccionario: que provoca un sentimiento o un afecto muy intenso y muy íntimo. Así lo viví. Tan personal y, al mismo tiempo, tan difícil de transmitir como lo que intento compartir en esta entrada.

Hay una limitación que me ronda, y me hace pensar en ese dicho tan manido como cierto: que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Cuando fui secretario del Govern de la Generalitat, a menudo me arrepentí de no haber tomado notas de mil anécdotas de las sesiones del Govern. Algunas, divertidas; otras, quizás pequeñas escenas dentro de la gran historia de un tiempo que, con perspectiva, cobra relieve. Hablo de los años del president Pujol, un estadista —“el estadista”, diría yo— de la Cataluña contemporánea. Todo lo que no se escribe —aunque sea a medias— acaba perdiéndose. No hace falta llegar al Alzheimer o a una demencia senil: el tiempo, simplemente, borra. Y, en cuanto a aquella etapa, ya llego tarde.

El sábado pasado fue un gran día. Inmenso, en muchos sentidos. Pero… de momento, no quiero contarlo

LA FIESTA

todo. Y aquí, quizá, vuelvo a tropezar con la misma piedra. Aún más extraño: podría escribir aquello que no quiero hacer público y guardarlo. Dejarlo en una carpeta digital cerrada con contraseña, o incluso en una caja fuerte con instrucciones para que mis hijos lo publiquen, una vez muerto, en el blog. Pero ni eso. La intensidad emocional que rodea el motivo de la celebración —la relación entre Romina y yo— es, ahora mismo, demasiado profunda para ser escrita. Aún no.

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7 DE NOVIEMBRE DE 2024

El 7 de noviembre del año pasado, 2024, Romina y yo, sin hacer mucho ruido, sin contarlo demasiado a nadie —casi de forma furtiva—, fuimos a la notaría del amigo Pere Pineda, en Parets del Vallès. Allí, él hizo lo que corresponde hacer a los notarios cuando dos personas deciden constituirse en pareja de hecho. Y así fue.

Romina se encuentra en una etapa más introspectiva. Busca silencio, paz, invisibilidad. No es que tenga ningún problema en abrir nuestra casa a los amigos —lo hacemos a menudo, y con gusto—, pero lo que le cuesta es ser el centro de atención. Estar en el foco. Ser observada. Estar en el estrado, por así decirlo. Y por eso, en ese sentido —y solo en ese—, hizo un esfuerzo que le agradezco profundamente. ¡No era fácil estar en una fiesta en la que te toca ser coprotagonista y lo que deseas es pasar desapercibida!

GRACIAS AMIGO PERE!

Se lo agradezco porque, en los ocho años que llevo en casa en El Perelló, compartir arroces, calçotades, barbacoas, simplemente encuentros con amigos, ofrecer y compartir, ha dado mucho sentido a mi vida y me ha hecho feliz. Esta casa parece tener también esa función, y el 7 de junio, con un centenar de amigos y familiares, ¡batimos el récord! La presencia de todos y cada uno de ellos tenía un porqué y todo el sentido.

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SHOWCOOKING BY TOMÀS ALSO AND WIFE

Tomàs Also, un perellonense establecido por matrimonio en l’Ametlla de Mar, y David del Campo (un MasterChef televisivo, metropolitano convertido en perellonense —como yo mismo—, en su caso por amor con Eli Llaó), combinaron productos de la tierra buenísimos con otros llegados de fuera, excelentes. El “salado” que nos preparó el informático Tomàs y el “dulce” del experto en renovables David fueron claves para que, junto con el entorno y la vista privilegiada del Delta que se ve desde casa, aquella tarde casi veraniega se convirtiera en óptima para celebrar el amor y la amistad.

Que vinieran amigos de Lleida, Barcelona, Valencia, Madrid y algún otro lugar, que vinieran mis hijos y mis nietos, amigos y antiguos compañeros de aventuras políticas de estas Tierras del Ebro, proporcionó un escenario ideal para, a través de explicaciones —mías, pero sobre todo del alcalde del Perelló— y de ofrecerles lo mejor de la gastronomía “de lo terreno”, mostrar mi profundo agradecimiento a esta —para mí— tierra de acogida.

Mi punto de partida fue mi total y absoluto desapego por la ciudad de Barcelona. Fue mi ciudad. Nací y viví los primeros años en Sant Cugat del Vallès, pero la mayor parte de mi vida la he pasado en Barcelona. Pedí perdón a tres amigos presentes por su especial dedicación a intentar evitar que Barcelona se convirtiera en lo que ha acabado siendo: una ciudad tan pensada para los extranjeros que quienes se sienten forasteros —si no directamente expulsados— son los barceloneses. Xavier Trias, Quim Forn y Jordi Martí se dejaron la piel para evitarlo —Jordi aún sigue en ello—, pero…

Ciertamente, las sensaciones son muy personales, pero si todavía voy cada miércoles a Barcelona es porque tengo dos nietos preciosos, Claudi y Enric, que viven allí y quiero verlos crecer. Si no fuera por eso, no iría tan a menudo.

Era la ocasión para explicar lo que siempre explico a los amigos metropolitanos que no acaban de entender “qué se me ha perdido aquí”. Decía que los sentimientos son personales, y yo siento que El Perelló es un gran pueblo, y que el Baix Ebre, el Montsià, la Ribera d’Ebre y la Terra Alta forman parte de lo que yo llamo la “Catalunya abandonada”. Los amigos de Lleida me entendieron mejor que los de Barcelona, porque cuando defino la “Catalunya abandonada” con una sola palabra, la llamo Ponent (Poniente). Para mí, Ponent va desde el río Sénia al sur hasta los Pallars en el Pirineo, pasando por el Segrià y la mayor parte de comarcas de Lleida (el Aran, con sus pistas de esquí y el turismo, quizá es la excepción. Pero es que aquello mira más a Francia que a Cataluña). Y en las tierras de Lleida, al menos se ha desarrollado una notable industria agroalimentaria a partir de lo que aquella tierra produce. Aquí, ni de lejos como en Lleida. Pero en tiempos de cambio climático con sequía, granizadas, heladas y un campesinado —lo mismo podríamos decir de la pesca y de todo el sector primario— que es el último eslabón de una cadena de intermediarios que se llevan la mayor parte del pastel, la sensación de abandono es muy grande.

Soy un defensor convencido de la energía fotovoltaica, la eólica —tengo placas solares en casa, coche eléctrico, estufas de pellet…— y de la nuclear antes que las energías fósiles. Pero, ¿hay que acumular todas las placas en los “Alcarrases” de Ponent, y todas las nucleares y molinos de viento en las Tierras del Ebro? No. De la misma forma que no debería amontonarse media Cataluña en el Área Metropolitana de Barcelona, que pronto llegará por el eje del Llobregat hasta la Cerdanya, y a Girona y la Costa Brava por el norte, y a Tarragona y la Costa Dorada por el sur. Una mayor atomización de la población y los recursos, repartidos por todo el territorio, nos daría un país más equilibrado y humano. Mejoraría la salud mental colectiva.

El domingo 8, con una cuarentena de los amigos que habían estado el sábado, fuimos a visitar —y a disfrutar de las ostras y los mejillones de— la mejillonera de L’Ampolla, y el propietario, Xavier Cabrera, expresó la idea con una frase ingeniosa pero certera, pensando en el sur: Cataluña acaba en Salou y España empieza en Vinaròs. ¡Estamos en tierra de nadie!

Por todo lo brevemente sintetizado, esta tierra dejada de la mano de Dios merece que los recién llegados que hemos aprendido a amarla nos dejemos la piel para hacer todo lo posible por mejorar este territorio.

El alcalde del Perelló, Sam Ferré, explicó como es debido —¡no como yo! — los valores y el atractivo de este territorio, y a Tomàs Also le bastó con dar a probar a los invitados la carne del espinazo del atún para

LA PLANTADA DEL OLIVO

poner en valor este lugar.

El atún es conocido como el cerdo del mar porque se aprovecha casi todo de él. El despiece que se hace de las veinticuatro piezas que tiene el animal, conocido como “ronqueo” por el sonido de los golpes de cuchillo sobre el espinazo del atún, deja el hueso con estas porciones de carne excelente. ¡Fue un placer indescriptible poder comer directamente aquella carne de atún pegada al espinazo!

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LA RETRATISTA

La retratista Nina Carné hizo más de mil fotos. De grupo, o bien captando expresiones faciales y corporales singulares de los invitados mientras charlaban distendidamente por el jardín. También fotos de estudio en “la pecera”, el espacio desde el cual escribo, convenientemente transformado en estudio fotográfico con todo lo que ella montó para la ocasión. Manel acertó al conseguir que la música, lejos de toda estridencia, estuviera acompasada con las conversaciones y el ambiente relajado que dominaba el jardín de casa.

La noche fue cayendo lentamente. No estábamos lejos del día de San Luis, el más largo del año. Yo no conseguí mantener una conversación de más de tres minutos con nadie. Queriendo atender a todos, acabé desatendiendo a todo el mundo. Romina no se encontraba muy bien y tuve un ojo pendiente de ella durante las seis o siete horas que el grueso de amigos permaneció en casa.

Pero, yendo y viniendo, pude disfrutar observando. Cuatro generaciones de mi familia presentes. Desde mi madre, la matriarca de 92 años, hasta el pequeño Enric Via, mi nieto de 3 años que se llama igual que mi padre, algo pocho, acabó lloriqueando hasta quedarse dormido en un sofá.

Mi percepción es que los invitados disfrutaron. Sentados aquí y allá sobre las balas de paja repartidas por el jardín, de pie alrededor de la piscina iluminada con focos y lucecitas, engalanada con flores. Parados, yendo o viniendo de la barra en busca de bebidas. Se formaban grupitos improvisados de gente mezclada… Amigos que se encontraban con otros amigos o conocidos, sin saber que yo y/o Romina éramos el vínculo común entre ellos, reencontrados inesperadamente.

Cuando ya fue noche cerrada, comprobé con satisfacción que, en general, la iluminación de los cuatro bancales del jardín que acogieron a los visitantes, desigual como era, resultaba en un mosaico tan agradable y suave como la música, y como las sonrisas y las discretas expresiones de felicidad de los presentes. Fue bonito y, como ya he dicho, entrañable.

Diría que hacia la una de la madrugada todos se habían marchado. Los de Lleida, que no se quedaban a dormir, un poco antes. Supongo que tomaron el Eje del Ebro, que, yendo hacia Flix, acaba uniendo sin solución de continuidad la Ribera d’Ebro con el Segrià. El resto fue despidiéndose en un suave goteo. Terminamos solos, en el sofá del porche, Pep Capdevila y yo, compañero de universidad, médico y amigo querido. Y al final del todo, agotado en ese mismo sofá y con la vista clavada en la luz intermitente y giratoria del faro del Fangar, me despedí de aquel día tan especial con una copa de vino tinto, del único celler (bodega) que hay en el Baix Ebre, y un puro cubano que me regaló Salvador Garcia.

Reproduzco —y con esto termino— la descripción del celler y la finca Mas de Manxol, extraída de su página web, porque me parece preciosa y me conecta con unas tierras que ahora conozco bastante bien. Dice así:

La finca Mas de Manxol está situada en pleno Pla del Burgà, una fértil vega que se extiende desde el río Ebro hasta las Colladas del Perelló, encajada entre las sierras de Tivissa y las imponentes paredes de las sierras de Cardó y del Boix.

El jardín de casa era el mismo que al principio de la fiesta. Pasó de ser un espacio “arreglado para la ocasión” a un terreno lleno de desorden, lo que lo aproximaba más a la realidad de la vida. Si por un momento considero el jardín de casa como el universo, este siempre evoluciona de tal manera que el desorden aumenta. Ir contra el desorden es antinatural y este siempre acaba imponiéndose. Aceptarlo hace que acabes apreciando ciertos desórdenes y encontrarlos estéticamente atractivos. Y aquel era un desorden reconfortante. ¡Había valido la pena! Cuando me retiré, creo que Arnau, el hijo de Romina, y su amigo Martí aún estaban haciendo juegos de manos y trucos de magia con el maestro pastelero David.

Romina llevaba un par de horas durmiendo. Aguantó hasta donde pudo, que fue mucho. Y yo la despedí de

¡¡¡MUCHAS FELICIDADES ORIOL Y ADRIANA!!!

todos aquellos a quienes no pudo despedir. Cuando fijas la fecha de una fiesta con antelación, no sabes si ese día la salud te jugará una pequeña mala pasada. Eso, los médicos —y también los que no lo son— sabemos que sucede de vez en cuando.

Pero, aun así, todo fue como tenía que ser. Sin estridencias, con mucha autenticidad. Hay noches que no tienen nada de épico ni de glorioso, pero que se inscriben en un lugar muy profundo. Y que, cuando cierras los ojos, ya en la cama, y recorres el día ya agotado, sabes que lo que has vivido —por inesperado, por sencillo y por humano— te ha cambiado un poco para siempre.

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