El Perelló, 2 de mayo de 2025
En la entrada anterior mencionaba un WhatsApp que me envió un amigo: “Josep Maria, hace tiempo que no sé nada de ti, ¡ni escribes en tu blog!”.
Ayer leyó el primer capítulo de las Crónicas japonesas y me hizo un comentario que me agradó: “Todo lo que cuentas sobre Japón me intriga, porque tiene algo de irracional, es decir, de no europeo. Amén.”
Aquello me impulsó a responderle. La primera parte del mensaje es de mi propia cosecha; la segunda, una breve síntesis de información que busqué. Lo que no hice antes del viaje —documentarme— lo he hecho ahora (eso sí, en formato microdosis divulgativa), a raíz de su nota.
Le escribí:
“El Japón es un país que, en un momento dado —y con fecha concreta— decidió deliberadamente occidentalizarse. Desde entonces, para mí al menos, comprender su representación casi teatral de la vida al estilo occidental se vuelve una tarea poco menos que imposible. La combinación de una tradición cultural asiática milenaria —acentuadamente cerrada por su condición insular— con formas urbanas, hábitos de vestir y consumo marcadamente occidentales resulta, como mínimo, desconcertante.
Hay rasgos de sobreactuación que rozan lo caricaturesco: jamás había visto tantos Starbucks juntos, ni siquiera en Estados Unidos. Dentro se ofrece todo lo que uno espera de un Starbucks, pero también una amplia selección de tés matcha y productos gourmet de origen local. Espacios repletos de jóvenes con portátiles, como si fueran clones exactos de los locales de cualquier parte del mundo.
Aun así, tengo la sensación de que, en la esfera privada, tal vez persista una rigidez más conservadora:
puedo imaginarme una desconfianza hacia, por ejemplo, el feminismo o las disidencias de género, del tipo que podría haber tenido uno de nuestros bisabuelos.
Bajo una capa amable y moderna, parece mantenerse un sectarismo —por no decir racismo— discreto pero tenaz. Cuesta no percibir cierta resistencia de fondo a la alteridad. El hecho de que apenas haya inmigrantes no es casual, y tal vez diga más del país que muchos discursos oficiales.”
El comentario “documentado” ha sido:
“Debido a la lejanía geográfica y a los largos períodos de aislamiento autoimpuesto, la inmigración, la asimilación cultural y la integración de extranjeros en la sociedad japonesa tradicional ha sido, en general, muy limitada. El historiador Yukiko Koshiro identifica tres oleadas migratorias significativas antes de 1945: el asentamiento de artistas e intelectuales coreanos en el siglo VIII; el asilo otorgado a algunas
familias chinas en el siglo XVII; y la inmigración forzada de hasta 670.000 trabajadores coreanos y chinos durante la Segunda Guerra Mundial.
Después de 1945, a diferencia de lo ocurrido en economías industrializadas como Alemania, donde se alentó la inmigración Gastarbeiter (literalmente, ‘trabajadores invitados’), Japón fue mayormente capaz de satisfacer sus necesidades laborales mediante grupos internos de mano de obra rural. No obstante, las demandas de pequeños empresarios y los cambios demográficos hacia finales de los años 80 dieron lugar, durante un tiempo limitado, a una ola de inmigración ilegal aceptada tácitamente desde países tan diversos como Filipinas e Irán.
La deslocalización de la producción, conocida como offshoring, en la década de 1980 permitió a algunas empresas japonesas de industrias intensivas en mano de obra, como la fabricación de electrónica y el ensamblaje de automóviles, reducir su dependencia de mano de obra importada. En 1990, una nueva legislación otorgó a los sudamericanos de ascendencia japonesa, como los brasileños y peruanos, un estatus migratorio preferencial para obtener visados de trabajo. En 1998, había 222.217 brasileños registrados en Japón, con grupos más pequeños de peruanos.
En 2009, con condiciones económicas menos favorables, el gobierno japonés introdujo un programa para incentivar el regreso de brasileños y peruanos, con una ayuda de 3.000 dólares por billete aéreo y 2.000 por cada dependiente.
A partir del segundo semestre de 2015, con una población cada vez más envejecida y la falta de mano de obra en sectores clave como la construcción, los servicios de tecnología de la información y la atención médica, los políticos japoneses volvieron a debatir sobre la necesidad de ampliar la reserva de mano de obra extranjera temporal mediante programas de prácticas a largo plazo.
Como se puede ver: “¡Una SOCIEDAD ABIERTA Y DE ACOGIDA!”
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Miyakojima: postales de un paraíso periférico, 21 de abril de 2025
Una vez fui a trabajar a Cabo Verde y el trabajo me llevó a visitar unas instalaciones de la cadena hotelera Riu. Un resort enorme, monstruoso —no recuerdo en cuál de las islas de aquel archipiélago africano. Había varios cientos de alemanes de aspecto poco refinado, rojos como langostas de Vinaròs, que se habían subido a un avión en su país y se disponían a estar allí 7, 10, 15 días, interesados solo en comer, beber, tomar el sol y descansar. La mayoría de ellos no sabían dónde estaban. Habían comprado un forfait sonnen-und strandziel (sol y playa) y les daba igual. Sabían que estaban en unas islas, pero no todos tenían claro que estuvieran en África. Les daba lo mismo.
He tenido la suerte de estar en resorts vacacionales en Martinica, Saint Marteen, Mauricio, Tahití, Morea, Bora-Bora, Fiji, Song Saa Island (Camboya)… y otros no insulares: Costa Rica, Nicaragua, República Dominicana, Brasil, Venezuela, Turquía, Zimbabue… He ido por reuniones internacionales y he alargado la estancia unos días, o bien —como ahora en Japón— como cierre de viajes de turismo urbano. Después de caminar 30.000 pasos diarios por Tokio, Kioto u Osaka, “quedarse” 3 o 4 días en una isla, a 30 metros del océano Pacífico, resulta atractivo. Pero… ¿qué hay fuera de ese paraíso? Esa es la cuestión. Esa es la gran cuestión.
Hoy, tras una lucha considerable —ya que no llevaba el permiso de conducir internacional—, he logrado
alquilar un coche y recorrer toda Miyakojima, una isla de la Prefectura de Okinawa que parece tener poco más que plantaciones de caña de azúcar, algo de industria vinculada a este cultivo, inversiones turísticas aún en desarrollo y bases militares estadounidenses cercanas. Está más cerca de Manila (1.200 km) que de Tokio (más de 1.800), y a unos 400 km en línea recta de Taipei.
He visto playas de arena blanca y mar azul turquesa. Si hubiera ignorado las facciones niponas, los carteles en japonés y algunos detalles inconfundiblemente japoneses, no habría dicho que estaba en el “primer mundo”. Las construcciones podrían ser las de Tahití, Fort-de-France (Martinica), Port Louis (Mauricio), Praia (Cabo Verde) o Puerto Limón (Costa Rica). Y, sin embargo, es Japón. Cuentan con un buen sistema nacional de salud pública y educación pública —servicios generalmente deficitarios en países emergentes—, pero el PIB per cápita es un 31% inferior a la media nacional. En el siglo XIX, no eran Japón. Poseen una lengua propia en peligro de extinción que solo hablan los más mayores. Y, en conjunto, todo esto se siente lejísimos del Japón de postaL.
Las carreteras son bastante buenas, pero no exactamente “nivel Japón”. He visto muchas casas poco cuidadas y ninguna señal de lujo, más allá del resort donde me alojo: una propiedad de la cadena Rosewood, nacida en Dallas pero ahora con sede en Hong Kong. Un resort pensado para ser de gama alta.
Es como si, por encima de las identidades nacionales, el agua azul turquesa, las playas de arena blanca, las barreras de coral, el viento, la humedad, el calor, las nubes y el sol intenso de estas islas tropicales y subtropicales conformaran una realidad única, repartida por el planeta. Una experiencia que se repite y, aun así, siempre es interesante.
Este estereotipo —ciertamente superficial— pero forjado por la experiencia, encaja con Miyakojima.
Circulando (por la izquierda, con el volante a la derecha), he tenido una sensación de miseria que sospecho no es real… porque es Japón. Pero nadie lo diría. Si me hubieran dicho que estaba en Zanzíbar, hubiera sido creíble. Asocio más lo que veo y siento a esos otros destinos que a Japón.
Quiero creer que los ejecutivos de Rosewood tuvieron que romperse la cabeza para encontrar personal que pusiera en marcha el resort. Y eso va de la mano con la escasa tradición japonesa de atraer inmigración. El establecimiento se inauguró el 1 de marzo pasado, y trajeron una centena de profesionales de otro establecimiento que están desplegando en Doha. Profesionales brasileños, argentinos, franceses, alemanes, estadounidenses… gente con oficio. Ahora bien, el grueso del personal futuro son nepalís contratados en origen, con poca —o nula— formación en hostelería, que no hablan inglés o lo hacen con un acento muy complicado de entender. Y, naturalmente, no pueden leer cartas escritas en japonés.
Desconozco si la idea es que los agricultores locales que trabajan en las plantaciones de caña dejen el campo para trabajar como camareros. Pero este es el fenómeno que hace años despobló las zonas rurales del Japón “central” para alimentar la industria y la tecnología del Japón “potente”. Miyakojima y Okinawa, en general, no juegan en esa división. Si el futuro de la isla ha de ser el turismo —con un Hilton horrible en
construcción y cruceros que se paran unas horas sin que yo sepa ver muy bien para qué—, hay un problema grave de mano de obra especializada: los locales no se dedican a ello, y la inmigración… no entusiasma.
En cualquier caso, un buen final para este viaje por Japón. Después del cosmopolitismo de Tokyo, la tradición alpina de Takayama y la dualidad del Kyoto milenario con el Kyoto metropolitano que, con Osaka y Kobe, forma parte de un conglomerado urbano de 17 millones de habitantes, aquí hay otra cara del país.
Alternancia de ratos con la mirada perdida en el horizonte del Pacífico, con puestas de sol memorables, y repaso de fotos: rascacielos, templos, jardines zen, personajes de tribus urbanas más o menos esperpénticos… Eso es, para mí, Japón. No es doctrina. Es mi visión, fruto de haberlo vivido intensamente en dos ocasiones, separadas por más de diez años.
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Kyoto, entre dos fechas: 28 de agosto de 2014 y 14 de abril de 2025
El día 28 de agosto de 2014 caminé por el barrio de Higashiyama. Por la tarde recorrí el Camino de la Filosofía, de sur a norte, desde el templo Eikan-dō hasta el templo Ginkaku-ji. Este último, con unos jardines esplendorosos. Tal vez el mejor recuerdo que guardo de Kyoto sea la paz, el silencio, la tranquilidad de ese paseo que discurre junto a un pequeño canal. Personas caminando, algunas sentadas en pequeños locales tomando té, quizás un par de músicos callejeros. Tras finalizar el paseo y la visita al Ginkaku-ji, me dirigí hacia el ryokan Hoshinoya.
Mientras caminaba, mi hermana me llamó desde la Mútua de Terrassa para decirme que la enfermedad de nuestro padre se complicaba. No puedo precisar si en ese momento ya intuí el desenlace final, o si fue ya en el hotel cuando de nuevo hablé con ella. En cualquier
caso, sí recuerdo perfectamente que, mientras me duchaba junto a una bonita e impecable bañera de madera clara —formada por un suelo y dos paredes rectangulares, y dos más cuadradas—, pensando en la última llamada de Anna, tuve claro que aquello llegaba a su fin.
En algún momento, mi hermana me pasó a nuestro padre al teléfono. Balbuceó unos sonidos incomprensibles: intentaba despedirse de mí, en un estado agitado y confuso.
La noche fue larga. Visualizaba con claridad a mi padre en aquella UCI —bien conocida por mí, por haber hecho allí prácticas como estudiante— con Conrado Durán, Manolo Valdés, Ramón Gefaell (QEPD), Toni Griera, Manolo Álvarez… También Empar, Glòria, Neus, Pilar Julià —que falleció de forma repentina y triste, hará cosa de un año—, quien acabaría casándose con Manolito (Manolo Álvarez, para distinguirlo de Valdés). ¡Costó convencer al médico de guardia de que sedara a nuestro padre de una vez!
Antes de iniciar aquella dura partida de ajedrez que fue el proceso de convencerlo, quise contrastar la situación clínica con Pep Capdevila, para estar seguro de que no decidía más como familiar que quiere evitar sufrimiento o un “estado vegetal” de duración incierta, que como médico que hace lo que corresponde. El colega de guardia me explicó que acababa de pasar por un juicio, como consecuencia de una demanda presentada por la familia de un enfermo con características similares a las de mi padre, justamente “por no haber hecho todo lo posible hasta el final”. Lo tranquilicé.
Mientras hacía eso, iba llenando la maleta y gestionando la repatriación: llamadas con la aseguradora que cubría el viaje, para conseguir adelantar el regreso. Sabía que no lo encontraría con vida. Pero allí, en ese momento, estaba centrado en el regreso.
Dejé la habitación 102 del ryokan idílico del Hoshinoya cuando todavía era de noche. Normalmente, una barquita te baja por el río Katsura hasta el puente Togetsukyō de Arashiyama… pero no de madrugada. A esa hora, una minivan diminuta me llevó hasta el puente, donde me esperaba un taxi para conducirme hasta la estación de Kyoto, para tomar el tren bala hasta Kansai, el aeropuerto internacional que da servicio a Kioto, Osaka y Kobe. De allí, vuelo hacia Ámsterdam, escala y destino final: Barcelona.
Mientras subía al taxi y veía las puntas superiores de las enormes cañas de bambú del bosque de Sagano, sonó el teléfono. Anna me comunicó que nuestro padre acababa de morir. Ya había amanecido. Mi padre murió el 28 de agosto de 2014 en Terrassa. En Kyoto ya era 29 de agosto.
Aquella mañana tenía previsto visitar el bosque de bambú. La visita quedó pendiente.
El lunes 14 de abril de 2025, la semana pasada, regresé a Kyoto. Me alojé en el mismo hotel. Esta vez, en la habitación 104 en lugar de la 102. Cuando crucé el famoso puente, la misma barca (o una idéntica) que lleva hasta el hotel nos esperaba justo allí. Me detuve exactamente en el punto donde, once años antes, supe de la muerte de mi padre. Le dediqué un recuerdo. Dejé la maleta en la habitación y volví a salir en la barca, para regresar al puente, cruzarlo en sentido contrario e ir a visitar, con una década larga de retraso, el bosque de bambú.
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Kyoto, 14–17 de abril de 2025
¡Demasiada gente! Una exageración. Pilas y pilas de humanos visitando templos, el castillo, el bosque de bambú, las calles estrechas y mágicas donde se rodó Memorias de una geisha, el mercado de Nishiki…
No creo que vuelva nunca más a Kyoto. Seguramente, aunque el volumen de visitantes fuera el de 2014 —nada que ver con las riadas actuales—, tampoco volvería. No se va tres veces a una ciudad situada a 14.000 km de casa solo por visitarla. Y si esa hubiera sido mi intención, la habría descartado por completo. Si tenéis que ir, id pronto, ¡antes de que parezca Venecia o la Sagrada Familia!
Me quedo con el recuerdo, una vez más maravilloso, del paseo por el Camino de la Filosofía; con la subida hasta lo más alto del templo Fushimi Inari Taisha; con la cena en el barrio de Gion y, por supuesto, con la visita al bosque de bambú, que sirvió para cerrar algo que había quedado abierto… y que os dejo imaginar como queráis. Porque yo tampoco sabría explicarlo.
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Takayama. Agosto 2014 / Abril 2025
Si la memoria no me falla, nada me ha parecido muy diferente en Takayama, diez años después. Probablemente —como en Kyoto— hay más turistas. Pero me quedo con la estructura antigua de las casas de pueblo de los Alpes japoneses, a pesar de que, en la mayoría de los bajos, hayan abierto tiendas bastante turísticas y restaurantes, uno junto al otro. También hay templos y antiguas casas de familias nobles, pero…
Lo que realmente tenía ganas de revivir en Takayama era la estancia en el ryokan Hidatei Hanaougi.
Me encantan los suelos de tatami y la agradable sensación de caminar descalzo sobre ellos. Si le sumo los comedores privados y los onsen (baños termales), me faltan palabras para intentar transmitiros la placidez y la autenticidad que me provoca este lugar. Me pasaría horas y días a gusto: escribiendo, leyendo, contemplando, meditando. Ahora dentro del onsen, ahora fuera… Ahora durmiendo sobre el colchón en el tatami, envuelto en el edredón nórdico. Sin prisas. En paz.
No sé si volveré alguna vez a Takayama. Lo que sí sé es que siempre estaré dispuesto a disfrutar de una estancia en el Hidatei Hanaougi.
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Epílogo en Osaka. 22 y 23 de abril de 2025
Unas horas libres antes de tomar el vuelo de regreso nos permitieron intuir que Osaka es una ciudad llena de comercios y restaurantes. Y la sensación es la de una desinhibición —relativa, pero perceptible— que no habíamos encontrado en otras ciudades japonesas visitadas, con la excepción de la isla de Miyakojima.
Como buenos turistas, visita al castillo (¡impresionante!), paseo por las galerías Ebisubashi hasta el río, y recorrido por los puentes sobre Dotombori. Carteles luminosos impactantes (similares y a la vez diferentes a los de Shibuya), con el famoso Glicoman presidiendo la fachada de neones. Su fama se justifica por la historia que lo acompaña y los años que lleva allí. Si no fuera por eso, podría pasar por uno más entre los muchos que llenan la zona.
Fue bonito descubrir una floristería llamada Saint Jordi Flowers. The Decorator, cerca del castillo, no muy lejos de la estación Ōsakajōkōen, de la línea circular roja O. Allí entramos. Nadie hablaba una palabra de
inglés. Con una app de traducción al japonés, preguntamos por qué se llamaba San Jordi. Riendo a su manera —un poco “alelados”, sin ton ni son en nuestro código— nos dijeron que no tenían ni idea. Se mostraron curiosos al saber que era el día de San Jordi, y al explicarles la tradición, nos prepararon una rosa preciosa, presentada con una delicadeza exquisita. Qué maravilla, celebrar nuestro particular San Jordi en Japón.
El viaje llega a su fin, y doy gracias por la suerte que he tenido a lo largo de mi vida de poder viajar tanto. Viajar es una actividad fascinante, enriquecedora, placentera. Aporta experiencia, conocimiento… Pero de pronto me encuentro pensando que todo esto solo es cierto si antes se ha hecho el viaje que todos deberíamos hacer hacia nuestro interior. En este caso, viajar por el mundo sigue siendo interesante, pero se vuelve prescindible. No es fuente de felicidad auténtica. Puede complementarla, sí —pero no sustituirla.
Si no se han hecho los deberes, deambular por el planeta puede acabar siendo solo una práctica consumista más en este mundo loco, como ya decía en Crónicas japonesas (I). Algunos hablan de irse para “desconectar”. Pero, ¿desconectar de qué, exactamente? ¿De algo tan desagradable que nos empuja a huir? ¿Y para qué? ¿Desconectar unos días para luego reconectar con la enfermedad mental colectiva y vivir sumidos en ella al volver a casa?
Cuando se vive desde el centro personal, no hace falta viajar. Tampoco importa dónde vivas. El bienestar verdadero no depende del entorno. Conócete a ti mismo y viaja donde quieras, o no viajes y vive donde sea. Estarás bien. Por el contrario, si no estás bien, la inquietud de fondo te acompañará a todas partes, sea donde sea que vayas.
¿Qué sentido tiene todo esto…?
“No llores más. Entierra la tristeza, esa opresión que sientes en el pecho. Cierra los ojos. Mira la puesta de sol al fondo del Pacífico. Escucha el silencio celestial de ese jardín zen en Tokyo. Recuerda la grandeza del templo Higashi Hongan-ji, en Kyoto, con aquellas personas recogidas en meditación: ‘Gracias a la vida, que me ha dado tanto…’ Y cuando los malos presagios te traicionen, pasea de nuevo por el mágico Camino de la Filosofía. ¿Recuerdas a aquel chico que tocaba delicadamente el tank drum? ¿El sonido melódico y meditativo de las lengüetas de metal superpuestas? ¿Puedes imaginar una plenitud más grande? ¿Hace falta algo más para encender la llama del viaje interior?”
El viaje a Japón de 2014 terminó con una muerte: la de mi padre. Pero él creía firmemente en la Vida Eterna.
Este viaje, en cambio, parece querer recordarnos que, por muy lejos que te vayas, si tienes pendiente el viaje interior, las lágrimas nublan la mirada, y la belleza está ahí, pero la ves borrosa.
La buena noticia, sin embargo, es que, a pesar de todo, está ahí. Y nunca es tarde para conectar con uno mismo…
Gràcies per compartir la teva experiència i sensibilitat. おはようございます
おはようございます, Pedro!
Gràcies pel teu amable comentari.
Josep M., benvolgut
Ets millor que un llibre viu. El coneixement i la sensibilitat en els teus texos germinen.
Moltes gràcies!
Sílvia Cóppulo
Moltes gràcies a tu, Sílvia. Compartim sensibilitat i moltes coses més. Entre elles procurar no oblidar el que és important a la vida. El teu “Divan” hi ajuda un munt! Abraçada