¿Dónde dices que vives? ¿En el Pere… qué?

DEGRADACIÓN TURÍSTICA DEL ENSANCHE BARCELONÉS

A menudo, cuando explico que vivo en El Perelló, muchos de mis interlocutores me preguntan: “¿Pere qué?” “¿Por qué El Perelló, las Terres de l’Ebre, el sur?” Algunos ni siquiera saben situarlo en el mapa.
“¿Lo conocías?” “¿Tienes raíces allí?”, me preguntan. Les parece extraño. Y entonces les cuento una historia que seguramente ya he dejado escrita en uno o varios posts del blog.

Resumiré el origen así: no me sentía a gusto viviendo en un parque temático pensado para turistas, en un lugar donde la vida va a muchas revoluciones y vuelve loca a demasiada gente. Anhelaba un espacio con solo dos condiciones, que parecían mutuamente excluyentes: máxima tranquilidad, poca gente y poco ruido; y, a la vez, proximidad al mar.

“Mirad —les digo—, poneos sobre la arena de la playa, frente al mar, y retroceded hasta encontrar un lugar suficientemente tranquilo”. Esto, en Cataluña, solo se encuentra —y con dificultad— en los dos extremos del país: hacia el norte en el Alt Empordà, y hacia el sur en el Baix Ebre y el Montsià.

En el verano de 2017 pasé quince días en una casa rural en Garriguella (Alt Empordà), justo cuando se produjeron los terribles atentados del 17 de agosto en Barcelona y Cambrils. Y quince días más, también en un alojamiento rural, en El Perelló. Curiosamente, estos dos pueblos comparten pódium en la producción de miel en Cataluña.

En el Alt Empordà, encontré una casa bonita, a unos tres kilómetros al oeste de Colera. Un lugar tranquilo y con una vista preciosa al mar. Aun así, decidí irme a vivir a El Perelló por una razón simple: el buen tiempo dura más meses y el viento es igual de fuerte. Tramontana en el norte, Mestral en el sur —”vent de d’alt”, como bien me corrigió el amigo Joan Carles Monllau—. Tras siete inviernos, doy fe de que, además de enfriar el ambiente más de lo que imaginaba, algunos días hay que salir de casa con la mochila “cargada de piedras” para no salir volando. Por no hablar de la emborgada, fenómeno muy local del que ya habrá ocasión de hablar.

No conocía aquellas tierras —más allá de haber ido a comer algún arroz a casa del amigo Feliu Socarrats en las Salinas de la Trinidad, o de algunas visitas a mi hermana en Riumar— ni a su gente, y sin mucha más información, compré una casa. Fui atrevido, pero me siento muy satisfecho con la decisión tomada. Hoy en día estoy empadronado en El Perelló y, ¡no!, no me hago ilusiones. Sé que para ellos siempre seré el de Barcelona. Pero yo me siento de aquí.

Mi hogar

Encontré la casa el segundo día de estancia en El Perelló, después de mirar tres o cuatro opciones por internet. Quedé con Michel, un belga —ahora vecino mío—, propietario de la inmobiliaria que tenía la casa en cartera. Un personaje bien conocido en L’Ampolla y en El Perelló (sin comentarios).

La casa, que ahora se llama “El Delta”, era en aquel momento una construcción abandonada, abandonada de verdad, propiedad de unos suizos tacaños, miserables y tramposos. ¿Os imagináis a un suizo capaz de confabularse con un electricista local para obtener, fraudulentamente, más potencia eléctrica de la contratada, sin pagarla, por supuesto? Pues esos eran los propietarios de lo que ahora es mi hogar. En Suiza no todo es tan limpio y perfecto como hacen creer a todo el mundo, y aquellos helvéticos que anduvieron por aquí, creo que durante doce años —sin aprender una pizca de catalán ni siquiera de castellano— lo dejaron bien claro.

Cuando, tras firmar ante notario, fuimos a ENDESA a regularizar la situación, quedaron ridículamente desenmascarados. Un matrimonio francófono, comandado por la mujer —malcarada y prepotente— y un marido calzonazos —ya podéis llamarme machista, que me da igual—, atemorizado, casi desaparecido detrás de aquella altiva y estúpida figura femenina.

Llevaban años sin invertir ni un euro en nada: ni en el jardín, ni en la piscina, ni en las cañerías, ni en la instalación eléctrica. Cuando todo empezó a irse al traste, pusieron la casa a la venta a un precio abusivo, dado el estado en que se encontraba. ¡Había riesgo real de accidente eléctrico y durante un año entero, cada dos por tres reventaba alguna tubería de agua dentro de la casa o en el jardín!

A pesar de todo lo que os acabo de decir, cuando entré en el jardín, me dirigí hacia el porche y vi las vistas, lo tuve claro. Sin ni siquiera mirar la casa, supe que aquel lugar sería mi hogar. Contra quienes creen que lo calculo, lo planifico y lo preveo todo, he de decir que decidí comprar una casa sin ni si quiera mirarla, en una tierra desconocida, porque está situada en un lugar tranquilo y cerca del mar, y la vista es preciosa.

Cabe decir que los propietarios, tras un tiempo de intentar venderla, fueron bajando el precio y que mi primera estimación de que rehabilitarla y transformarla —tras obras, reparaciones y una reforma integral— en mi hogar me costaría algo más del doble de lo que acabaron aceptando, no se alejó mucho del coste final ni del presupuesto del que yo disponía.

Afuera de casa, hice colocar una placa de hierro con el nombre “El Delta”, trabajada por Josep Maria Cardona y su hijo Josep, dos artesanos de una saga de herreros del Perelló, de los que ya no quedan. ¡Músicos y melómanos, además! Están en la Calle Mayor del Perelló, en el número 24, en Ca l’Agustí. Bajo

EL DELTA

el rótulo “Ferreria Cardona”, puede leerse “artesanos del hierro desde 1898”.

El nombre tiene su razón de ser, porque cansado de intentar explicar a los barceloneses dónde vivía cuando me preguntaban, y de que no situaran en absoluto el lugar donde vivo, decidí abreviar y decir: “Vivo en el Delta”. Alguno aún preguntaba “¿pero en qué parte del Delta?”. Pero la mayoría no, porque no lo conocen. Por eso la casa se llama “El Delta”. Y no está en el Delta. Está frente al Delta, en una colina al pie de la cual pasa el antiguo camino de El Perelló a Tortosa, que permite divisar toda la Punta del Fangar y gran parte de la mitad norte del Delta, la que está en el Baix Ebre, hasta la desembocadura del río y un buen tramo de mar y costa desde L’Ampolla hasta bien pasado el litoral del Perelló, casi llegando a ver L’Ametlla de Mar.

Del desconcierto al arraigo. El Perelló, ocho años después

EL MOS DE TROS

Cuando llegué a El Perelló en 2017, lo hice con la mirada propia de un forastero y un poco desconcertada, propia de quien se encuentra en un lugar inesperado. No esperaba nada en concreto. No sabía nada del lugar. Recuerdo perfectamente un día que fui a cenar a un restaurante sencillo, que se llamaba Mos de Tros y que ya no existe. Dos mesas ocupadas por —lo que yo consideré— turistas alemanes e ingleses… y yo me preguntaba qué hacían turistas en un pueblo como este. Un pueblo alejado de todo: de las grandes rutas, del bullicio turístico, incluso del mar —la playa está a seis o siete kilómetros del núcleo—, y eso ya lo hace extraño a los circuitos habituales.

La primera impresión fue desoladora. Casas cerradas, silencio en las calles, una estética sin encanto aparente. Un pueblo de interior, sin pretensiones. Más que un destino, parecía un lugar de paso o de huida. Pero a veces la vida empieza precisamente donde no esperabas nada. Y yo no esperaba más que vivir en una casa tranquila, lejos de cualquier ser humano y cerca del mar, con buena vista al mar.

Han pasado ocho años. Ahora me considero uno más, aunque sé que no me ven así. Empadronado, con la casa rehabilitada, e intentando ser parte del tejido humano que hace latir este lugar. Y aquella primera impresión ha quedado muy atrás. Porque El Perelló no es lo que parece a primera vista. No es ninguna postal, pero es real. Y está vivo.

Lo que antes veía como una especie de desierto humano, ahora lo conozco como un pueblo lleno de asociaciones, actividades, redes vecinales y comunidades que funcionan con una naturalidad y una calidez poco habituales. Tejido asociativo de primera. No es ruidoso, pero es activo. No es espectacular, pero es profundo.

Además de los perellonenses de siempre, conviven grupos de jubilados europeos —ingleses, neerlandeses, belgas. Aquellos “turistas” que vi al llegar, ¡eran residentes!— que no solo pasan el tiempo: participan, organizan, crean vínculos. Hacen pueblo.

¿Y qué queréis que os diga? Donde vivo no pasa el cartero. ¿Sabéis cuánto valoro que Cesca, la “cartera”, cuando le llega una carta para mí, me envíe un WhatsApp para que vaya a recogerla? O Anna, la peluquera, con quien —mientras me corta el pelo o me afeita— compartimos charlas sobre cosas cotidianas y sobre la vida sencilla. El buen trato de Josep, de la antigua frutería Llaó —ya jubilado—, de Emilia de la carnicería

CESCA

Martí, de Vicenç de la pescadería, de Maite, de la tristemente desaparecida panadería Ferré. Pere, de Duna, Rosa de Talleres David, Gerard de los áridos, la alcaldesa Cinta y el alcalde Sam, el descubrimiento de Tomàs Also, de David y de Eli… ¡Un mundo abarcable, sencillo y humano!

Y eso es lo que me ha enamorado: el contraste entre la discreción exterior y la riqueza interior. La capacidad de este lugar para acogerte sin hacer ruido, para dejarte espacio, pero también para darte sitio cuando quieres estar.

Ocho años después, puedo decir que amo este pueblo. Que lo siento mío. Y que me ha enseñado una lección nada banal: que el arraigo no depende del lugar, sino del tiempo que te quedas, de la gente con quien lo compartes, y de la capacidad de abrir los ojos más allá de la primera impresión. ¡Y de la voluntad de integrarte!


Del abandono a la adaptación

Los primeros días en El Perelló, lo que me rodeaba eran ruinas y un silencio denso, casi opresivo. La primera noche que dormí en casa, el Mestral soplaba salvajemente y toda una serie de ruidos desconocidos —árboles, ramas, objetos impulsados por el viento— sustituyeron el silencio sepulcral de aquel lugar. Las paredes de aquella casa —que parecían gritar sin voz una urgencia que solo yo podía escuchar— me acogían con una calidez amarga y extraña. Sabía que no solo reconstruía un hogar; empezaba a levantar algo más profundo, frágil y con más sentido. Pero el camino no fue sencillo. Los antiguos propietarios, aquellos suizos que me habían vendido lo que podía tener apariencia de sueño, no habían dejado más que restos de una vida que se había detenido y de un respeto que nunca existió.

Desde el principio, el pueblo me pareció atrapado en el tiempo. La vida fluía sin prisas y, mi percepción —seguramente idealizada— era que los vecinos vivían casi ajenos a un mundo que ya no les llamaba la atención. Me parecía intuir una queja bien justificada: “Tarragona está lejos, Barcelona más y Madrid, mucho más. Y nos tienen abandonados de la mano de Dios”. Pero en su fuero interno parecían decir: “que no vengan a enredarnos, porque tampoco nos arreglarán nada y nosotros somos como somos y ya estamos bien”. Se respiraba calma. No podía discernir qué parte era apariencia y cuál real. Todos llevamos nuestra propia desconexión escondida, una herida oculta que a veces ni queremos ver.

Los primeros meses fueron un choque constante, no solo con la casa y el pueblo, sino conmigo mismo y con las expectativas que me había hecho. Reconstruir no era solo poner piedras y cemento, era aprender a escuchar y aceptar ese espacio, dejar que la indiferencia de algunos se convirtiera en una posibilidad de pertenencia para mí. Lentamente, con cada baldosa colocada y cada amanecer cubierto de polvo, aquello que había parecido un depósito de abandono se fue transformando en un hogar, quizá imperfecto, pero lleno de vida.


Reconquista

EL COLL DE LES FORQUES

Tuve que enfrentarme a fantasmas que no eran solo alucinaciones poéticas. Eran presencias oscuras y silenciosas que habitaban los rincones de la casa, dejando un aire viciado de desidia y abandono. Los suizos habían dejado una huella de dejadez y desprecio —una sombra que lo impregnaba todo, desde los cables eléctricos hasta el aire que se respiraba. Su energía era una capa gruesa de desecho moral, un desorden camuflado bajo una apariencia neutra y distante.

Tuve que limpiar mucho más que polvo y sacar escombros. Tuve que eliminar resentimientos, falsedades y la sensación de que todo estaba hecho a medias, mal hecho —la marca de quien solo quiere dejar pasar el tiempo sin compromiso. Pero, con el tiempo, la paciencia y el esfuerzo, aquel lugar empezó a brillar de otra manera. Tal vez era la casa que me aceptaba, o yo que había aprendido a auscultarla. Ahora, con orgullo, puedo decir que esta casa es mía. Y este pueblo misterioso, también. No por romanticismo, sino por una convicción que nace del respeto y de la entrega mutua.

Un respeto y una identificación que también se fundamentan en la memoria. Porque este pueblo, como toda Cataluña, sufrió la barbarie de los castellanos, comandados por el Marqués de los Vélez —un perro rabioso, vasallo de Felipe IV, un Austria tan ferozmente anticatalán como los Borbones— que quemó el pueblo el 7 y 8 de diciembre de 1640. Trece perellonenses fueron colgados en el Coll de les Forques, lugar por el que paso cada día cuando voy de casa al pueblo. Era la Guerra de los Segadores, una revuelta contra los abusos de la monarquía hispánica. Más tarde vendría otra guerra, la de Sucesión, contra Felipe V de Borbón. Dos guerras distintas, pero profundamente relacionadas: en ambas, Cataluña defendió sus

LA GUERRA DE LOS SEGADORS EN EL PERELLÓ

instituciones, su libertad y su dignidad como pueblo.

Todos los Borbones han sido —y son— anticatalanes. Y cada vez que paso por el Coll de les Forques, siento que no solo camino sobre una historia compartida, sino que reafirmo, íntimamente, que este pueblo es el mío: el de los catalanes. Aún no hemos podido reconquistar nuestro país. Pero persistimos. Y eso también es una forma de reconquista.


Exorcismo

No fue solo físico, fue un exorcismo espiritual. Aparte de los muros y las ruinas, tuve que expulsar el alma podrida que habían dejado aquellos dos suizos, una especie de residuo moral que contaminaba el ambiente y hacía difícil respirar. Envenenaron aquel espacio con su indiferencia y egoísmo, sin saber ni querer comprender lo que realmente supone una casa, un territorio, un país.

Pero la casa ya no es suya. Ahora es mía porque me he dejado la piel en ella, porque he puesto cariño y dignidad. Lo que antes era dejadez, ahora es un espacio que late, una pequeña joya con carácter, no de lujo sino de verdad, ganada a golpe de martillo y silencios, a momentos de frustración y a mucho amor silencioso.


Arraigo

PLATGES DEL PERELLÓ. CALA LA BUENA

La casa ha cambiado, y yo también. Me he ido integrando en un pueblo y en un territorio que, de forma imperceptible pero firme, ya siento como propios. No necesito que me digan si soy “de aquí” o no, porque lo que importa es la convicción de que he echado raíces y que aquí estoy. Aquí, donde el viento sopla sin pedir permiso, donde la tierra es seca pero viva, donde la luz tiene un valor especial y donde cada persona que he conocido forma parte de un mosaico que amo y que me hace sentir en casa.

No pretendo ocupar un lugar, sino formar parte de algo más grande, un hilo más de esta tierra que me ha aceptado y que yo quiero cuidar con respeto y entrega

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