Estimado lector: prefacio de lectura obligatoria. El Perelló, 1 de mayo de 2025
Hay encuentros que dejan huella, momentos con la capacidad de esculpir surcos en el alma y hacer más profundos los del cerebro, o incluso de crear nuevos. Este tipo de valoraciones, sin embargo, siempre tiene un grado variable de subjetividad. A los que nos gusta escribir, estos encuentros nos proporcionan un material que, si no hacemos algo con él, la primera ráfaga de viento se lo lleva al terreno del olvido eterno.
El querido amigo Xavier Ranera y Silvia Barberan, anteayer, nos invitaron, a Romina y a mí, a cenar en su casa, junto a los queridos amigos Joan Oliveras y Anna Borrell, y Josep Maria Coronas y Conchita Soucheiron. El hecho de dejar constancia de esta cena de amigos en este blog ya le da sentido a su existencia. Lo digo porque Anna Borrell me preguntó, a raíz de un comentario mío afirmando que no pretendo tener lectores y explicando por qué quiero conservar mis escritos en este formato, por qué hacía públicos mis posts.
Refiriéndome a la cena, les dije lo siguiente a mis amigos:
“(…) Al final, lo que quiero decir es que todos vosotros, directa o indirectamente, formáis parte de los mejores recuerdos de mi vida. ¡Y eso es de agradecer! (…)”
Otro comensal amigo dijo:
“(…) ¡Viva el templo de la amistad, y el coraje de hablar de sentimientos! (…)”
Un tercero:
“(…) Perdón, pero aún no me he despertado del sueño de poder compartir con vosotros momentos de íntima amistad (…)”
Y tampoco faltó la dosis de humor cómplice que, lejos de relativizar la trascendencia del momento, la enalteció:
“(…) ¡Creo que estamos muy sentimentales! ¡Y no somos tan viejos! ¡Al loro! ¡Abrazo a todos!”
Si seguís leyendo estas Crónicas japonesas, tal vez os extrañéis de que haya querido dejar constancia del valor de este encuentro de amigos. Ciertamente, el estilo de vida que he elegido, con poca interacción social, puede provocar este espejismo. Pero pienso que dejo clara la importancia de elegir “a quién ver y cuándo verlo”, evitando las relaciones vacías.
Anna Borrell, como tantas otras personas, se quejaba sobre la longitud —excesiva— de mis escritos y sobre lo que ella llama “demasiada mezcla de temas”. Sobre la longitud: Anna, amigos, no os hagáis ilusiones. Por ahora, los escritos seguirán siendo, aproximadamente, de seis páginas.
Sobre la mezcla: bueno, si leéis dietarios, veréis que, en la mayoría de ellos —como he hecho en estas Crónicas japonesas—, los relatos están separados por fechas, numerados o bien por espacios amplios con o sin rayas. Señales que indican que cada uno de los fragmentos tiene vida propia. O sí, pero no. Es decir, a medida que se leen, tienen sentido por sí mismos, pero al final puede aparecer un sentido global (no es obligatorio). Todo esto para decir que no es necesario leer las seis, siete o las páginas que sean seguidas.
Estas Crónicas japonesas, con esta introducción inesperada, suman catorce páginas. Bueno, ¡leedlas a trozos! (¡Solo me falta añadir: coño!).
De todas maneras, las partiré en dos: CRÓNICAS JAPONESAS. DOS VIAJES EN UNA DÉCADA (I) y CRÓNICAS JAPONESAS. DOS VIAJES EN UNA DÉCADA (II).
¿Cambiará gran cosa? En absoluto. Pero mira, ¡lo haré así!
Vuelo Barcelona–Hong Kong, 7 de abril de 2025
Una de las primeras cosas de las que hablamos con Romina cuando la conocí fue de su ilusión por visitar Japón en el año de su quincuagésimo aniversario. Tuve claro que iríamos. Recuerdo perfectamente esa sensación: la de que nunca te cansas de visitar Japón.
El hecho de que mi padre hubiera muerto mientras yo estaba allí, lejos de provocarme inquietud, me animó a proponerme regresar. Quería ir al lugar donde viví telefónicamente su muerte y hacer la visita al bosque de bambú que tuve que cancelar para regresar a Barcelona. No sé si, sin el deseo de Romina, habría repetido el viaje. No lo sé.
En cualquier caso, me hice mía su ilusión. Recordé cuando me compartió otro deseo —en ese momento ella no sabía que yo vivía en las Terres de l’Ebre—: jubilarse en algún lugar de la costa cerca de l’Ametlla de Mar o las playas del Perelló.
Bueno, en el Perelló vivimos, y a Japón llegaremos, si Dios quiere, en unas pocas horas más.
Aeropuerto Kansai. Osaka: Regreso a la escritura y huida del manicomio global. 18 de abril de 2025
Esperando para tomar el vuelo NH 1749 de la compañía ANA (All Nippon Airways) hacia la isla de Miyakojima, en el archipiélago de Okinawa, una de las llamadas zonas azules del planeta, donde abundan los centenarios. La última vez que estuve en este aeropuerto fue el 29 de agosto de 2014. Ese día, la muerte de mi padre precipitó un regreso inesperado a Barcelona. Estaba en Kyoto, ciudad que comparte este aeropuerto internacional con Osaka y Kobe.
Hace un par de días recibí un WhatsApp de un amigo que me decía: “Josep Maria, hace tiempo que no sé nada de ti, ¡ni escribes nada en tu blog!”
Ambas cosas son ciertas.
La forma de vida predominante, especialmente en las grandes ciudades, me resulta completamente inhumana, y no la considero en absoluto saludable. Desde este punto de vista, prefiero vivir en el Delta, porque me permite mirar desde lejos esa forma de vida que asocio a un trastorno mental colectivo y grave, y hacer incursiones selectivas al “manicomio” de vez en cuando. Elijo cuidadosamente a quién quiero ver y cuándo, o a quién y cuándo recibo en casa. Hace tiempo que no hago ningún esfuerzo por relacionarme con personas que me cuentan cosas que no me aportan nada, o peor, que cuando hablan, su pérdida manifiesta de cordura me expulsa de la “normalidad”. De su normalidad, del trastorno mental grave que padecen sin saberlo, o sabiéndolo e ignorándolo deliberadamente. Normalmente personas que se presentan y comportan según lo que hacen, no por lo que en realidad son, por sus trayectorias profesionales más o menos brillantes, por un yo construido artificialmente. Les interesa la actualidad, se toman en serio actividades decrépitas como la política y el periodismo, practican la crítica destructiva desde la prepotencia curricular, práctica que a menudo, simplemente oculta su pobreza en términos de desarrollo personal. Nos quieren hacer creer que porque publican sus necedades en periódicos, lo que dicen adquiere valor. Al mismo tiempo, al hacerlo, contribuyen a sostener unos medios perjudiciales para cualquier persona que se precie de serlo.
Sigo formando parte de algunos de esos grupos que se reúnen de vez en cuando para celebrar tertulias comiendo, cenando… En algún caso, grupos de buenos amigos, con plena conciencia de la realidad y actitudes honestas y positivas. Estos amigos me aportan mucho. Aparte de eso, sin embargo, sigo, por inercia, formando parte de algún grupo de esos en los que hay demasiada gente —afortunadamente no todos los integrantes— “encantada de haberse conocido”. Personajes fatuos que se dedican a pontificar, a aleccionar, que pretenden sentar cátedra. Seres condescendientes desde su engreimiento que sientan cátedra desde atalayas que me hacen pensar más en el avión del Tibidabo que en plataformas propias de quien tiene una saludable altura de miras. Personajes que se felicitan mutuamente por sus “grandes aportaciones intelectuales”, pero que no siempre han tenido ninguna gran responsabilidad ejecutiva o práctica. Por decir algo, personas que no saben lo que es hacer un ERE o contratar una póliza de crédito. Que no han experimentado lo que supone no poder pagar a final de mes, ni han tenido que enfrentarse a una huelga. Eso sí, explican perfectamente, metodológica y normativamente, cómo hay que hacer lo que nunca han hecho. Adulan a cualquiera que ostente el poder. Son fervorosos defensores del establishment empeñados en crear un mundo elitista reservado a minorías tóxicas, a la vez que reducir a la mínima expresión las clases medias y dominar al grueso de la sociedad que lucha por sobrevivir con cierta dignidad. Para mí, “personajillos” que hacen el ridículo de forma patética. Contenedores de egos que no les caben en la piel. Sí… todavía aguanto a alguno de estos personajes, muy de vez en cuando. Tendré que reconsiderarlo.
Por tanto, querido amigo que me enviaste el WhatsApp, sí, tienes toda la razón, hace tiempo que ni tú ni la mayoría sabéis gran cosa de mí. Créeme que no tiene ninguna importancia. Las razones son las que acabo de exponerte. En cuanto a no escribir, también tienes razón. Y eso me preocupa más.
Leía no hace mucho a Josep Maria Espinàs, que distinguía entre teorías y doctrinas. Teorizar es libre. Plantear hipótesis, hacerse preguntas. La doctrina, en cambio, pretende ser verdad. Y ahí es donde me siento incómodo.
Mis últimos intentos de escribir acababan girando, irremediablemente, en torno a esa incomodidad: el adoctrinamiento democrático.
Me explico. Trump, Orbán, Meloni, Milei… han sido elegidos democráticamente. Pero eso ha enfadado a muchos que se proclaman “demócratas de toda la vida”. Entre ellos, los guardianes del régimen del 78, que aún hoy se vende como un modelo a preservar. Lo hacen desde el dogma, como si poseyeran la verdad absoluta. Mi teoría —y no es más que eso, una teoría— es que no aceptan los resultados que desmontan el sistema que les ha favorecido. Y ante la obsolescencia de esta democracia, se niegan a ver la realidad y reaccionan con agresividad (de momento verbal) contra quienes se atreven a cuestionarla. No quieren perder los privilegios. El pueblo, el demos que dicen defender, en realidad les importa un bledo.
Y cada vez que intentaba escribir, me encontraba atascado en este tema. Pero hoy, desde el aeropuerto de Kansai, cambio de tercio. Vuelvo a la escritura que nace del alma y que quiere conectar con lo mejor del ser humano. Sí, lo mejor. No con la mediocridad, ni con el orgullo rechoncho, ni con la estupidez disfrazada de talento.
Cuando me enteré de la muerte de Mario Vargas Llosa, días después de que ocurriera, me sentí francamente bien. De acuerdo con mi sistema de prioridades, enterarme tarde de que este escritor —que considero literariamente brillante pero humanamente lamentable— ha muerto, no me generó ninguna urgencia. Seguiré disfrutando de su obra, pero celebro con deleite no tener que soportar más sus ocurrencias. Como decía Sandra Barneda de forma políticamente correcta: “Su posible soberbia o elitismo están condenados al olvido. Porque lo que perdura es la obra.”
Pues eso, Vargas Llosa. Que quede tu literatura. Y que el tiempo borre el resto de tu paso por este mundo.
Vuelo Barcelona–Hong Kong. 8 de abril de 2025
Estamos sobrevolando el desierto de Taklamakan en dirección a Hong Kong. Si todo va bien, en poco más de tres horas aterrizaremos. El destino final de hoy es el aeropuerto de Narita en Tokio, donde no he estado desde hace casi once años. Definitivamente, Japón, como destino de viaje, nunca cansa. Para vivir allí… no lo sé. Siento que no me gustaría. Tampoco estoy nada seguro de que ellos estuvieran encantados. Japón recibe pocos inmigrantes, la integración es difícil y ellos, más allá de la extrema cortesía y las apariencias, se caracterizan por un cierto “racismo a la japonesa”.
En 2014 visité Tokio, Kanazawa, Takayama, Kioto… Aquel viaje me sirvió para confirmar la idea —reconozco que superficial y estereotipada— que tengo de esa sociedad. No la conozco. A pesar de haber estado allí, no puedo hacerme una idea clara de cómo son realmente esas personas y cómo funciona su mundo. No hablé prácticamente con nadie. Tampoco es fácil. Son muy reservados, y con el inglés puedes funcionar, pero solo hasta cierto punto… No me resultó nada fácil.
Por otra parte, nunca he profundizado mucho ni en su historia, ni en su cultura, ni en su arte, ni en su política, ni en casi nada de ese país desconocido.
Ahora vuelvo y no me he documentado especialmente. Me interesa caminar, ver, sentir, observar… y dejar que mi cabeza vaya produciendo ideas. Es una experiencia sensorial que me permite hacer suposiciones. En ningún caso establecer doctrinas. Simplemente, construyo “mi” Japón, y me complace ofrecéroslo.
Japón 2014
Conservo un buen recuerdo de la estética japonesa, del orden y la limpieza que caracterizan a la sociedad, así como de la educación y el carácter silencioso y —al menos aparentemente— pacífico que transmite su gente. Dicen que en la intimidad todo es muy diferente. Puede ser… Nunca he llegado a intimar con ningún japonés ni con ningún grupo de japoneses. Lo que sí es cierto es que respetan más que nosotros a los mayores y la sabiduría que conlleva la edad.
Junto con Perú, Japón es uno de los lugares donde mejor he comido. Ninguna ciudad en el mundo tiene más estrellas Michelin que Tokio.
Tengo recuerdos fotográficos: el viejo mercado de pescado de Tsukiji, donde, después de ver la subasta de pescado, desayuné —a las 7 u 8 de la mañana— toda clase de pescado crudo con cerveza, sentado en una pequeña barra de un diminuto restaurante. El parque de Ueno reforzó mi impresión de que, aunque Tokyo (diría que) es menos visitada que Nueva York, mucha gente no se imagina que, como gran metrópolis, tal vez la supera. Seguramente, tan poco riguroso es comparar Ueno con Central Park como comparar los rascacielos de ambas ciudades, o Ginza con la Quinta Avenida… Pero,
de alguna forma, esas asociaciones de ideas surgen espontáneamente.
Recuerdo a los otaku de Akihabara, las macrotiendas de electrónica, las grandes salas recreativas y el anime. Nunca me ha atraído especialmente el manga, pero es curioso. Y las Lolitas, un fenómeno difícil de encajar…
Shibuya, con los jóvenes comprando ropa —para nada barata— y las tiendas punk que se concentran en Harajuku. Las cenas en minúsculos bares de Shinjuku, rodeados de un mar de neones. Recuerdo mirar, escuchar, no acabar de comprender… y no importarme.
Ryokans con onsen en Takayama. Templos y más templos, especialmente en Kyoto. Higashiyama y el Camino de la Filosofía… Aunque no pude ver el bosque de bambú.
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Tokyo. 8–12 de abril de 2025
Los trenes siguen siendo puntuales, aunque algo menos. La ciudad está llena de grúas. Siguen construyendo rascacielos. Más de 14 millones de habitantes. Después de once años, la sensación es que la decadencia de la humanidad, aquí también, es evidente.
La vista desde la “Torre Eiffel japonesa” y la Tokyo Skytree relativiza la grandeza del skyline de Manhattan. Sigue siendo difícil vivir aquí sin dominar el japonés. No han puesto papeleras, y las calles siguen igual de limpias. Los trenes, también. Y los baños públicos, igual de impecables.
Me gustaba más el viejo mercado de pescado de Tsukiji que el nuevo de Toyosu. Sin embargo, recomiendo mucho hacer el trayecto completo de la línea Yurikamome (trenes sin conductor), desde Shinbashi hasta los muelles artificiales construidos sobre el mar, en Toyosu. Ahora, la famosa y turística subasta de pescado de Tokio se realiza allí. Aunque no tiene el encanto de Tsukiji.
En Toyosu han desarrollado una zona de restaurantes y puestos de comida a imagen y semejanza de la de Tsukiji, pero… diría que este desarrollo nació con vocación turística, mientras que Tsukiji se fue transformando desde un origen muy distinto: pensado para pescadores y trabajadores del puerto.
Desayunar sashimi con cerveza a las seis o siete de la mañana en Tsukiji sigue teniendo un sabor especial.
Cualquier guía os explicará qué tenéis que ver: los barrios de siempre, una obra de teatro kabuki —género dramático ancestral protagonizado por actores con maquillajes típicos— en el teatro Kabukiza de Ginza, o el templo budista de Senso-ji. Y vale la pena verlo y experimentar las sensaciones que provoca. Sin embargo, no encontraréis en todas las guías los pequeños jardines zen que aparecen en rincones inesperados de la ciudad. O los no tan pequeños, como Kiyosumi (un jardín paisajístico tranquilo y precioso), Koishikawa Korakuen (del período Edo), Happo-en (espectacular en estos días de floración de los cerezos) o Rikugien (también paisajístico).
Recomiendo, por ser algo interesante, explorar a fondo la estación central de Tokyo. Observar a la gente, las tiendas, la señalización, el complejo entramado de trenes y metros, los trabajadores con traje, corbata, guantes blancos y gorra de plato… ¡La mezcla humana! Hace once años, los taxistas también llevaban guantes blancos y gorra de plato. Ahora, por lo que he visto, ya no llevan gorra, y los guantes… algunos sí, otros no.
Evidentemente, respetan el silencio y no molestan forzando conversaciones. Ni que decir tiene que mantienen los coches limpios y relucientes, por dentro y por fuera, y que no apestan a sudor. Ni ponen programas de radio enervantes o músicas estridentes. Son profesionales que merecen respeto.
En Shibuya, si os gusta el cine, id al restaurante Gonpachi Shibuya. Podéis comer a cualquier hora del día en este izakaya donde se filmó la escena de lucha de Kill Bill.
Esta es la imagen de Tokyo que me apetece ofreceros desde el recuerdo de la reciente estancia. Si vais a Japón, sobre todo, comprad el Japan Rail Pass y una tarjeta SIM (al menos de datos). Perdón si he dicho una obviedad.
¡Ah! Me encantan las minivans altas, estrechas y microscópicas que fabrican casi todos los fabricantes de coches japoneses. Y os notifico solo —difícil de transmitir su trasfondo— que me interesó mucho la visión de Japón de un ciudadano ghanés que lleva unos veinte años viviendo en Tokyo.
Lamento haber ejercido de turista, porque cada día me genera más interrogantes el rol del turista. Es evidente: esta es una ciudad que, como Barcelona —más allá de las ventajas, reales o no, que muchos encuentran, especialmente en términos económicos—, debe soportar una “turistada” indecente.
Pues sí. Me sabe mal. Confieso que he sido turista en Tokyo y siento una cierta necesidad de pedir perdón.
(Continuará)
Kon’nichiwa José María!
El 23 de marzo llegué a Osaka y estuve por Japón hasta el 10 de abril.
Que casualidad, comparto totalmente tus comentarios y sentimientos respecto al pais y sus gentes.
Lo comentamos algún día!!! Espero verte pronto
Un abrazo
Konnichiwa, Álex! Cuánto tiempo! Qué ilusión. Deberíamos vernos pronto. Ya toca!