PARÍS 1874. INVENTER L’IMPRESSIONNISME

Hacía frío y contrastaba con el calor más propio del mes de junio que había hecho el día anterior. Primavera en estado puro. Me gusta la música clásica, especialmente Bach y Mahler. También la música antigua, la sacra y el gregoriano. Y, de hecho, cualquier tipo de música, excepto el reggaeton, el rap y lo que considero que son otros tipos de ruido en mayor o en menor medida estridente.

En algunas épocas de mi vida he pasado horas buscando obras de muchos autores de cualquier género. Puedo disfrutar y sentir muchas emociones escuchando a Chopin, Pavarotti, Jagger, Beatles, Jazz, Death by Chocolate, Jimmy Hendrix, Eric Clapton, The Boss, Frank Sinatra, Luis Llach, Johnny Cash, Raimon o Mark Knopfler.

Hace años que no dedico tiempo a buscar canciones, obras musicales o autores. A ponerme al día. Lo que conservo es la capacidad de emocionarme con una canción, una pieza musical u otra según el momento.

En cuanto a la pintura ―y aún más la escultura―, mi bagaje no llega ni mucho menos al de la música que, hoy en día, ya es manifiestamente escaso.

El hecho de que Romina nunca hubiera estado en el musée de Orsay, hizo que lo visitáramos. Hay una exposición temporal de impresionistas. Nos quedamos con los propios del museo, Manet, Monet, Delacroix, Renoir, Gauguin, Van Gogh… Ya he avisado. No soy un entendido en la materia. Pero contemplar las obras de estos pintores me suscita todo tipo de emociones. Del mismo modo que me las provoca ver París desde el reloj transparente de la antigua estación de ferrocarril de Orsay, convertida en museo.

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­La Galerie Dina Vierny está a quince minutos del museo de Orsay. No teníamos prisa. Con la misma calma con la que contemplamos las obras de arte de Orsay, nos disponíamos a comer primero y a ver la exposición “Maillol sensuel” en la mencionada galería, después. No tener prisa alarga la vida porque el tiempo se dilata y las posibilidades de vivir más años y mejor son más altas.

Paramos a comer a pocos metros del museo, en el primer restaurante que encontramos con buena pinta, sin más pretensiones. Mientras los camareros iban arriba y abajo, relativamente ajetreados, quien parecía ser el dueño, un hombre serio, incluso un poco antipático, hacía las funciones propias de quien tiene la sartén por el mango. Adjudicaba mesas, cobraba y daba indicaciones a los camareros. De vez en cuando, llevaba un salero o un bote de mostaza a alguna mesa.

En aquel restaurante todo pasaba deprisa y el presunto dueño se encargaba de que todo se hiciera con un ritmo rápido que permitiera una alta rotación de clientes y, de paso, ir haciendo caja. Reparto de cartas, anotación del pedido, pedido a cocina, servicio y retirada del plato antes de tener tiempo de hacer el gesto de mojar un poco de pan.

A la izquierda de nuestra mesa, una señora que iba sola pidió una copa de vino blanco que parecía dispuesta a degustar lentamente, mientras encendía una tablet. Enseguida se dio cuenta de que aquel no era el lugar idóneo para tomar tranquilamente una copa de vino mientras te recreas buscando lo que sea en Google. Cuando ya tenía todo retirado y sólo quedaba la copa de vino y la tablet sobre la mesa, en un estilo que me pareció muy francés ―no me pidáis detalles― sonrió en tono entre burlón y de protesta como queriendo decir: “Haced, haced, que de aquí no me moveré hasta que me haya bebido tranquilamente mi copa de vino”.

Como ya he manifestado muchas veces, cada día me esfuerzo más por tratar de vivir sin prisa. Para nada o casi nada. Por supuesto, tampoco tengo prisa por envejecer. Y la vida acelerada, aparte de incrementar la prevalencia de los problemas de salud mental que afectan al grueso de la población occidental, hace envejecer más deprisa y peor. Por tanto, siempre intento no ir rápido e ignorar a quienes me quieren hacer correr. Comí poco a poco, masticando lentamente y bien, indiferente a la desesperación del supuesto dueño antipático. Romina hacía rato que había terminado de comer, porque come como un pajarito. Pero ni tenía prisa, ni me pareció que se diera cuenta del estado de excitación nerviosa de “monsieur le propriétaire”.

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CON MARIE LESBATS

Del restaurante a la Galería Dina Vierny tardamos 10 o 15 minutos, caminando por la rue Université primero, y después por la calle que seguía a continuación, la rue Jacob. Conté dieciséis galerías a ambos lados de la calle, antes de llegar a Dina Vierny, en el número 36 de la calle Jacob. Hacía frío y el viento transformaba el paraguas en un trasto inservible para protegerse de los chubascos inesperados.

Fuimos porque el comisario de la exposición es mi amigo Àlex Susanna.

La Galería (planta baja y sótano), austera y al mismo tiempo con un cierto glamour, favorecía que las esculturas (algunas de tamaño natural), dibujos, pinturas, relieves y objetos de Aristide Maillol destacaran. La iluminación, relativamente tenue y cálida, contribuía a que el conjunto transmitiera paz y armonía. Y, obviamente, la sensualidad ―que no erotismo― que se desprendía de los cuerpos femeninos.

Abajo, Romina se situó a la izquierda ―y yo a la derecha― de Armonía, la última obra en la que trabajó el artista de la Catalunya Norte.

Al terminar me presenté a Marie Lesbats, la directora adjunta de la Galería. Una chica agradable, con una forma de hablar culta. Atenta y sensible, al saber que éramos amigos de Àlex mostró su respeto intelectual y personal por nuestro amigo, del que guarda ―de él y de Núria― un gran recuerdo. La conversación fue muy entrañable y nos insistió en que diéramos muchos recuerdos a Àlex y a Núria.

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En la calle cada vez hacía más frío y las gotas que caían de un cielo oscuro, no auguraban ningún buen presagio. En principio, la intención era caminar. Dudamos, pero finalmente fuimos a pie hasta el edificio Lavirotte, en la calle Rapp. Tardamos casi 45 minutos para llegar al edificio modernista.

El ceramista Bigot encargó al arquitecto Lavirotte la concepción del edificio, pensando en tener una fachada para llenar con sus cerámicas. Y así fue. A pesar de estar a cinco minutos a pie de la torre Eiffel, nunca la había visto. Valió la pena.

La vuelta a Montparnasse, ya la hicimos en taxi. Si hablo de “ducha reparadora”, os seguro que no estoy recurriendo al tópico, sino que así fue.

Estábamos congelados y yo, muy resfriado. ¡Ese rato debajo del agua caliente fue una bendición!

A las 19:30h estábamos en el restaurante Quartier Vavin, esperando a Oriol y Adriana. La única mesa disponible estaba delante de la puerta que los camareros abrían y cerraban constantemente para servir las mesas de la terraza. No me vi capaz de someterme a aquella corriente de aire constante, y cuando la joven y feliz pareja llegó, nos marchamos, prácticamente al primer lugar que encontramos y que nos cuadraba con lo que buscábamos. ¡Lo más importante era la compañía, la comodidad y la temperatura reconfortante!

Ya en la calle, nos despedimos de Adriana. Al día siguiente sí que íbamos a ver a Oriol. Pude disfrutar del PSG-Barça en el Parque de los Príncipes con mi hijo (hablaré de ello en el próximo y último post de esta serie “París primaveral”). Pero, a Adriana, ya no la íbamos a ver.

No exagero si digo que estoy acostumbrado a despedirme de Oriol y Adriana, como me acostumbré a hacerlo de mi hijo Pau y Carla, durante los seis años que vivieron en Chile.

En 2015, un domingo por la mañana de ―creo recordar― finales de agosto, Oriol y yo hicimos los 1.038 kilómetros que hay entre Barcelona y Nancy, de tirón, con los asientos traseros del coche abatidos porque transportábamos un montón de cosas que iba a necesitar Oriol en el mini apartamento de la residencia de estudiantes que estaba cerca de l’École européenne d’ingénieurs en génie des matériaux.

Llegamos al final de la tarde y después de dejar las cosas en el hotel, fuimos a cenar a la impresionante plaza Stanislas de Nancy.

Esa noche, Oriol sentía el vértigo lógico que puede experimentar un chico de 21 años que se dispone a completar su formación en Ingeniería en tres universidades europeas. Al día siguiente visitamos la escuela, dejamos las cosas en su apartamento, abrimos una cuenta bancaria e hicimos las démarches necesarias. Y al día siguiente, yo me fui, con un vacío en el corazón, con la sensación de dejar a ese hijo mío solo, en un lugar extraño para él y con el reto de completar con éxito una formación exigente.

Aquella era la primera despedida de una larga lista, que siguió en Lulea (Suecia), Colonia (Alemania) ―países en los que se formó como ingeniero― y ahora París, donde está trabajando. ¡Despedirse de Oriol y ahora también de Adriana, ya forma parte de la normalidad de la vida!

Me ha costado un poco aprender que “mis” hijos, no son “míos”. Hace tiempo que tengo del todo aceptado que son “suyos”. Tienen que hacer su vida. La hacen y los veo felices, y con eso ya tengo suficiente. Lo que nos une es fuerte e indestructible. Todos somos adultos y hacemos ―yo también― nuestras vidas. Pau la hizo en Irlanda, Holanda, Washington DC y Santiago de Chile, ciudad en la que nacieron sus dos hijos ―y de Carla― Claudi Via Sas y Enric Via Sas. Ahora están en Barcelona, Oriol y Carla en París y yo en las Terres de l’Ebre. Afortunadamente, todos estamos bien, nos amamos y hacemos, como toca, nuestras vidas.

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Del pasado reciente, al presente. Volveré a la estancia primaveral en París en el próximo post. Pero como esta ha tenido una prolongación esta semana en Barcelona, acabo este capítulo usando a la modelo y artista Suzanne Valadon como vínculo de estas dos grandes ciudades que ―evidentemente, una más que la otra― me resultan familiares.

Esta semana, un grupo de amigos que nos encontramos irregularmente seis o siete veces al año para comer, entre los cuales están ―además de Xavier Ranera, Joan Farrés, Ramon Massaguer y Jordi Morell― el actual presidente del Museu Nacional d’Art de Catalunya, Joan Oliveras, gracias a él, hemos tenido la suerte de poder disfrutar de la exposición que ha dedicado el MNAC a Valadon. En París, Romina y yo vimos obras suyas. En esta ocasión, Joan nos ha hecho, magistralmente, la visita guiada a la exposición y nos ha regalado la magnífica publicación editada con motivo del evento.

En la introducción que hace Joan Oliveras en el libro, dice:

“Valadon, que fue primero modelo, representa a la perfección las enormes dificultades que tenía que superar una mujer para convertirse en artista a principios del siglo XX, en un mundo dominado y protagonizado exclusivamente por hombres, y también el coraje, la fuerza, la personalidad que demostró por hacerse valer, con una obra colorista y visualmente muy potente, impregnada de la atmósfera y los estilos de su tiempo”.

Valadon, en efecto, fue modelo, entre otros, de Toulouse-Lautrec, Renoir, Morisot… Y dejó hecho añicos el corazón del compositor Erik Satie, después de una relación de seis meses. También fue pareja de Utrillo y se relacionó con Santiago Rusiñol.

¡Qué intensa debió de ser la vida en aquel Montmartre, tan diferente a la actual! Montmartre, Casas, Rusiñol, Suzanne Valadon, París, Barcelona, MNAC… Un MNAC con ambición y proyección internacional y al mismo tiempo con una esencia nacional catalana, inequívoca que, en este caso, ha traído por primera vez al Estado español la obra de una artista de renombre internacional. No es casualidad. España y todo lo que caracteriza al ser español, comporta una sensibilidad que nos queda lejos… Esta continuidad París-Barcelona, Valadon-Utrillo, la simbiosis entre las vistas de París desde el Montmartre de los impresionistas y las de Barcelona desde el comedor del Museu Nacional d’Art de Catalunya que les acoge…

Primero la comida de amigos en el restaurante del museo con Joan, Xavier, Joan, Ramon y Jordi, en el mismo lugar donde habíamos hecho tantas cenas de la Fundación Barcelona y sintiendo la existencia de un cierto cordón umbilical entre el gran París, revivido a flor de piel esta primavera, y la capital catalana. El recuerdo de las tertulias mantenidas en ese mismo escenario con decenas de personajes del mundo de la cultura, la política, la empresa, la Iglesia, el Ejército, el Derecho, las relaciones internacionales… Siempre con el problema de fondo de cómo manejar la (¿imposible?) relación con España.

Este recuerdo y la explicación de Joan sobre el MNAC, su historia, la orientación artística, las dificultades para conseguir estar presentes en el mundo y en algunos aspectos asomarse a la Champions de los museos… me reconfortó íntimamente y me permitió sentir con fuerza que la potencia y calidad de nuestro país, afortunadamente, está infinitamente por encima de los residuos políticos apestosos e insoportables que este domingo tendremos que renovar. Después del almuerzo, en el MNAC nos sumergimos en el fabuloso océano del impresionismo.

Cuadros de Valadon, música de Satie, iluminación enaltecedora del arte. El país sigue siendo grande. La fortaleza viene de la sobriedad y la discreción. A la catalana. Hombres y mujeres de gran valía, austeros, que hacen mayor el país huyendo del ruido y que desconocen la enfermedad del ego. Joan Oliveras es un buen exponente de ello.

Este episodio vivido en Barcelona forma parte de la experiencia del París primaveral. Tanto es así que uno de los cuadros que más me gustó de Suzanne Valadon, Retratos de familia (1912), ha sido cedido por el museo de Orsay al MNAC para esta exposición. París en Barcelona, sin solución de continuidad…

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