DESPRÉS DE LA TEMPESTA

“La etapa en Montreal estaba a punto de terminarse. Se cerraba un capítulo de mi vida. Quedaban dos semanas mal contadas para irme.

Era un día de diciembre y por primera vez en tres inviernos, sorprendentemente aún no había nevado. Allí la vida se medía por inviernos vividos, y empezaban -si no antes- por Todos los Santos (allí Halloween, aquí todavía no se había popularizado) y terminaban cuando a finales de abril/principios de mayo, veías con alegría la fuerza de la primavera mediante las flores que decididamente se asomaban entre los restos de nieve. Yo deseaba conseguir llegar al día del regreso a casa sin ver la nieve. Pero… ¡¡¡no!!!

¡Eran días de despedidas y ese día Elisabeth Wörle había organizado una cena en su casa, con amigos, en lo que era un proceso agridulce de despedidas, inacabable! Aquel país y aquella gente me habían tratado muy bien y la pena por irme se mezclaba extrañamente con la alegría de volver a casa.

Habíamos quedado a las 19h para cenar, tarde para las tradiciones del país. Yo hacía unos diez días que había vendido el viejo Ford Monarch por cuatro reales. No hacía mucho frío para la época, quizás -7ºC o -8ºC y desde la universidad a casa de Elisabeth, en el barrio de Outremont -habitado básicamente por nueva burguesía francófona y judíos ultraortodoxos-, caminando, tenía unos 30 minutos. Salí del pabellón Lilian-de-Steward al Chemin de la Côte-Sainte-Catherine, continué hasta Dunlop Avenue, girando a la izquierda hacia el Parque Joyce y llegando a Rockland Avenue -no hacía ni 10 minutos que caminaba- ¡comenzó a nevar despiadadamente! Afortunadamente iba con las botas de nieve y bien equipado, pero con la intensidad con la que caía la nieve, no sabía si podría llegar caminando con comodidad a casa de Elisabeth. En ese país, era imprescindible escuchar ‘la météo’ antes de salir de casa. Ese día, debido al momento especial que vivía de final de etapa, no lo hice y, como siempre -las previsiones eran de una precisión tan sorprendente para mí, como vital- la tormenta había sido anunciada.

En ese momento me vino a la cabeza una imagen del primer invierno, de la primera tormenta de nieve vivida en ese país. En la portada del periódico ‘Le Devoir’ se veía una bicicleta atada a una farola con la nieve apilada hasta el asiento y un titular que decía: ‘Siempre soñamos que habrá un milagro pero… ¡no, la nieve siempre llega!’. ¡Siempre me extrañó que la mayoría de canadienses fueran unos inadaptados permanentes a su clima! No era fácil encontrar postales con nieve. Todas tenían flores de primavera o sol de verano. En febrero, después del frío polar y las nevadas de diciembre y enero, la gente estaba ‘a la que salta’. Los que podían se iban al Caribe unos días y los que no… se quedaban, y muchos de ellos en un estado de irritabilidad remarcable. Por la mañana me interesaba por las temperaturas e iba escuchando por la radio -30s, -20s… en toda la retahíla de ciudades cercanas y al final, ponían una música caribeña y daban ‘la météo du sud’. ¡Y empezabas a escuchar las temperaturas de Kignston (Jamaica) o Puerto Vallarta (México), 30ºC, 34ºC, lo que supongo enfurecía aún más a los más irritados con el frío y la nieve!

¡Yo aquel invierno, para lo que me quedaba allí, no quería más nieve! Pero… como ponía en la portada de ‘Le Devoir’ hacía dos inviernos, ‘¡al final, siempre llega!’.

Las tormentas de nieve, especialmente cuando terminan, cuando se han apilado 40, 50, 60 cm de nieve nueva, son euforizantes. Pero yo ese día estaba triste. Enfilé la ‘rue Bernard’ en el mismo Parque Joyce donde empezaba (o acababa) y tenía que recorrerla un buen trecho, hasta Parc Avenue. Cada vez costaba más caminar a medida que la nieve se apilaba rápidamente. Yo me sentía desolado y, aún entonces, cuando ya estaba a punto de volver me preguntaba ‘¡qué coño había ido a hacer a aquel país!’. ¡Ironías de la vida, pasé por delante de La Moulerie, el mismo restaurante donde hacía dos veranos me había refugiado de la ola de calor! (Ver El verano y el invierno de la vida. El verano (1) del 20 de enero de 2019). Qué cambio de panorama. En ese momento ya casi no circulaban coches por la calle, estaba muy oscuro y la luna provocaba un resplandor extraño al reflejarse en la nieve. Pocos peatones más encontré hasta que llegué al restaurante Buymore, prácticamente delante de la casa de Elisabeth. Recordé los primeros días del primer verano, cuando llegamos con Carme, con la que íbamos a menudo a casa de Elisabeth, una catalana hija de padre alemán que hacía muchos años que vivía en Montreal. El rótulo del Buymore (en castellano ‘compra más’), siempre me sorprendió y me vino a la cabeza la imagen de aquellos días de verano… ¡Cuántas cosas habían pasado desde entonces! En ese momento todavía no me preguntaba ‘qué demonios había ido a hacer a aquel país’. Estaba adaptándome como podía a la novedad.

Tengo un recuerdo triste de la cena en casa de Elisabeth Wörle. Estaba ausente y pensando en volver a casa y acostarme. ¡Estaba harto de despedidas tristes!

Llamé a un taxi. El taxista -como tantos en aquella época en Montreal-, era claramente haitiano, por el acento al saludarme y preguntarme dónde iba. Esto no impidió que el trayecto silencioso -los taxistas allí no hablan mucho, en principio- lo recuerde perfectamente, por la combinación del sonido de música clásica de Radio Canada, con el sonido poco perceptible, pero único, del vehículo circulando sobre una cantidad de nieve considerable.

Bernard hacia el oeste, hasta Davaar donde giró hacia la izquierda, Chemin Cote-Sainte-Catherine a la derecha -me quedé mirando con cierta nostalgia el Pabellón Lilian-de-Steward, donde había pasado tres inviernos y vivido de todo-, la Iglesia ortodoxa griega, el Hospital pediátrico Sainte Justine -un recuerdo para el Dr. Duplessis y la amabilidad dispensada por él y toda su familia durante aquellos años-, Decelles a la izquierda, cruzamos Édouard-Montpetit viendo Brébeuf (la escuela de los Jesuitas donde había estudiado Pierre y personajes de la burguesía canadiense como el ‘Kennedyano’ Primer Ministro Pierre-Elliot Trudeau, padre del actual Premier, Justine Trudeau), viendo la torre de la universidad de Montreal, ‘la mía’, en Côte-des-Neiges -aquel día entendía el porqué del nombre- giramos a la izquierda y en la esquina con Ridgewood, bajé, entré a casa y fui a dormir, pensando todavía ‘qué hacía yo allí’. Todo había terminado y estaba satisfecho y orgulloso del resultado, pero ‘¿quién coño me había mandado a mí embarcarme en aquella aventura…?”.

Ahora puedo decir que fui para “mejorar”. Para mejorar mi formación académica, para adquirir experiencia, para demostrarme cosas a mí mismo y, seguramente, en menor medida, a los demás, para tener mejores opciones profesionales… pero no recuerdo tener en mente el pensamiento concreto de mejorar como persona. Y de la universidad, de la vida cotidiana allí, de las personas, de los profesores, los compañeros, los amigos que hice en Canadá, muchos de los cuales aún conservo, lo mejor que obtuve, eso lo sé ahora -de hecho ya hace años, pero no entonces- se sitúa en el terreno de la mejora personal. No presumo de nada. Todo lo contrario. Hace pocos días una persona que había trabajado conmigo hace muchos años, precisamente cuando volví de Montreal, me decía con aire más compasivo que de reproche: “Eres demasiado duro contigo mismo”. Por tanto, más allá de cómo yo pueda ser o no ser en realidad, de lo que haya conseguido en el anhelo permanente de ser mejor persona, mi sensación siempre es de que estoy lejos de donde quisiera estar en este terreno, el del desarrollo personal, el directamente relacionado con la esencia, con lo que nos hace más humanos. En cualquier caso, en aquellos años inmediatamente anteriores a la treintena, allí, en ese país, me regalaron muchos elementos de mejora personal. Muchos.

Claro que aprendí mucho, que tuve la oportunidad de vivir por primera vez una universidad de verdad. Anteriormente había cursado estudios de Medicina en la UAB, en la época de la máxima masificación estudiantil. Y como escribí en los agradecimientos de mi tesis, el problema no era que nuestros profesores no fueran buenos -como en todos los sitios había de todo, pero ya nos entendemos-. El problema es que éramos demasiados estudiantes para ser formados adecuadamente. Y aún así todavía tuvimos la suerte y el privilegio de encontrarnos personas excepcionales -como explicaba en un post reciente hablando del querido profesor Dr. Domènech, (ver Escribiendo sobre información, comunicación y liderazgo me entero de la muerte del Dr. Domènech… del 7 de enero de 2019).- con la energía suficiente para, -también con gran vocación y entusiasmo- superar aquellas dificultades y transmitirnos unos conocimientos y unos valores que nunca agradeceremos lo suficiente.

Pero en Montreal supe lo que era una universidad, entendí la importancia de la investigación. Aprendí mucha metodología de investigación y me beneficié de un modelo pedagógico desconocido para mí hasta entonces. Y creo -nunca se sabe- que sin esa formación académica y el valor que se le daba entonces en nuestro país -ya éramos muchos los que íbamos a formarnos a universidades extranjeras bien reputadas, pero no como ahora, que es una experiencia mucho más extendida entre nuestra juventud-, no hubiera conseguido hacer todo lo que tuve la oportunidad de hacer, coincidiendo con el desarrollo del modelo sanitario catalán, ni hubiera accedido al mundo de la consultoría internacional, a lo que he dedicado buena parte de la mi vida. Y todo esto era importante. Ha sido muy importante en mi vida.

Pero nada comparado con la experiencia de vivir en un país diferente, a años luz del nuestro en cuanto a modernidad en ese momento, de estudiar y vivir en unos idiomas que acabas aprendiendo mientras vives y estudias allí, de vivir “en invierno” (me impactó la primera vez que escuché la canción de Gilles Vigneault “Mon pays c’est l’hiver” que comienza diciendo: “Mon pays, ce n’est pas un pays, c’est l’hiver”. ¡Cuánta razón!), de convivir con personas de muchos países, de disfrutar de relaciones muy inolvidables como la que mantuve con mi profesor, tutor y amigo Charles Tilques (e.p.d). (Ver Hoy tenía la intención de escribir sobre el proceso, sin embargo… del 14 de octubre de 2017) o con compañeros tan especiales como, Lucie Richard y Léo Roch Poirier.

Un comentario hecho por una prima mía, Núria Via, en este blog, en el post que escribí dos semanas después de la muerte de mi padre (ver Un verano lleno de emociones del 15 de septiembre de 2014), me permitirá trasladar, muy bien, lo que quiero expresar con lo que acabo de escribir. Decía, entre otras cosas:

“¡¡¡Genial la frase de Mandela!!! ¡¡El secreto está en seguir esforzándonos!!

Yo vivo el proceso hacia la mejora como seres humanos como un viaje a paso de pulga. De vez en cuando, un salto. De vez en cuando, un paso atrás. Y a veces, un paso de aquellos que parecen de retroceso pero que, en realidad, como dice la médica de mi hijo, es aquel ‘tomar impulso’ para luego hacer un buen salto.

Quizás lo importante de este proceso no es solo el camino recorrido, sino la voluntad firme y libre de hacerlo. Con conciencia. Prestando atención a las vivencias de cada día. Observándonos. Y comenzando cada nuevo día con la intención de ser mejores personas”.

Y añado lo que falta -podéis leer el comentario entero en el post que acabo de mencionar-, ya que a pesar de alejarse de lo que quiero enfatizar, para mí -por razones obvias- en ese momento fueron unas palabras

DURANT LA TEMPESTA

importantes:

“¡¡¡Descansa en PAZ, Enric!!!

¡¡¡Y mucha FUERZA, Josep Maria!!!”.

Los veranos y los inviernos en Canadá, fueron un reto en términos de esfuerzo personal: si bien de vez en cuando me preguntaba “qué hago yo aquí”, continuaba con confianza aquel camino que, por momentos, me parecía absurdo. Ahora puedo decir que en el proceso de mejora como persona, aquellos años supusieron un salto notable. En cualquier caso, fueron más que “un paso de pulga”.

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