No he leído “El monje que vendió su Ferrari”, pero pensando en un título para la idea que tenía para hacer este post, me vino a la memoria y recordé que alguien me lo había regalado hacía años, quizás una veintena. Lo busqué con la idea de hojearlo. Lo encontré. Las páginas estaban amarillentas…

Leí en diagonal el primer capítulo y vi que el prestigioso abogado Julian Mantle, que llevaba trajes italianos de US$ 3000 de 1977, que hacía jornadas laborales de hasta 18 horas, que tenía como clientes a ricos y famosos que defendía en los tribunales con un histrionismo tan extravagante que era portada en los periódicos, que iba a cenar a los mejores restaurantes de su ciudad con top models de primera división (supongo que con el Ferrari), que, que, que… Pues bien, un día se desplomó en un juicio y acabó en la UCI -creo que con un infarto de miocardio-, salió adelante, vendió mansiones, avión privado, una isla que era suya e incluso el Ferrari (no sé qué hizo con el dinero), se fue a la India y, al parecer, se encontró a sí mismo y se convirtió en un gran yogui, todo un gurú, un gran maestro.

También me quedó grabada una frase del padre de un colega abogado del Julián, dirigida a su hijo: “Cuando estés a las puertas de la muerte seguro que no desearás haber pasado más tiempo en la oficina”.

Steve (ver “Allí donde vive Steve”, del 17 de marzo de 2017), después de leer el best seller del Monje y el Ferrari, contactó con dos amigos que, como él, también “habían vendido el Ferrari” para ver cómo les había ido la nueva vida y les propuso reunirse para hablar de ello. Marçal y Silvia añadieron a la reunión dos “monjes sin Ferrari” más, Santi y Charles. Y quedaron un fin de semana a principios de verano donde vive Steve. ¡Un verdadero paraíso!

Steve, hace años que vive solo y lejos de todos. Salvo de unos pocos que ve cuando quiere o cuando alguno de estos necesita ayuda y lo reclama o simplemente le apetece compartir un rato.

En este caso, pienso que le apetecía compartir un fin de semana, pero sobre todo tenía curiosidad por ver qué se contaban aquellos amigos, sobrevenidos incluidos, a partir del hecho de que todos, en un momento dado decidieron “salir de la rueda”.

Como mínimo, tenían todos dos cosas en común. El cambio de vida había sido consecuencia de un hecho más o menos traumático o de una acumulación de “heridas más o menos leves”, que los habían llevado a preguntarse si valía la pena seguir viviendo como lo habían hecho durante años. A partir de aquí, todos decidieron cambiar de vida y liberar tiempo del que antes dedicaban a trabajar, a otras prioridades, en general claras, pero no siempre fáciles de llevar a cabo…

Steve, con el peso de la responsabilidad de ser el causante de tan peculiar encuentro, rompió el hielo.

-¿Qué, chicos, alguien volvería a comprar el Ferrari?

Todos coincidieron en que no y en otra cosa. Los problemas de salud habían sido -excepto en el caso del Steve- el detonante de darse cuenta de que lo que hacían no servía para dar sentido a su vida…

De hecho, Steve no sabía, cuando le dijo a Silvia que invitara de su parte a Karen, que esta había muerto a los tres años de “vender el Ferrari”, debido al mismo cáncer agresivo que le hizo replantearse todo.

Con 23 años obtuvo un MBA en Harvard, -normalmente los graduados son mayores porque optan a estos estudios tras titulaciones previas y unos años de trabajo- una universidad de alto prestigio que selecciona estudiantes con fuerte personalidad, talento extraordinario con clara capacidad de sobresalir muy por encima de la media y un fuerte instinto para detectar oportunidades potenciales y hacer que se conviertan en reales, para aprovecharlas con espíritu competitivo y agresivo. Solo un 6,2% de los candidatos son admitidos en esta máquina de fabricar premios Nobel, premios Pulitzer, CEOs de las más grandes corporaciones mundiales o presidentes tan emblemáticos como John F. Kennedy o Barack Obama. Karen, de Harvard se fue a Wall Street y de allí a la City londinense, siempre levantando y gestionando fondos de inversión multimillonarios con pocos criterios de priorización de negocio que fueran mucho más allá de maximizar los beneficios sin ningún sentido social, sin ningún respeto por la humanidad. Ella misma fue víctima de este sistema. Un cáncer de pulmón en una no fumadora que acabaría haciendo metástasis cerebrales se la llevaría en tres años, de los que pasó uno y medio con buena calidad de vida y feliz: la proximidad de la muerte dio pleno sentido a su vida y la quiso vivir intensamente y prepararse para morir en paz. A pesar de que murió a los 52 años, nunca tuvo tiempo para formar una familia, ni para ninguna relación de pareja con nadie que no llevara un ritmo de vida como el suyo. Los horarios interminables y los viajes de negocios no coincidentes le permitían algunos encuentros esporádicos con sus parejas y ocho o diez días de vacaciones conjuntas al año.

Fue a pasar los últimos años a un pueblo de la Provenza, donde decidió que la enterraran. Ningún representante de las élites universitarias ni empresariales la lloró mucho y, en cambio, gente del pueblo y algunos amigos hechos en el tramo final de su vida se ocuparon del entierro.

Charles había dirigido en España, UK y Alemania tres de las multinacionales de sistemas más importantes del mundo. Después accedió a la dirección europea de una de las grandes americanas de este sector.

Vivía en una casa muy bonita en St. John’s Wood, cerca del Regent’s Park, no muy lejos de la residencia londinense de Paul McCartney. Mi matrimonio con Patricia hacía años que se había transformado en un asunto rutinario que ya nos iba bien a los dos. Acabó siendo una buena amistad, lo que, según cómo, no estaba mal. Los chicos crecieron en un ambiente tranquilo, superaron los riesgos propios de la adolescencia sin descalabros, eran buenos estudiantes y han salido adelante  muy bien. Un domingo me empeñé en reparar un par de tejas rotas del tejado. El bricolaje se me daba bien y para mí era como una especie de “terapia ocupacional manual” para combatir mi indescriptible nivel de estrés. Algo no fue bien, rodé por el tejado y caí en el jardín desde unos siete u ocho metros. Al cabo de unos días me desperté en una Unidad de Cuidados Intensivos. Sobreviví de milagro y me he recuperado razonablemente. Me di cuenta de que vivía como si no me tuviera de morir nunca y, por tanto, siempre podía posponer lo de “hacer los deberes”. Sabía que tenía muchos deberes por hacer, que estaba en una rueda de ambición laboral infinita y que por “Ferraris que comprara” no sería feliz de verdad. Aquellos días, en el hospital, decidí que hasta aquí, que ahora estás y dentro de dos minutos ya no y que no podía posponer más las cosas. Patricia y yo nos separamos. Ella entendió que el accidente había hecho evidente algo que sabíamos los dos: que nuestra relación era suficiente si hubiéramos seguido viviendo lejos de nosotros mismos, pero que si queríamos vivir de verdad, ser coherentes con lo más noble que llevamos dentro y abandonar la dinámica continuada de juegos de rol para “ser” de verdad; aquella pareja se había agotado como tal. Ahora vivo en una casa de campo preciosa al sur de Vermont, y sí, reíros si queréis porque sé que encajo en el prototipo “neorural” considerado snob, pero me dedico a la agricultura y la ganadería ecológicas. Las combino con el coaching a directivos tan chiflados o más de lo que estaba yo. New York no está lejos para el concepto de distancias y buenas comunicaciones de ese país y Boston aún menos. Me desplazo a estas ciudades uno o dos días por semana para tratar de ayudar a estos pobres multimillonarios a salir del pozo. Muchos tienen casa en Vermont o vienen a esquiar y cada vez más a menudo se desplazan ellos a casa. Es decir, que creo que sí que he encontrado mi camino y que no necesito en absoluto pensar en ningún Ferrari…

-Y tú, Silvia, ¿estás contenta de haber dejado de hacer más horas que un reloj en no sé cuántos hospitales? Preguntó Steve.

-Creo que a  mí no me han salido tan bien las cosas como a Charles, o como al parecer a ti, Steve. Yo nos lo contarás… No añoro aquellas jornadas de día y de noche, en laborables y festivos, dentro de un quirófano. En absoluto. Los médicos, para poder trabajar y hacerlo bien, tenemos que encontrar una distancia emocional óptima con nuestros pacientes, especialmente los más difíciles, los que sabemos que no están lejos del proceso de final de vida. Una equidistancia nada fácil entre la implicación emocional excesiva y la desafección protectora de nuestra salud mental, pero nociva y poco respetuosa con el paciente. Yo nací ansiosa. La ansiedad está presente en mi vida desde los primeros recuerdos que tengo de la misma. Cuando tratas de combatir la ansiedad trabajando, caes en un círculo vicioso. Cuanto más trabajas, más ansiedad y más estrés. Para combatirlos, más trabajo… Si además eres perfeccionista y patológicamente responsable y todo el mundo sabe que “tú puedes hacerlo todo y hacerlo bien”… Creo que sí acerté bastante, siempre, encontrando ese punto que te decía de implicación emocional con los pacientes. Esto me permitió, al contrario de lo que decía Charles, tener siempre muy presente que la muerte siempre puede estar a la vuelta de la esquina. Muchos compañeros míos ignoraban la muerte, como hace la mayoría de gente, a pesar de encontrársela cada día en el trabajo. Cuando el paciente moría, o entendían que ya no tenían nada que hacer para salvarlo, huían. Pensad que en las facultades de Medicina nos han educado de una manera que hace que la mayoría de médicos vivan la muerte como un fracaso profesional y/o personal. ¡¡¡Como si los humanos fuéramos inmortales!!! Estos daban explicaciones rápidas y cortas a los familiares y se iban. Allí ya no hacían nada. Los vivos los esperaban. Yo nunca actué de ese modo. Pienso que dedicaba el tiempo que debía dedicar a hablar con los moribundos y sus familiares. Por lo tanto, yo sí he vivido siempre teniendo claro, en presente, que la vida puede terminar en cualquier momento y que mejor vivirla con sentido. Pero… eso me provocaba más ansiedad. La segunda vez que tuve que ser atendida por mis compañeros en urgencias por ataques de ansiedad graves, decidí cambiar de vida, disminuyendo la carga de trabajo para acabar dejando de trabajar en pocos años. Necesitaba tiempo para mí, para trabajarme, para vivir una vida con sentido. Nunca me hubiera imaginado no ser capaz de hacerlo. Empecé a disponer de horas y no saber cómo ocuparlas. Cada vez me sentía más sola y… ¡la ansiedad iba en aumento! Llegó un momento que no era capaz ni de concentrarme leyendo. Pues sí, acabé entrando en un proceso de soledad no deseada, de aislamiento social y anticipando una posible exclusión social. Donde vivo, no conozco a nadie. Nunca he sido de tener amigos, ni siquiera amigas y, sí, sí… Empecé a obsesionarme con idealizar una eventual pareja que no sabía ni cómo empezar a buscar. Me apunté a Tinder y… no os lo cuento porque no terminaría. Os lo resumo: ¡¡¡los tíos sois unos cabrones!!! Y aquí me tenéis, sola, con cada vez más tiempo libre que no sé cómo pasar y dudando de si tengo que volver a trabajar como una loca, como el que bebe para olvidar. ¡¡¡Pero ahora ya no puedo!!! ¡¡¡Así que ni hacia adelante ni hacia atrás y el imbécil del príncipe azul, distraído rondando a tías que comparadas conmigo no valen nada, no aparece!!!

-¡Pues menos mal que no nos hemos encontrado en Tinder! Dijo Marçal. Y continuó.

-Por cierto, Steve, ¡¡¡eres muy sádico conmigo!!! ¿Cómo quieres que hable de cómo me ha ido después de vender el Ferrari, cuando sabes que nunca he tenido ninguno ni prácticamente dinero para comprar un coche que no sea una peligrosa “caja de cerillas”? A mí la vida me ha ido llevando y no tengo la sensación de haber sufrido ningún gran trauma. Sí una suma de microtraumas que van desde fracasos profesionales -que siempre he cometido el error de atribuir a los demás, pensando que no me valoraban suficiente- a generar, no sé cómo, que mis parejas me maltrataran o que mis hijos haga años que hayan decidido que no quieren saber nada de mí. En mí conviven dos personas. Una con suficiente paz interior y equilibrio, que aparece mientras escribo y durante el “pre” y el “post” del proceso creativo. Escribir me reconcilia conmigo mismo, me hace mejor, me hace sentir conectado con algo bueno que tengo dentro -llamadle alma, espíritu, o como queráis- y sentirme también más conectado con los demás y con el mundo. Cuando no puedo escribir… soy otro. No me gusto, no me siento bien. Quizás diréis que escribir es para mí un trabajo -en parte lo es, algún pequeñísimo ingreso saco- como lo fue la cirugía para Silvia, un refugio, una huida hacia delante. Yo no lo siento así. Cuando escribo no hago de escritor, soy escritor, es mi esencia, no un accesorio externo a quien soy yo… Cuando no escribo sigo soñando que enamorarme debe ser posible y quedo con chicas mucho más jóvenes que yo a través de Tinder, para tomar un café. En el fondo no deja de ser un pensamiento poético, una manera de aproximar ese rato de no escribir a una actividad literaria, poética. Una sublimación. Raramente paso de la primera cita y habitualmente no aguanto más de media hora con las desconocidas que se avienen a ver qué… Rápidamente vuelvo a casa a escribir preguntándome por qué demonios abandono aquel Nirvana, para perder el tiempo con jovencitas que no entiendo ni me entienden. Pero claro, estoy convirtiéndome en un proyecto avanzado de viejo maniático. ¡¡¡Solo, con oficio pero con escaso beneficio!!! Ahora como estoy aquí con vosotros y no escribo, ya estoy nervioso. ¡Hace rato que pienso qué demonios hago aquí! En fin… ya veis.

Santi comprendió que era su turno y arrancó.

-El diagnóstico de Alzheimer por fortuna se produjo cuando la enfermedad era muy incipiente. No dudé ni un momento que dejaba de trabajar porque quería el tiempo para mí. Sentí intensamente que lo necesitaba. Y como le pasó a Silvia, de repente me encontré con el vacío delante. Todo el tiempo del mundo para ocupar y no sabía con qué. De hecho había un vacío aún peor que era interior. Hacía décadas que había desconectado de mí mismo y movido por una enorme ambición profesional vivía en un mundo lleno de objetivos exclusivamente materiales. Profesionalmente lo fui todo, personalmente no era nadie. Aprovechando que los médicos me recomendaron iniciar actividades intelectuales nuevas, ocupar el cerebro conociendo temas desconocidos para retrasar las peores manifestaciones de la enfermedad, hice un doctorado en Sagrada Escritura. Y unas cosas llevaron a otras. Yo sí que conocía la historia del monje que vendió su Ferrari. No sé si hubiera ido a un monasterio budista asiático, pero el estudio de la Biblia, me resituó en mi contexto cultural y pensé que, al fin y al cabo, era cuestión de método y que tanto los orientales como los occidentales podían servir. El doctorado, además de permitirme comprender el Antiguo Testamento y la relación con la vida de Jesús, me permitió cosas tan deseables como comprender el significado del silencio como espacio de reencuentro con el verdadero yo que forma parte del Todo. Me hubiera podido quedar en el mundo del silencio y la contemplación, pero me temo que la falta de interacción con el prójimo no hubiera ido bien para mi Alzheimer ni, probablemente, en mi caso, para mi alma. Así que intenté a través del voluntariado hacer el bien, ayudar y amar a los demás y ahora estoy en paz y preparado para lo que pueda venir, para lo que sé que, indefectiblemente, tarde o temprano vendrá…

-Silvia, amigos, me ha emocionado escucharos. Dijo Steve.

-Yo os puedo asegurar que no quisiera para nada recuperar ningún Ferrari. Me identifico con muchas cosas de las que habéis explicado. Santi, ya me gustaría haber alcanzado esta paz interior que manifiestamente posees. Se te nota en la voz, la expresión, la delicadeza de tus movimientos. He elegido estar solo, en general me siento bien solo, en ocasiones temo el aislamiento y la exclusión que te angustia, Silvia. Pero… por ahora no me apuntaré a Tinder y menos sabiendo que está Marçal (risas). La gente del pueblo me gusta. Cuando quiero voy y me encanta escucharlos. Creedme que aprendo mucho y me contagio de su ritmo de vida alejado aún del de la locura de ciudad. La comunidad de neorurales extranjeros que viven por aquí, me recuerdan mucho a lo que has explicado, Charles. Al fin y al cabo, eres un europeo que vive en Estados Unidos, en New England. Son encantadores y agradecen lo que les aporta estos parajes, la naturaleza, la gente, los productos del campo y del mar. Sin olvidar el río. Como dicen aquí, “el río es vida”. No tengo grandes objetivos, más allá de estar tranquilo. No sé si me he reencontrado o no, o nunca me había acabado de perder por completo. Sé que el ruido, la contaminación, las caras tensas de la gente de ciudad, con reacciones crecientemente agresivas a estímulos cada vez más ínfimos, la selva que era el mundo del trabajo consecuencia de la evidencia creciente de que el capitalismo es cada día más un factor de riesgo para el planeta y la propia humanidad… No sé… Disfruto de vivir con poco, de deshacerme cada día de más ataduras materiales y, como os decía, de disfrutar viendo pasar la vida a cámara lenta. Necesito mi espacio y estar solo, pero en general si me necesitan aparezco. Estoy feliz de que estéis aquí. Aún tenemos horas para pasear, para compartir, para disfrutar…

El sol iba descendiendo hacia poniente, el tiempo había pasado rápido. El paseo entre campos de arroz añadió una calma mágica y reconfortante a la jornada. La cena al aire libre permitió acabar muy bien un día de aquellos que quedan para el recuerdo. Creo que os emocionaríais si reprodujera las conversaciones surgidas de la dimensión más humana -más divina para quien lo prefiera- de todos ellos. Pero… este post ya es demasiado largo y si habéis llegado hasta aquí, ya habéis hecho bastante…

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5 thoughts on “Y DESPUÉS DE VENDER SU FERRARI, ¿CÓMO LE FUE AL MONJE?

  1. Teresa dice:

    El meu avi es deia Esteve, amb “E”, era un cràpula i mai va tenir un Ferrari.
    No se que hagués opinat d’aquest post. Probablement hagués pensat,”quins problemes…” coses de rics.
    M’agradat,tot i que en alguns moments traspua massa tristesa.
    Conversar amb amics, envoltat de garrofers i oliveres es un plaer.

    1. josepmariavia dice:

      Gràcies pel comentari Teresa! L’Steve potser no és català, i… un dels personatges, gaire ric no és ☺️
      La major part d’ells però, han estat pobrissims. No econòmicament parlant, però molt pobres. Potser d’aquí la tristesa que comentes

  2. Joan Colomer dice:

    un escrit de molta vàlua….per llegir-lo a consciència i rellegir-lo…Cipran deia que tot allò de bo que la vida li havia donat, ho devia al sofriment. Qui no ha patit, no coneix a fons què representa la humanitat que portem dins. Crec jo des de la meva humil experiència….Enhorabona.

    1. Joan Colomer dice:

      Cioran*

      1. josepmariavia dice:

        Gràcies pel comentari Joan¡

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