Sentència exposada en una pissarra al Mas Espuella, del llibre “Instruccions per a l’ensenyança dels minyons” de Baldiri Reixac

Llegué al Mas Espuella el viernes por la noche. Albert, Anna y su hija ya nos esperaban. Joan y Anna no tardaron mucho en llegar. Por fin nos encontrábamos en la Alta Garrotxa, entre Argelaguer, municipio al que pertenece el Mas, y Tortellà, el pueblo del “avi” Siset de la canción de Lluís Llach. Curiosamente mis dos mejores amigos descienden de nativos de Argelaguer.

Ciertamente mejor estar solo que mal acompañado y mucho mejor aún estar bien acompañado de aquellos que quieres y te quieren. El encuentro había sido repetidamente aplazado y finalmente fuimos seis de los nueve que teníamos que ser cuando se planeó. El lugar era importante, pero la compañía más.

Dos no pudieron venir por un acontecimiento sobrevenido que se lo impidió. El otro… El otro probablemente era quien más necesitaba el calor y la compañía de estos amigos excepcionales y dotados de sólidos valores. Pero los humanos somos complejos y en ocasiones nos complicamos la vida hasta extremos insospechados. Nos equivocamos y en lugar de estar donde deberíamos estar optamos por prisiones oscuras…

“Con lo que costó que consiguieras huir de la jaula dorada en la que te metiste… ¿Cómo has podido volver? ¿Cómo has podido pensar que imponerte esta pena sumarísima beneficiaría a alguien? Qué riesgo para tu bienestar y el de quienes pretendías salvar con tan inútil sacrificio…”.

Ciertamente, si cuando te puedes escapar no lo haces… Baldiri Reixac decía a los niños que “cuando lo quieras hacer no podrás”. Afortunadamente nunca es tarde. ¡Pero no hay que bajar la guardia!

Otra sentencia colgada en la pared del Mas Espuella: “¿Cómo despertar, si no somos conscientes de que estamos dormidos?”.

¡No sabes cómo me alegra saber, por lo que me dices y por lo que me cuentan los amigos que han hablado contigo y que te quieren, que parece que te has desvelado!

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Si ir a Madrid nunca me ha entusiasmado especialmente, ir el lunes, después de disfrutar de la amistad sincera y apreciada del grupo de amigos con los que pasé el fin de semana en la Garrotxa, aún era más duro.

Llovíznaba y hacía fresco. El edificio provocaba escalofríos. Era feo, viejo, oscuro y no me extrañaría que más allá de lo que se ve a primera vista, en los rincones y las zonas ocultas del mismo hubiera suciedad, telarañas y quizás, incluso, ratas…

En la entrada había un número de la Guardia Civil plantado. Visiblemente aburrido. Con la mirada perdida en el horizonte. Salía, se quedaba de pie en la acera con las manos unidas detrás de la espalda. Volvía a entrar dominado por una visible desgana y así iba cumpliendo su misión…

Una mujer con aspecto de funcionaría de aquel establecimiento judicial le decía cosas. Era evidente que se conocían, imagino que de verse a menudo en aquel edificio espantoso.

La mujer amablemente se me acercó interesándose por si me podía ayudar en algo y sin que se lo preguntara me indicó dónde estaban los aseos. En pocos segundos me di cuenta de que algún engranaje chirriaba en su cabeza.

Llegó el momento de acceder al edificio propiamente dicho desde aquella entrada. El abogado que llevaba el caso entró mostrando, de forma natural, propia de quien está acostumbrado a tal rutina, su carné de colegiado sin necesidad de pasar por el arco de seguridad. Cuando les expliqué que era médico y que iba en calidad de perito, me pidieron también el carné de colegiado. No lo encontraba. Me explicaron que si no lo tenía debía pasar el control de seguridad. Pero finalmente lo encontré. Ni lo miraron -el carné y la fotografía eran del año 1982, cualquier parecido con mí mismo era pura coincidencia- y me dejaron pasar. La desgana era la tónica imperante en todas las personas que vi aquel lunes en aquel edificio inhumano.

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El viernes cenamos en el Mas Espuella. Productos de la tierra acompañados de un vino excelente de la Cataluña norte que trajo Joan. La política no faltó en la conversación. El otro Joan, el dueño de la casa, con el lazo amarillo bien visible, sabedor de que mi buen amigo Joan conoce de primera mano lo que “se cuece”, no perdía ocasión de sacar el tema de los presos, de los exiliados y del país. Se le veía extremadamente preocupado y desencantado por la falta de decisión de los políticos. No entendía que no se aprovechara la ocasión para meter la directa.

Sobremesa agradable y a dormir.

El sábado el canto del gallo me despertó. Al cabo de un rato corrí la cortina y el espectáculo de la salida del sol en aquel bellísimo escenario de la Garrotxa, me fascinó. El amarillo incipiente en oriente, se volvía naranja y posteriormente rojizo a medida que los rayos del astro topaban con las nubes que, ahora ya de retirada, habían traído tanta agua el día antes. ¡Qué cantidad de agua ha caído este otoño!

A las 8 ya estábamos en la mesa para desayunar. Medio en broma medio en serio, alguien apuntó la posibilidad de liquidar al gallo “despertador”. Desayuno de pagès que nos sirvió Joan que, continuó -y así sería también en la comida, la cena y el desayuno del día siguiente- pidiendo insistentemente a nuestro amigo Joan que le aclarara qué pasaba. Por qué no se hacía efectiva la independencia. “No lo entiendo, no lo entiendo”, repetía entre entristecido, frustrado e indignado. Y es que hace tiempo que, en nuestro país, hablar de política es hablar de sentimientos con todo lo que conlleva… Pensé que la frase ya citada: “¿Cómo despertar, si no somos conscientes de que estamos dormidos?” la debía colgar en la pared del Mas, Joan. ¿Pero cuándo? ¿Antes del referéndum anhelándolo, o después no entendiendo por qué los políticos no hacían efectivo el resultado?

Mientras nos dirigíamos hacia el lugar adecuado para recoger setas, la luz del día se abría paso por encima de las cimas de las montañas y bajaba hacia los valles verdes, preciosos, mientras un globo aerostático, silente, sobrevolaba dulcemente aquel paisaje exuberante.

Anna nos demostró que de todos nosotros, sin lugar a dudas, era la mejor recogedora de setas. ¡Estaba como poseída! Las veía de lejos y salía disparada abalanzándose sobre los hongos, como temiendo que inesperadamente pudiera aparecer un intruso escondido detrás de algún árbol y se le adelantara y lo capturara antes. Joan no se quedó atrás, y la otra Anna y Albert hicieron un buen papel. Nina y yo, simplemente paseábamos y contemplábamos cómo los demás estaban concentrados y absortos en la “caza” de la seta. ¡Mi ineptitud absoluta en tal práctica se hizo patente cuando Anna me tuvo que frenar con un grito cuando ya estaba a punto de pisar un níscalo!

Volvimos antes de comer y a pesar de que los seis tomamos el aperitivo con los níscalos recogidos, hechos a la brasa, sobraron un montón. El excedente de setas, que también contenía negrillas, llanegas y no sé si alguna variedad más, me las regalaron, lo que me proporcionó acompañamiento para todas las comidas y cenas de la semana. ¡Mi ineptitud a la hora de recogerlas, nada tiene que ver con lo que me llegan a gustar!

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Mientras esperábamos de pie en el Tribunal Superior de Justicia de Madrid -no había ninguna sala de espera, ni sillas para sentarse- una funcionaria salió a pedirnos el DNI al abogado, al procurador y a mí. Entretanto vino el abogado defensor de la parte contraria. Seguramente un funcionario de la Comunidad de Madrid, ya que nosotros íbamos contra una decisión tomada de forma presuntamente fraudulenta por una institución de esta Comunidad en un proceso licitatorio.

Frente a mí había unos armarios que, según indicaban los letreros pegados en las puertas contenían expedientes judiciales. Uno de ellos tenía escrito “Expedientes voluminosos”. Parecía como si aquellos casos más largos y/o complejos y farragosos durmieran el sueño de los justos -o de los pecadores- en aquel armario tan descuidado como el propio edificio y todo lo que había en él. El personal no desentonaba en aquel ambiente. Había tres funcionarias que estaban de charla desde hacía rato -en lugar de trabajar- que parecían sacadas de una película del Almodóvar de los primeros tiempos. Después, durante la celebración de la prueba pericial, pensé que todo recordaba más a Fellini.

El abogado y el procurador no se extrañaban de nada. El abogado-funcionario defensor de los fraudulentos, aún menos. Yo cuando entré en la “sala” donde tuvo lugar la cosa, no me lo podía creer. Era un despacho con siete u ocho mesas y cuatro personas trabajando -o quizá simplemente ocupando unos puestos de trabajo-, lleno de expedientes por todas partes -en el suelo, sobre las mesas, las sillas, las estanterías- de manera que no había espacio ni para dejar los papeles y aún menos para sentarse. La prueba pericial se celebró de pie.

Apareció la juez elegantemente vestida -contrastaba con la estética global del lugar y de los funcionarios- y mientras la funcionaria que nos pidió los DNI se disponía, sentada, a transcribir lo que dijéramos, la jueza, yo, el abogado de “la parte actora”, el procurador y el abogado-funcionario defensor de la Administración, por este orden, estábamos de pie, apilados como los propios expedientes, y colocados como podíamos entre mesas, sillas, armarios, estanterías y pilas de papeles por todas partes. Yo para ver al abogado-funcionario, tenía que sortear con la vista dos pilas de expedientes de al menos un metro de altura cada una de ellas.

La juez me hizo jurar o prometer decir la verdad, me preguntó si tenía intereses o conocía a alguno de los involucrados… y, después de mostrarme mi informe pericial para que confirmara que era el que había hecho yo, procedió a hacerme las preguntas preparadas por el abogado de la empresa que me había solicitado este informe. El abogado-funcionario no tenía preguntas. De hecho no parecía que nada de lo que pasara allí le interesara mucho. Su pasividad y visible desinterés hacían que pareciera una estatua. La funcionaria que transcribía las respuestas se equivocaba constantemente, no entendía lo que decíamos, y la jueza y yo teníamos que repetir preguntas y respuestas en un ejercicio que me transportó a la infancia, cuando en la escuela hacíamos dictados.

Cuando se terminó la jueza le preguntó al abogado-funcionario si tenía algo que añadir y, evidentemente, dijo que no para, acto seguido, preguntar si ya podía marcharse. Le tuvieron que decir que no, que se esperara. Que primero tenía que firmar el acta, o como se llame la transcripción de esa clase de prueba pericial o como le quieran llamar a lo que hicimos. ¿Cómo podía ser que aquel hombre estuviera tan ausente que ni siquiera hubiera caído en que en estos casos, antes de irte tienes que firmar?

La funcionaria me mostró lo que había escrito y tuvimos que corregir la mitad del documento, contando las faltas de ortografía, las de mecanografía y su desconocimiento de palabras tales como “esterilización” que seguramente no sabía qué quería decir y escribió “instilización”.

Mientras yo enmendaba el escrito de la funcionaria, la jueza desapareció rápidamente -con el aspecto propio de quien es reclamado para asuntos de mayor importancia- y el abogado-funcionario, aburrido, mientras lo retenían allí contra su voluntad, optó por aquella fórmula tan tradicional en Madrid de hacerse el simpático con los catalanes, explicando que su mujer y su cuñado eran de Girona, que iba a menudo y que era tan bonito… Solo le faltó decir aquella frase tan sobada de “no parecéis catalanes” y que utilizan para expresar la sorpresa que les produce que les parezcas “normal” o incluso simpático, en relación al pésimo concepto que tienen de los catalanes.

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El fin de semana en el Mas Espuella fue una buena ocasión para poner en valor la amistad. La de verdad.

-Mira, Josep Ma, la familia no la eliges y los amigos sí. Yo ya hablo de la gente que quiero y de la que no quiero tanto y en las dos categorías hay familiares y amigos o conocidos.

-Yo me esfuerzo por mantener el contacto con los (pocos) buenos amigos que tengo. Pocos, pero importantes. Y este fin de semana ha sido reconfortante. Me encanta estar en el Delta, pero al final convivo con demasiada poca gente. He apreciado mucho el cariño que han demostrado Albert y Anna por los ausentes. Contigo y Anna hace muchos años que nos conocemos, que nos queremos y que nos tenemos una grandísima confianza. Con Albert y la otra Anna la relación no ha sido tan estrecha ni tan frecuente. Por eso he apreciado de forma especial el cariño que me han demostrado. Y como decía su preocupación sincera por los problemas que afectan a alguno de los amigos que tenían que venir y no han venido.

-Son muy buena gente, Josep Ma.

-Lo sé, Joan. Me tengo que socializar más.

Y es que “si cuando lo puedes hacer no lo haces, cuando lo quieras hacer será demasiado tarde”…

De hecho, como ya he dicho, siempre podrás, nunca es tarde. ¡Pero no hay que bajar la guardia!

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