La casualidad hizo que se me despertara el deseo de pasar unos días en Lanzarote. Me apetecía alquilar la misma casa en la que pasé los veranos de 2015 y 2016, momento en que estuve a punto de decidir quedarme a vivir allí. Entonces escribí (ver “Escrito desde un país llamado silencio”, del 24 de agosto de 2016):

“Observo a un hombre en la playa que hace que me vuelva a rondar por la cabeza una idea a la que hace tiempo que le doy vueltas, que ni es fruto de estos días de vacaciones ni de los del verano pasado ―viene de lejos y lo he pensado mucho― y que no es otra que la posibilidad de pasar temporadas más largas en Lanzarote cuando la jubilación ―o incluso en los años previos a la misma, si la carga y la organización del trabajo me lo permiten― lo haga viable… ¿Qué creéis? ¿Que quiero escaparme del ruido? Pues sí, qué queréis que os diga. ¡Hace años que me entreno ―con resultados variables― en la selva asfáltica de Barcelona! En un lugar como este debe de ser más fácil: a pesar de que incluso el ruido ya haya logrado penetrar en lo más profundo de uno mismo, el silencio del entorno facilita ese reencuentro cordial que todo el mundo parece buscar ―¿únicamente?― durante las vacaciones”. Y sigue…

Sentía la necesidad de alejarme de Barcelona. Esto creía, hasta que poco a poco, me fui dando cuenta de que Barcelona era sólo una expresión, bastante cosmopolita, eso sí, de cómo vivimos en el siglo XXI. En realidad, sentía la necesidad de alejarme de la forma de vivir actual. La idea empezó a rondarme por la cabeza en 2009-2010. Siempre imaginaba un lugar tranquilo, con poca gente y lo más cercano al mar posible. Supe antes que quería “irme”, que por qué quería irme.

Viajé por primera vez a Lanzarote cuando tenía 16 o 17 años, y creo que no volví hasta fin de año de 2007. Hacía pocos meses que me había separado y después de casi veinticinco años celebrando el cambio de año con el mismo grupo de amigos, con pocas excepciones, necesitaba estar lejos y en un lugar que percibía como tranquilo. En 2008 volví allí a pasar el fin de año.

Entre 2008 y 2014, primero con mis dos hijos y después con el segundo ―el mayor empezó a trabajar y llevar un ritmo de vida propio y diferente― durante las vacaciones de verano viajamos por el mundo.

En 2015, la idea de dejar de rondar y ese sentimiento de búsqueda de paz y tranquilidad me llevaron a Lanzarote. En invierno de ese mismo año fui a Tenerife por trabajo y aproveché para pasar el fin de semana en Lanzarote con el objetivo de buscar casa para el verano. No sé cómo supe que hacía poco había estado el entonces primer ministro británico James Cameron y sentí curiosidad por ir a chafardear el lugar que había elegido. Estaba seguro de que no estaría mal y daba por supuesto que el precio sería inasequible. ¡Pero no!

La casa, situada en el centro de la isla ―pero a poco en coche de cualquier playa― estaba en un lugar muy tranquilo, en el término de San Bartolomé, no sé si en un lugar denominado La Vegueta o El Islote. Casa típica de la isla, hecha con piedra volcánica y pintada de blanco como casi todas, contrastando con el jardín de piedrecitas negras volcánicas de las que emergían todo tipo de cactus, palmeras, hibiscos y otras flores de colores vivos que, en conjunto, me provocaban una sensación de haber ido a parar a un mundo mejor. Los muebles eran asiáticos, preciosos, importados de India, Birmania, Indonesia y algún país más del sudeste asiático. En la entrada, una estatua de un buda sobre una especie de cofre de madera grande y antiguo, anunciaba paz y quietud. Creo que colocar un buda en la entrada de casa es asumir bastante riesgo por las diversas expectativas o inquietudes que puede provocar. Si lo que viene a continuación no consigue un buen resultado estético, puede acabar resultando una “horterada”, o peor, ¡crear un ambiente “hippie-progre” decadente de mal gusto! Pero no. La casa era y sigue siendo una maravilla.

Dejé paga y señal, y en agosto fui allí.

En el blog hay diferentes posts sobre Lanzarote (solo tenéis que poner la palabra “Lanzarote” en el buscador), y estos días, en la misma casa en la que pasé los veranos de 2015 y 2016 y visitando la isla, he recordado y revivido lugares y sensaciones. Pero ahora quiero centrarme en dos recuerdos que tienen que ver mucho con mi deseo de vivir en Lanzarote o “en otro Lanzarote”, como, finalmente, he acabado haciendo.

El primero es el de la lectura de la encíclica “Laudato SI” del Papa Francisco (ver “Verano entre islas” del 16 de agosto de 2015), en la que encuentro buena parte de los motivos que me han llevado a alejarme del ruido.

Considero que el Papa Francisco es un antisistema valiente. Salimos un momento del concepto unificado y excluyente de antisistema y aceptamos que hay formas diferentes de sentirse antisistema, tan legítimas como las de los “anarco-progres”. Yo soy un antisistema insuficientemente consistente y por eso he buscado la “tierra prometida” en un lugar tranquilo cerca del mar. Me explicaré.

El pasado 4 de julio, en la Fundación Barcelona, tuvimos la suerte y el placer de compartir mesa con Eugeni Bregolat y aprender muchas cosas. Personalmente, no podía dar crédito a que la política de Gorbachov, el desmantelamiento de la Unión Soviética, el fin del comunismo y del mundo dividido en los dos bloques que conocíamos, la caída del muro de Berlín y del telón de acero, fueran el resultado de una especie de improvisación sin más fundamento, llevada a cabo por un ingenuo. Lo hizo a cambio de nada, sin contrapartidas. Bregolat dijo que era evidente que si hubiera concedido la reunificación alemana a cambio de que ese país abandonara la OTAN, los germanos habrían accedido a ella. Repregunté e insistí, pero el experimentado especialista en geoestrategia se reafirmó en que este hecho que ha marcado la dinámica del siglo XXI se debió a la naïveté de Mijail Gorbachov. Para reforzar la afirmación, explicó una reunión de Gorbachov con el presidente Bush padre, en Camp David, en la que un asesor militar del presidente americano, escuchando atónito la decisión del líder soviético de no poner condiciones, le hizo llegar una nota por escrito, pidiéndole que le hiciera repetir la afirmación. Y lo repitió. Por tanto, quizás sí… La descomposición interna del bloque comunista era patente. Pero sin embargo…

Después de todo aquello, llegó en parte El fin de la historia y el último hombre, como proclamó Francis Fukuyama en 1992. No de la forma exacta que él predecía. Pero, ciertamente, la democracia liberal posguerra fría se ha impuesto ampliamente en el mundo rico y en el no tan rico, y el mundo pobre aspira a llegar a él. El sistema se basa en un capitalismo desatado basado en el incremento infinito de la producción y el hacer querer creer, o creer, que los recursos naturales son inagotables, con consecuencias nefastas sobre la naturaleza humana, que llevan al individualismo, la soledad y a dinámicas sociales y relacionales patológicas. La locura colectiva conduce también a ignorar el principal problema que tiene hoy en día la humanidad: el cambio climático y el riesgo de extinción de la especie. El Papa Francisco, en la citada encíclica, lo analiza de manera brillante.

Ni en Lanzarote, donde quería ir a vivir, ni en las Terres de l’Ebre, donde finalmente vivo, hay escapatoria ni de las dinámicas relacionales tóxicas, ni del riesgo creciente que supone el cambio climático ―no para el planeta, el planeta no desaparecerá si no― para el futuro de la especie humana.

Pero, incluso con Internet y con agentes del CNI capaces de infiltrarse en un cangrejo azul o una anguila, la locura social no se nota tanto. La enfermedad mental colectiva ―que muchos todavía no han captado― se contempla con distancia desde la lejanía, mientras se mira el mar y se decide hacer una incursión o no en el manicomio de las grandes conglomeraciones humanas. Puedes elegir a quién ves, tener un encuentro relajado, disfrutar de reencontrar el alma humana que, más o menos escondida tenemos todos, y al terminar volver al “refugio antinuclear”. También me gusta recibir a amigos, muchos de los cuales se sienten cómodos cuando vienen, otros parecen desubicados al estar lejos de la desazón vital cotidiana y casi todos me preguntan si “me siento bien viviendo solo en un lugar tan solitario”.

He empleado la metáfora “refugio nuclear” porque siento que lo que nos amenaza es tan devastador como la bomba atómica, pero lejos de la dramática explosión apocalíptica, nos va exterminando lentamente. Estos días van llenos de debates electorales, mítines y declaraciones electoralistas por parte de políticos de todo color. Si alguien aún duda de que vivimos en un gran manicomio, le recomiendo que escuche sólo unos minutos de ese bla, bla, bla y observe la tensión en los rostros de la mayoría de los que hablan, cómo mienten sin pudor alguno y cómo se faltan al respecto. Un reflejo real de la sociedad en la que vivimos. Lo de que cada sociedad tiene los políticos que se merece, no deja de ser una frase llena de realismo.

Me levanto un momento, cruzo el jardín entre un gran hibisco y un cactus enorme, me aproximo al murete que me separa de una llanura de tierra volcánica negra, veo las casitas dispersas, lejanas, como pequeñas manchas blancas y vuelvo a sentarme a escribir. A escribir sobre el segundo aspecto que he anunciado y que tiene que ver más que con la causa de por qué vivir en Lanzarote o “en un Lanzarote”, con los efectos reconfortantes de tal decisión.

Hablo por teléfono con una amiga que me dice: “Creo que me resultaría claustrofóbico vivir en una isla”. Me hace pensar en un día del verano de 2016 que, parado en algún pequeño montículo de la isla, al atardecer, se veía la pista del aeropuerto con las lucecitas a ambos lados que la delimitan perfectamente. Por un momento, la sensación fue la de estar en un portaaviones. Entiendo bien el comentario de mi amiga. Pero acto seguido pienso en José Saramago (ver “Lanzarote no es mi tierra pero es tierra mía” del 6 de agosto de 2015). Todo parece indicar que fue muy feliz en Lanzarote junto a su querida periodista hispalense, Pilar del Río. Cuando te sientas en la mesa donde escribía y giras la cabeza hacia la izquierda y ves el mar a la altura de Puerto del Carmen, más o menos, entiendes que si tienes una cierta capacidad creativa ―no hace falta pretender alcanzar, ni mucho menos, la del premio Nobel de literatura portugués― y la necesidad de desarrollarla, determinados entornos ayudan a que “la inspiración te encuentre trabajando” y resulta imprescindible alejarse de ambientes ruidosos y tóxicos para permitir la expansión del alma y que la paz esté presente el máximo tiempo posible. Saramago murió en el 2010. No hace tanto, pero ciertamente, la tara mental colectiva era un poco menos acusada. Por otro lado, viajaba bastante y recibía muchas visitas enriquecedoras. ¡Pero como dicen los franceses quand même, il faut le faire!

En esta ocasión, la Fundación Encuentros me invitó a participar en un coloquio en Las Palmas de Gran Canaria y tuve claro que aprovecharía para, de forma inesperada, visitar de nuevo lo que podía haber sido mi tierra de acogida y no lo fue.

“El avión de hélices ha tardado unos cuarenta minutos en llegar a Lanzarote desde Las Palmas. Hemos bajado a la pista y caminando junto al avión, no lejos del mar, he recogido la maleta yo mismo de la bodega del avión que tenía la puerta abierta y he ido hacia el viejo edificio del aeropuerto César Manrique. Según el piloto, la temperatura es de 21 grados y hay calima. La sensación que provoca este viento fresco, tan familiar, hace echar de menos un jersey y contrasta con el bochorno de Gran Canaria. Son las 8 de la tarde.

Recojo el coche y, a pesar de los años transcurridos, consigo encontrar la carretera hacia San Bartolomé, el monumento al Campesino y llegar a Mozaga, continuando dirección La Vegueta y al poco tiempo la carretera que va hacia el Islote, me lleva a Tomaren. La puerta de acceso a la finca está abierta y la casa también, con las llaves en la cerradura puestas por dentro y una nota de bienvenida.

La sensación extraña que me ha dominado durante el trayecto, ha ido mutando hacia un claro sentimiento de bienestar al entrar en la casa. El Buda sigue sentado, impertérrito, sobre ese mueble antiguo, como si el tiempo no hubiera pasado. El salón, el comedor y la cocina a continuación, sin separaciones… Todo igual. Muebles, el gran tapiz hindú, colgado en la pared y flanqueado, a ambos lados, por las mismas lámparas de pie, como dos grandes cajas de zapatos de setenta u ochenta centímetros de altura y veinticinco o treinta de ancho, que proporcionan una luz cálida y agradable…

En el jardín igual, también. El hibisco grande, los cactus, todo plantado sobre grava volcánica, montañas al fondo, precedidas de las lejanas casitas… La mecedora, las hamacas, la mesa, el porche de madera soportado por columnas también de madera. Todo igual.

Me siento un momento en la mecedora y conecto con el bienestar ancestral que me provoca esta tierra. Tan claro, como claro está que no habría acertado quedándome. Durante el camino todo me era tan familiar y cercano como ajeno. Al cabo de casi una década, las sensaciones se acercan más al recuerdo melancólico que al deseo presente. ¡Las cosas cambian y las percepciones nuestras también! Recuerdo cómo la simbiosis entre la tierra, el mar, el paisaje y mi alma era total. Me hice mía una frase de quien fue habitante de lujo de la isla, José Saramago, que decía ‘Lanzarote no es mi tierra pero es tierra mía’. Ésta no es mi tierra, la sigo sintiendo muy cercana, seguro que me habría acogido muy bien, pero no era mi destino…”.

Durante la estancia, un amigo muy amante de las islas Canarias, conocedor de lo que fue este proyecto y también de que mi opción final fue Terres de l’Ebre, me preguntó si me había arrepentido. Le contesté:

“Cuando estoy en la casa, y veo estos paisajes… Pienso que si hiciéramos abstracción de distancias de estar obligado a coger aviones para viajar a Barcelona… la opción habría sido Lanzarote. Aunque he ido al Golfo y pese a que en el sur siempre hay más gente, me ha sorprendido la cantidad y pienso que cada vez es más difícil encontrar lugares tranquilos, especialmente cerca del mar, con poca gente…”.

Estoy contento y me siento feliz en el Baix Ebre, el Delta me gusta mucho y el Montsià y la Terra Alta también. Conozco menos la Ribera d’Ebre, de momento. Después de seis años y parafraseando a Saramago, puedo decir que “esta no es mi tierra, pero la siento como si lo fuera”.

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