Preámbulo
Hay semanas en las que todo arde. Por fuera y por dentro. No hace falta ver llamas para saber que el país se está consumiendo en un fuego lento, real y simbólico, alimentado por la indiferencia, la desconexión y el olvido. Entonces, escribir no es una respuesta, sino un gesto: una manera de no desaparecer. De volver a mirar lo que ya habíamos visto, pero con otra luz, desde otro lugar. Con los ojos más heridos. O más despiertos.
Estos días, las ideas que regresan son viejas conocidas. Pero no vuelven de la mano de ninguna teoría: llegan desde un paisaje quemado, una playa vacía, una ciudad que asfixia. Vuelven porque la realidad cambia y, con ella, el pensamiento se ensancha. Se decanta. Como las vetas subterráneas de una montaña que solo se revelan cuando el sol cae en el ángulo justo.
No escribo para decir lo que nadie ha dicho. Escribo porque hay que insistir. Porque hay verdades que no son ninguna novedad pero no por eso dejan de ser urgentes. Porque, cuando las palabras nacen de la raíz, pueden resistir el polvo y el olvido. Y porque, si aún queremos imaginar un país vivo, ese nacerá de la manera en que sepamos escuchar, mirar, dar sentido a lo que nos rodea.
Aquí se despliegan voces, lugares y pensamientos que ya han aparecido, sí. Pero cada retorno abre una nueva rendija. Y es por esa rendija —y antes de que todo vuelva a arder— que intento hacer pasar estas palabras. Que sea cada lector quien, si quiere, siga su propio hilo.
Lunes
Por la mañana, subiendo a la Foradada
Desde allí, en el risco, se ve un paisaje que parece nuevo, como si se dejara mirar por primera vez. La llanura se extiende, llena de luz y silencio, un vasto teatro donde pueden adivinarse las pequeñas historias escondidas del país. Cuando subo hasta la Foradada, me parece tocar la línea donde la naturaleza se alza, sin prisa, y abajo la humanidad empieza el día con un ritmo bastante pausado. Esa línea es un hilo frágil, un punto de contacto donde el paisaje resiste el paso del tiempo y la ciudad, que sé que sigue allí en la lejanía, amenaza con engullirlo.
Y cuando con los ojos cerrados miro hacia ese horizonte lejano, allá, la ciudad se va despertando con su estrés habitual —los coches, las prisas, el ruido que se expande como una epidemia corrosiva que no se puede detener—, me doy cuenta de que esa calma de aquí arriba es la última frontera entre un mundo aún posible y otro que parece ir en dirección contraria. Es como si la Foradada fuera un espejo que refleja el conflicto de Cataluña: la tensión entre un país que quiere crecer en profundidad y otro que se desvanece en verticalidad sin raíces. El mismo conflicto que hace que haya humanos conectados con la vida y otros que son víctimas del sistema.
La Foradada es silencio, pero también resistencia. Un recordatorio de que la tierra y la gente que la habita tienen una fuerza más sutil que cualquier rascacielos. Aquí, donde todo es lento e inmenso, aún hay espacio para respirar, para existir fuera del asfalto, la contaminación y los estilos de vida inhumanos.
Martes
Atardecer, en la ciudad que se ilumina
Pienso en la ciudad que se ilumina y la noche que cae y me pierdo en su caos frenopático. Barcelona brilla con miles de luces, pero lejos de ser un faro que guía a los que buscan, es un foco cegador. La gran metrópoli parece un monstruo que ha perdido la compasión, que absorbe sin orden ni concierto todo lo que es ajeno y expulsa a su gente a partes iguales. La ciudad se llena de rituales que provocan vergüenza ajena, de hoteles y alojamientos de lujo o de mala muerte y de calles ruidosas, pero parece haber perdido su propia alma. Cada día me recuerda más a un parque temático extravagante, un laboratorio de ideas de “bombero”.
En la ciudad, el espacio se estrecha, la prisa se intensifica, a pesar de no saber adónde se va ni por qué, la vida se desarrolla a un ritmo poco humano, el valor se mide en éxito (instrumental, convencional), imagen y producción constante. Es la ciudad del capitalismo devastador, donde todo se mueve pero todo se pierde: el silencio, la calma, el contacto con la naturaleza y con la gente. Es una vida de locura porque exige estar siempre conectado, disponible, y producir para alcanzar un crecimiento infinito y aniquilador.
Y es desde esta perspectiva brutal que la ciudad se abre a la periferia como una boca que engulle. El aire de montaña, los campos, los pueblos que son más que puntos en el mapa, parecen pequeñas anomalías en el gran engranaje. Y mientras la ciudad se expande sin límites, muchas otras realidades, más humildes, sostienen la vida del país con su persistencia callada. Pero el país es todo. Como lo es la humanidad de la que formamos parte tú, lector, y yo, como también Donald Trump y la multitud de psicópatas integrados y los niños hambrientos de las zonas ignoradas. Las grandes ciudades, con su alta densidad poblacional, con más oportunidades profesionales y sociales, entornos impersonales y un mayor control reputacional, facilitan el camuflaje y el anonimato que necesita la legión de psicópatas integrados que domina la “civilización occidental”. También hay menos presión social y moral que en los pueblos, donde las manzanas podridas se detectan más pronto que tarde y se aíslan.
Miércoles por la tarde
Después de la noticia 
El humo se alzaba lentamente, cubriendo el Baix Ebre como una cortina espesa. No era solo el fuego que quemaba pinos y campos. Era la sensación de un territorio abandonado, dejado a su suerte. Pero lo más doloroso fue ver cómo se explicó todo aquello: cómo ese espacio vivo y querido se convirtió en decorado de tragedia para los informativos. Cómo se mal nombraron los pueblos, cómo se hicieron chistes miserables. Cómo se faltó al respeto.
La cobertura deficiente de TV3, distante e improvisada, no captó el alma del lugar. Hablaban “de casa”, sí. Pero de la parte de la casa que no quieren ver: el sótano lleno de trastos, el desván lleno de polvo. Esos espacios que dan grima y que solo se pisan cuando no queda más remedio.
Pensé en esta brutal desconexión. En un país que no siempre sabe escuchar sus paisajes, ni respetar como debería a quienes los habitan, ni comprender la importancia de preservarlos. Y en ese humo que envolvía la llanura, vi también la metáfora de un país mal gobernado: centralizado, miope, insensible a todo lo que queda fuera del foco metropolitano.
No es la Cataluña-ciudad que imaginaron los noucentistes. Es una macro Barcelona expansiva y caótica que se ha convertido en sinónimo de desequilibrio. El fuego, como la metrópoli, consume sin distinguir. Pero no entiende qué quema. Y eso, más que una crisis ambiental, es una crisis de sentido.
Jueves
Por la tarde, paseando por l’Arenal y reflexionando
El viento arrastra la arena mientras camino junto al agua. La luz es suave, casi transparente. Las olas rompen con una calma que invita a pensar, o a dejar de pensar. Aquí, entre la tierra reseca y el mar vivo, mi mente vuelve a aquella idea de país hecho de ciudades medianas y pueblos conectados, de Gabriel Alomar y Prat de la Riba. La Cataluña-ciudad de los ideales, que busca el equilibrio entre su gente y el territorio que la acoge y que hoy parece más lejana que nunca.
El modelo metropolitano lo ha devorado todo: paisaje, ritmos de vida, sentido de comunidad. La ciudad se impone incluso hasta donde no llega. Coloniza el imaginario. El capitalismo en forma de urbe: máquina de triturar espíritu y naturaleza. Y es aquí, al margen, donde intento reconstruir un sentido. No es solo una cuestión territorial, sino vital. ¿Cómo queremos vivir? ¿Cómo podemos resistir?
Viernes
Por la mañana, pedaleando entre arrozales y desconexiones 
Avanzo lentamente, en bicicleta, entre los arrozales. El viento viene del mar, fresco, y el tiempo aquí parece tener una densidad diferente. El verde me habla, el cielo me observa. Lo que por la mañana debería ser solo un paseo se convierte en reflexión: sobre el capitalismo que yo mismo había creído benévolo y que ahora muestra su rostro más cruel. Las metrópolis como manicomios. Las vidas que solo valen si producen, consumen, contaminan y hacen ruido.
Pero aquí, en esta aparente fragilidad, hay resistencia. Silenciosa, persistente. Hay otra manera de vivir. Otra manera de mirar. Y en esta mañana de luz y aire limpio, lo recuerdo.
Sábado
Repensando la falsa descentralización
Discursos, anuncios, inauguraciones. Hace décadas que oigo hablar de descentralización. Pero todo sigue ocurriendo en el centro. En Barcelona. Allí se acumulan los recursos, las oportunidades, las miradas. ¿Y el resto del país? Reducido a comparsa.
La descentralización es un espejismo. TV3 —¿la nuestra? ¿La de quién?— es un buen ejemplo. Una televisión que habla desde el centro y para el centro, mientras el resto solo aparece como paisaje o anécdota. Esta ficción desgasta. Y así, el país no puede ser. No de verdad.
Domingo
Noche profunda, el silencio como espacio para pensar 
La noche es densa. El silencio me abraza. Aquí, en este rincón que es refugio, todo adquiere otra claridad. Ya no huyo: construyo. Con gestos pequeños. Con decisiones que no salen en los diarios. Con conversaciones que no son virales. Con respeto por la tierra, por la gente, por el tiempo.
No hay heroísmo. Hay honestidad. Y una forma de vida que ya no proyecta futuro, sino que echa raíces en el presente. En este espacio vivo que llamo casa. Y en este silencio que, al fin y al cabo, es lo único que no miente.




Comentari trobat a xarxes, d’una noia de Xerta….
“CREMA TOT, MENYS LA MEMÒRIA
Xerta, juliol del 2025
Així em sento i ho vull escriure…
Ha cremat el meu territori. I amb ell, han cremat arbres de fa dècades, finques que són de generacions, paisatges que conec de memòria, i una part del que sóc.
He viscut el foc massa a prop del poble, amb por, impotència i una rabia molt difícil d’explicar. No sóc tècnica, ni bombera, però sí que sabia que el vent bufava fort, que venia de mestral, i que tothom coneixia cap a on aniria el foc “el famós vent de dalt…”
Valoro profundament el Parc Natural, la seva biodiversitat, la seva bellesa, i el seu valor ambiental. Sé que forma part de la riquesa col.lectiva que cal preservar. Però també vull que es respecti el meu entorn, el meu paisatge, els meus arbres, les meves finques, i la vida que portem aquí els que vivim tot l’any.
He tingut la sensació que el meu poble i el meu entorn han sigut la “última prioritat”. Que si això hagués passat a una altra zona amb més visibilitat o pes mediàtic, la resposta hauria estat més ràpida, més decidida, més present…
La nit de dilluns a dimarts, mentre el foc creixia sense control i arribava massa a prop, vaig buscar informació a tot arreu, i no en vaig trobar. Sort de les xarxes socials. La cobertura mediàtica del dia després molt bé, la de la nit de l’infern, no. El silenci mediàtic també fa mal. També exclou.
Malgrat tot, vull agrair sincerament tota la feina de Bombers, Mossos, UME, Protecció Civil, Alcalde…i a totes les persones professionals i voluntaris que han estat, i segueixen estant, al peu del canó i treballant sense descans nit i dia. Gràcies també, a la gent del poble, als que no han dubtat en ajudar-se quan calia, als que han estat al costat dels altres, als que han ajudat a salvar el que es podia…gràcies. Tampoc em puc oblidar de tota la solidaritat de familiars, amics i demés gent, pel seu suport incondicional en aquests moments tan difícils.
Aquestes paraules no volen buscar culpables, sinó fer visible una realitat que potser no surt als mitjans. No vull que aquest incendi es posi en un calaix i s’oblidi 20 anys fins al pròxim.
Només demano que el meu poble i el meu territori siguin tractats amb el mateix valor i respecte que qualsevol altre. Que no es decideixi desde la distància d’un despatx de capital què és important i què no. Perquè aquí també hi ha vida, memòria, esforç i dignitat.
Som de Xerta. Som terra viva. I NO oblidarem el que hem viscut.”