El arquitecto Jordi Bonet i Armengol falleció el pasado 20 de junio en Barcelona, ciudad en la que nació 97 años antes. No puedo hablar personalmente de él, pero conozco su obra y, aparte del “hacer”, tengo una idea del “ser”, de cómo era humanamente el arquitecto Bonet. Y esto, fundamentalmente, por dos razones relacionadas entre sí. En primer lugar, por la amistad con su hijo Jordi Bonet i Agustí, al que conocí hace más de cuarenta años, en el activismo juvenil, durante la llamada transición democrática que, con el tiempo, acabaríamos descubriendo que le pegaba más el nombre de régimen pseudodemocrático del 78. Hoy en día compartimos todavía amistad, patronato en la Fundación Barcelona y algún encuentro veraniego en las Terres de l’Ebre. En segundo lugar, aquella militancia juvenil nos permitió conocer a personas muy comprometidas de la generación de nuestros padres, de la generación de Bonet i Armengol. Muchas de estas personas, como nosotros mismos, que compartíamos los valores que nos transmitieron, consideramos que era el momento de hacer política. Por razones sociales, sí, pero, sobre todo —y eso muchos no lo entendieron, ni lo entienden aún ahora— porque teníamos un proyecto de país diferente del proyecto español. Nosotros lo teníamos, y ellos también. Ahora mismo…
Precisamente por los valores que encarnaba Jordi Bonet i Armengol, conocidos por mí de forma indirecta, como decía heredados y vividos a través de personas de su generación más que de él mismo, y a los que me referiré, el hecho de que en su funeral no estuviera ni el presidente de la Generalitat, ni el vicepresidente, ni la consellera de Cultura, ni nadie del Govern (¿quizás algún director general?), me dolió y, de hecho, ha sido el motor que me ha impulsado a escribir este post. Y no lo digo porque el insigne arquitecto no merezca tantas glosas como haga falta por él mismo. Lo digo porque hay personas más cualificadas y más cercanas a él que pueden hacerlo y no pretendo de ningún modo asumir un protagonismo que no me corresponde. Volviendo, entonces, a la —para mí triste— ausencia del Govern de la Generalitat en la despedida, quiero dejar claro que si me equivoco —pese a haberlo podido contrastar con varios asistentes— y había algún representante, pido perdón. Pero en el caso de haber sido así, nadie se dirigió a la familia para expresar sus condolencias. En el funeral estaba el presidente Jordi Pujol. El presidente Mas, amigo personal de Jordi Bonet hijo, durante el velatorio acudió al domicilio del fallecido para dar el pésame y los presidentes Quim Torra y Carles Puigdemont dirigieron sendos mensajes de pésame a la familia. Si este hecho hace pensar a alguien en “¿por qué estos precisamente?”, significa que desconoce la magnitud de la figura del arquitecto y la dimensión humana de Jordi Bonet i Armengol, que va más allá de ideologías y partidos políticos.
Todos hemos vivido, en alguna ocasión, la sorpresa que provoca que familiares o amigos de un difunto parezcan más preocupados por quién ha ido o ha dejado de ir al sepelio, que el propio recuerdo de quien les ha dejado. No es el caso, es más profundo lo que quiero transmitir. Tiene que ver con el sentido institucional que implica formar parte del Govern de Catalunya, y tener claro que una de las funciones es la de despedir a los hombres y las mujeres que han engrandecido el país. Simplemente, me sabe mal que quien, entre otras muchas cosas y del mismo modo que su padre Lluís Bonet i Garí, no solo fue el director de las obras del templo de la Sagrada Familia —en su caso durante 27 años—, sino que investigó e interpretó la creación de Gaudí, siendo probablemente el arquitecto religioso más importante de la segunda mitad del siglo XX; no fuera suficientemente valorado (¿desconocido quizás?) por los miembros del actual Govern de Catalunya. Creu de Sant Jordi, Premio Ciutat de Barcelona, Medalla de Honor de Barcelona, Cruz de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio, Medalla al trabajo Presidente Macià, presidente de la Real Academia de Bellas Artes de Sant Jordi, Comendador de la Orden de Sant Gregorio el Magno, Premio Domènech i Montaner del Institut d’Estudis Catalans, obras arquitectónicas religiosas, industriales y civiles varias, como los trabajos realizados en el Palau de la Música Catalana, autor de —entre diversas publicaciones— La arquitectura al servicio de la música (ojo con la palabra “servicio”, actitud que marcó su vida), doctor en Arquitectura, diplomado en Housing Construction en Estados Unidos, figura reconocida en el mundo del escultismo, presidente del Movimiento Scout Católico en España, vicepresidente de Òmnium Cultural, presidente y/o miembro, patrón, de juntas directivas y patronatos de diversas entidades e instituciones (Orfeó Català, Centre Excursionista de Catalunya, Fundación Gala-Salvador Dalí, Colegio Oficial de Arquitectos de Catalunya y Baleares, patronatos de los Monasterios de Sant Cugat del Vallès, Sant Pere de Rodes y Santa Maria de Vilabertran, Museos de Solsona, Val d’Aran, Prat de la Riba y Museos de Catalunya, Fundación Pau Casals, Orfeó Gracienc, Societat Catalana d’Estudis Històrics, de Ordenación del Territorio…). En fin, quien quiera conocer la trayectoria de este gran hombre humilde, la encontrará fácilmente en los sitios de búsqueda habituales. Solo pretendía reproducir, a modo de flash, una aproximación del personaje, a la que solo quiero añadir que, gran esquiador durante toda su vida y vinculado personal y profesionalmente a La Molina, esquió hasta pasados los 90 años. Como la mayor parte de personas longevas, era delgado, atlético, estaba en forma mental y físicamente, era austero, sencillo, modesto, frugal, auténtico, de fuertes convicciones, y con temperamento cuando era necesario, según explican quienes le conocieron más. Personalmente, recuerdo haber podido disfrutar de su saber profesional y de su sabiduría personal durante una visita que hicimos los patrones de la Fundación Barcelona, al templo de la Sagrada Familia, en torno al año 2010. El dr. Bonet tendría unos 75 años, y me costó lo mío seguirle el ritmo trepando escaleras arriba hasta lo más alto del templo por aquel entonces. Antes, el 21 de noviembre del 2007, con motivo de asistir al discurso de ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de Sant Jordi, del buen amigo Joan Oliveras, pude tener una conversación con el entonces presidente de esta entidad, Jordi Bonet i Armengol, de la que recuerdo su insistencia en ser perseverante en las convicciones, procurando estar seguro de que eran fruto de experiencias positivas y no de prejuicios.
Siguiendo el hilo del arquitecto Bonet y la herencia generacional que recibimos los de mi generación de sus coetáneos —en mi caso he tenido
la suerte de vivirlo muy directamente de Jordi Pujol, de los doctores Josep Laporte y Moisés Broggi, del historiador Josep Maria Ainaud de Lasarte, cuñado de Jordi Bonet, entre otros— muchos de nosotros pasamos del mundo asociativo y el activismo juvenil a dedicar unos años de nuestra vida a la política. Los mencionados Joan Oliveras, Jordi Bonet hijo y también Pere Galí, yerno del arquitecto Bonet, formamos con una cincuentena larga de boomers, la mayoría vinculados de una forma u otra, durante períodos más largos o más cortos, pero nunca “profesionalmente”, a la política; formamos parte, decía, de la Fundación Barcelona. A diferencia de muchos —no todos, pero demasiados— de los políticos actuales, la práctica totalidad de todos nosotros habíamos tenido antes y/o después actividad profesional y también, en la mayoría de casos, sólidas formaciones académicas. Para nosotros, la dedicación a la política institucional nunca fue una profesión. Fue un paréntesis en nuestras vidas (como lo fue para Jordi Bonet i Armengol, dejar su despacho profesional de arquitectura, entre 1981 y 1984, para servir al país desde la Dirección General del Patrimonio Cultural y Artístico de la Generalitat). En mi caso, abandoné la Generalitat en 1994, volví en 1997 y dejé definitivamente la política institucional el 31 de diciembre del 1999.
Sin querer entrar en comparaciones generacionales, siempre odiosas, sí quiero manifestar que, en aquella época, el Govern de la Generalitat (y, por cierto, el Ayuntamiento de Barcelona, ya que, si bien asistió al sepelio Albert Batlle, no sé si lo hizo a título personal o institucional) habría estado representado oficialmente en el funeral de Jordi Bonet i Armengol.
El mundo, en treinta años, ha cambiado y cambia muy rápidamente, pero creo que determinados asuntos, como el que me ocupa, no deberían poder justificarse por estos cambios. Evito especular sobre cuáles pueden ser los motivos…
El desencanto -cuando no, el rechazo- hacia la política y los políticos no viene de hace “cuatro días”, pero ha crecido y sigue aumentando de forma preocupante. Hasta el punto de que, si todo sigue igual, se pueda acabar resintiendo la propia democracia como sistema. La sensación de que la democracia está en decadencia, va calando entre los ciudadanos de las democracias con mayor tradición. Aunque las encuestas muestran que la democracia como régimen político y sistema de toma de decisiones colectivas no ha reducido nada su credibilidad, estas mismas encuestas se encargan de reflejar los bajos niveles de confianza en algunas de las instituciones clave de las democracias representativas y en los políticos que las gobiernan, lo que no es ajeno a los valores y actitudes de estos últimos.
Ciertamente, estamos en un mundo globalizado. El poder de los lobbies, de las multinacionales y de los entramados financieros también globalizados y que funcionan al margen de los valores democráticos, va reduciendo la cuota del poder político en lo que es el ámbito del poder total. Esto contribuye a que muchos políticos, en sus intentos de simular que tienen un poder que no es tanto como quieren mostrar, puedan acabar apareciendo como “títeres” en manos del poder real, lo que degrada su imagen y su valoración por parte de los ciudadanos. Si con esto añadimos lo que ya decía, por citar uno de tantos ejemplos, Joan Lluís Pérez-Francesch, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB, hace unos años (2016), en elmati.cat: “Por otro lado, es relativamente fácil dedicarse a la política sin demasiado ‘control efectivo de calidad’. Hay de todo, pero también es verdad que encontramos personas que hace muchos años que están enganchadas al presupuesto público, sin estudios o conocimientos específicos, esperando una buena jubilación como máxima meta en su vida”, pues ya tenemos más elementos para un debate, que al final es la adaptación de la democracia, la reinvención de los partidos políticos y de los sistemas de elección de los políticos (incluyendo job description and skills de los puestos a ocupar), que deberá realizarse durante este siglo XXI. Habrá que redefinir la relación entre poder político y poder económico, y entre electores y elegidos. Repito, nada de eso era inexistente hace treinta años, pero no tenía la envergadura que tiene hoy en día.
Por no hablar de cómo se ha trasladado el debate político de la esfera propiamente política, (gobiernos, parlamentos…), a los Media primero y a las redes sociales después. La información ha dado paso al negocio. El control clientelar ejercido a través de los medios públicos, ha perdido la batalla en favor del control de los medios privados y redes sociales. Y el negocio, en el mundo del consumismo desatado, de la rapidez, de la inmediatez, implica una aceleración que no permite centrarse con detenimiento suficiente en los temas. Aún no ha terminado un debate, que ya hay más de diez nuevos temas en marcha y los políticos, dominados por el imperativo de acaparar cuotas de pantalla, sin tiempo para reflexionar, dicen, prometen y se comprometen con lo que sea necesario, siempre y cuando esto les permita mantener la visibilidad, con independencia de la coherencia entre lo que piensan, dicen y hacen. La tiranía del negocio sobre los contenidos provoca este desmadre. La tensión inherente a todo este contexto no es ajena a los espectáculos que vemos en los parlamentos, en los debates electorales, en las entrevistas, en los que, más que las propuestas dirigidas a los ciudadanos, prevalece la descalificación del adversario, sin cuidar mucho las formas. Los ciudadanos, que viven la misma vida acelerada que sus representantes y están igualmente conectados al world wide web and so on, acaban hartos de estos espectáculos en sesión continua 24 horas/365 días. ¡La perplejidad es máxima cuando escuchamos, por enésima vez, decir a un político que lo más importante es “hablar de los problemas reales que afectan a las personas”! Pobres hombres y mujeres que se dedican hoy a la política, aunque la mayoría piensen que de pobres nada, que no son más que un grupo de ineptos y vividores. Muy probablemente electos y electores compartimos la sensación —por diferentes motivos— de “cornudo y apaleado”. Y aquí lo dejo. Hay muchos politólogos, sociólogos, economistas, tecnólogos…, que podrían estructurar de forma ordenada y conceptualmente bien fundamentada lo que acabo de escribir, fruto de mis impresiones personales.
En cualquier caso, cuando yo me dedicaba a la política, las cosas no eran exactamente así, aunque algunas ya se podían entrever. Pero si pienso en los comienzos, la militancia juvenil, tengo el recuerdo —quizás sublimado por la nostalgia, no digo que no y evidentemente, subjetivo— de haber tenido referentes, personas entregadas a un ideal de país y de sociedad, con espíritu de servicio, con sentido comunitario y con una dimensión humana palpable. Hoy, estos perfiles me cuestan más de encontrar y los que conozco siento que lo tienen más difícil. O que las dificultades, distintas de las de entonces, que también estaban allí, están envueltas de mayor complejidad.
Acabo el post, retrocediendo aún más en el tiempo, con una cita de M. Teresa Peyrí i Macià, nieta del presidente Macià y madre de la
compañera Fina Pi-Sunyer, cuando manifestó en la revista Sàpiens, diría que en el 2011, que “los políticos de hoy en día, deberían aprender de la conexión de Macià con el pueblo”. Y eso pese a no disponer de Twitter, ni de Facebook, ni de Instagram.
Estoy convencido de que el presidente Macià o algún miembro de su Govern, si hubieran coincidido en el tiempo con el arquitecto Jordi Bonet i Armengol habrían representado oficialmente al Govern en la despedida de este catalán ilustre. Es cuestión de valores, de sensibilidad y de tener oficio.