En Buenos Aires es otoño, pero estos días de principios de mayo parecen más bien de verano.
Me despierto justo cuando la luz del día comienza a insinuarse. Tengo que pronunciar una conferencia en la Residencia del Embajador de Gran Bretaña y un coche me recogerá temprano en el hotel. Es la tercera vez que me alojo en este hotel en un poco menos de un año y me empieza a resultar familiar. Ya conozco a algunos de sus trabajadores.
El techo del comedor es de vidrio, lo que permite ver la torre de habitaciones del propio hotel. Entre esta y un edificio vecino aparece la luz del sol. Miro hacia el cielo, respiro hondo y tengo sensaciones agradables. He visitado esta ciudad por trabajo muchas veces en tres etapas profesionales diferentes en los últimos veintitantos años y, sin pretender conocerla a fondo, la conozco razonablemente bien. He caminado mucho por ella, que es la manera de conocer las ciudades. En cualquier caso tengo una idea que no se limita a la parte monumental y los mejores barrios (ver post “Otoño-invierno austral”).
Conozco La Boca, más allá de Caminito y del mítico estadio de fútbol. Hace años, por trabajo, conocí algunas Villas miseria y he visto en varias ocasiones algunos hospitales públicos -entre otras instalaciones- que están muy lejos del peor hospital público del primer mundo. En negativo. Por lo tanto, creo que no desconozco la variación, el gran contraste urbano y social que caracteriza a Buenos Aires.
Pero hoy, esta mañana, me domina una sensación agradable, entrañable, tengo en la cabeza la espectacularidad de las grandes avenidas, los monumentos, la belleza de los Bosques de Palermo, del Jardín de Rosas, los palacios. El edificio todavía nuevo del MALBA o la exposición de libros en La Rural, en la Plaza Italia. Y evidentemente el recuerdo de haber podido hacer unos cuantos kilómetros a pie, con mi hijo y su pareja, que viven en Santiago de Chile y descubrieron esta gran metrópoli aprovechando el puente del 1º de mayo.
Todo (o casi) desprende una cierta dejadez, una falta de mantenimiento y limpieza. Desde los monumentales panteones del cementerio de La Recoleta, hasta las fachadas de edificios de lujosos apartamentos en Palermo. Todo en Capital Federal denota un punto de decadencia. La grandeza de lo que tal vez un día fue, o podía haber sido o parece que fue pero no, forma parte de la nostalgia de este país de tangos, conventillos y gauchos víctimas de la injusticia social según algunos, simplemente vagos según otros.
La luz de estos días de otoño, era clara. El sol, radiante. Pero ya no era el sol del verano. Hacía juego con esta agradable melancolía que me ha inspirado la ciudad estos días y que le es tan propia.
Me encanta escucharlos hablar con el acento porteño característico. ¡Qué riqueza de vocabulario! ¡Qué variaciones en la entonación! ¡Qué castellano tan característico de ellos, rico! ¡Qué gesticulación y cambios de expresión armónicos con el contenido de lo que hablan! Castellano lleno de palabras del lunfardo que cuando lo hablan rápido me cuesta seguir. ¡Cómo me gusta escucharlos y mirarlos mientras hablan y gesticulan apasionadamente!
Ellos mismos me han explicado el chiste de que “el mejor negocio que hay es comprar a un argentino por lo que vale y venderlo por lo que dice que vale”. Pero lo cierto es que la mayoría, en la intimidad, lejos de mostrarse petulantes, son muy críticos con el país y con los argentinos. Muy a pesar de ellos, pero es así. Son muchos los que se lamentan de tener un país manifiestamente mejorable, argumentando que es así porque ellos son como son. Lo explican resignadamente, algunos con confianza de cambio, pero la mayoría con poca. Se lamentan -con razón- de lo que podía haber llegado a ser este país y nunca ha sido.
También me han mencionado un dicho que debe ser conocido, pero que yo no había escuchado: “Viajas a España y son 5 horas más. Vuelves a Argentina y has retrocedido 30 años”. Y la verdad, coincido con la sensación. Corrupción apaprte (hemos descubierto que en España hay mucha, pero nada que ver con lo que pasa aquí, donde el problema es mucho más general y se vive de forma más resignada y la reacción de indignación manifiesta es menor), muchos de los problemas y dilemas que tienen y se plantean en relación al sistema sanitario, por ejemplo, me trasladan directamente al que nos encontramos los que trabajamos en su transformación, hace 30 años.
Esta semana, sin embargo, he vivido sensaciones diferentes y positivas.
Quizás es el momento de hacer dos advertencias. En primer lugar, no quisiera elevar la anécdota a categoria. No me confundo. Simplemente quiero poner énfasis en algunas experiencias positivas.
En segundo lugar, lejos de descubrir Buenos Aires a nadie -aún menos a los que lo conocen bien-
aspiro simplemente a conectar con sensibilidades y emociones de los lectores.
Como decía, quizás ahora describiré una de las excepciones que confirman la regla -desconozco totalmente el grado de excepcionalidad- pero esta semana he tenido la oportunidad, la suerte y el placer, de trabajar con un equipo numeroso de argentinos (todos lo eran excepto un colombiano) motivados y entusiastas, compuesto por muy buenos profesionales, todos ellos formados en Argentina.
Al frente un líder con la autoridad propia del que se la ha ganando y que no tiene necesidad de emplear ningún recurso que se aproxime ni de lejos al autoritarismo. Un caso claro de liderazgo basado en valores. Un profesional de verdad, sencillo, humilde, respetado pero no temido por los suyos, no un compañero más, pero casi. Un directivo que ha optado por algo parecido a la difícil fórmula de ser el primus inter pares.
Un argentino de origen italiano, bien formado, con experiencia de trabajo internacional y del que llama mucho la atención una mirada que no engaña.
Sus ojos claros te miran fijamente y transmiten firmeza y determinación en la toma de decisiones al tiempo que bondad y garantía de juego limpio. Alguien que escucha siempre antes de hablar y que se deja interrumpir para seguir escuchando…
Una persona que desde hace veinte años no falla a su clase semanal de saxo, ávido de saber y aprender. Lector infatigable.
La multinacional en la que trabaja, la conozco bien. He colaborado con ellos en diferentes países y he conocido a una mayoría de profesionales y directivos con muy poco espacio para la vida personal y familiar. Hacen jornadas laborales inhumanas, alguno funciona con estilo más que autoritario -casi dictatorial- sin mostrar (¿sentir?) mucho aprecio por su gente, y los resultados económicos que obtienen no son mejores. Evidentemente, los relativos a hacer más humano y agradecido el trabajo, tampoco.
He conocido a mucha gente que opina que es difícil ejercer el poder -sigo pensando en directivos de multinacional- y comportarse como (¿ser?) una buena persona.
Mi hijo me decía que había leído en un artículo publicado por alguna gurú de la Kennedy School de Harvard que no se puede ser un buen directivo sin ser una buena persona. Me recordó el Dr. Rozman, a quien le había oído decir muchas veces que “para ser buen médico hay que ser una buena persona”. Y creo que lo mismo se aplica para los mecánicos, los zapateros o cualquiera… También para los políticos, los banqueros y los periodistas.
Este colega argentino, que sabe conciliar vida profesional, personal y familiar, disfruta destinando tiempo a educar a sus hijos e intentando transmitirles a ellos sus sólidos valores.
Se trata de un hombre que no oculta su decepción con su país, al que ama profundamente, pero del que no se atreve a hablar bien. Yo creo que si pudiera se rebelaría y destacaría las virtudes que -sin duda- tienen. No lo hace o no lo hace explícitamente…
Un día me invitó a cenar con su mujer y antes y después de compartir un rato agradable cenando con ellos, paseamos por espacios muy bonitos de la ciudad de Buenos Aires, algunos de ellos llenos de gente joven risueña y extrovertida, cenando o tomando algo en terrazas de bares y restaurantes. La temperatura más estival que otoñal lo permitía. Entretanto, el colega me hablaba de lo peligroso que puede ser pasear por muchos -demasiados- lugares de la ciudad. Pero si tenía que juzgar por lo que veía, no tenía ningún motivo para pensar que aquello fuera más inseguro que el centro de Barcelona, de París o de New York…
Estoy seguro de que con sus hijos hace lo mismo. Mientras explica el “desastre” que es su país, confía que educando bien a los jóvenes, estos problemas que él mismo dice que son tan estructurales, que hacen que el más honesto y bienintencionado, una vez insertado en “la maquinaria”, sucumba y lejos de contribuir a cambiar y mejorar, consolide los males congénitos de Argentina; mientras hace este discurso, lucha tanto como puede para, en el radio que puede abarcar, contribuir a transformar todo aquello que no le gusta. Un hombre que considera que a pesar de los años que han pasado, los gérmenes destructores del peronismo, no has desaparecido…
Esta semana comimos con alguien que ya está jubilado pero que durante años trató con el sector público argentino y que conserva todos los tics y las prácticas propios de los que tenían que ganar licitaciones en un ambiente de corrupción generalizada y estructural. Medio bien conocido, por cierto, por grandes empresas españolas, antiguos monopolios de Estado privatizados y otras bien representadas aún hoy en el palco del Real Madrid.
Volviendo al porteño jubilado con el que comimos, el joven directivo italoargentino me dijo, refiriéndose al comensal que nos acompañó, que era el ejemplo vivo de un tipo de profesional afortunadamente desfasado. Una prueba más de su confianza en el cambio a mejor. Ahora bien, cuando se daba cuenta de que se le “había escapado” una muestra explícita de optimismo lo compensaba. En este caso añadió: “Aparecerán nuevas y modernas formas de saltarse la ley”. Pero estoy seguro de que en su fuero interno es más optimista o que como mínimo quiere confiar en un cambio a mejor.
Un “enfermo de Barça” como yo, no podía terminar el retrato del colega sin apuntar que se trata de un apasionado del Boca, fenómeno no fácil de asimilar por su significado complejo, pero definitorio de todo aquel que ostenta esta condición. Si a alguien le parece difícil transmitir mínimamente lo que es y significa el Barça para los que amamos este club, no hace falta ni que intente comprender todo lo que simboliza el Club Atlético Boca Juniors para sus seguidores.
He tenido la suerte de vivir la experiencia de un día de partido en La Bombonera y no me veo capaz de explicarlo, entre otras cosas porque seguro que ni así y por más que me explicaran, puedo sentir todo lo que les provoca.
Me aleja de ellos la devoción que sienten por Diego Armando Maradona, el resultado de la comparación que constantemente hacen con Leo Messi y que me deja frío que tengan buen recuerdo del juego de Riquelme. Pero me impresiona lo que significa ser de Boca, aunque cuando creo intuirlo más que comprenderlo en toda su profundidad. Me parece que entiendo mejor lo que significa el River Plate y como que me recuerda mucho (a riesgo de no estar en lo cierto) lo que simboliza para mí el Real Madrid, pues qué queréis que os diga…
Termino mi estancia con una conferencia en la residencia del Embajador de Gran Bretaña en Argentina. No soy mucho de banderas, pero cuando veo juntas las banderas británica y argentina en este palacete tan impresionante, jardín espectacular incluido, tengo la tentación de fotografiarme con ellas.
La guerra de las Malvinas de 1982, comenzó poco antes de que me tocara ir a hacer el servicio militar. Cuando empecé a hacer prácticas de tiro, cuando me vi con fusiles y pistolas en las manos intentando no errar disparos dirigidos a unas dianas, no me quitaba de la cabeza a los chicos argentinos que por fuerza, como yo, hacían, no el servicio militar, sino la guerra contra un ejército profesional y bien dotado como el británico. Nada me hacía pensar que dispusieran de material mejor que el nuestro (que sin entender ni pizca me parecía antiguo y desfasado) y que con el mismo tuvieran que intentar colocar las balas en cuerpos humanos en lugar de hacerlo en dianas como -más grandes pero similares- las de los pubs británicos.
Al final de la tarde me dirijo hacia el aeropuerto Ministro Pistarini, el aeropuerto de los dos de Buenos Aires, situado fuera de la ciudad, en la provincia, en la localidad de Ezeiza, la misma donde están las instalaciones que utiliza la selección argentina de fútbol para entrenar y concentrarse. Es viernes, hora punta y el tráfico es infernal. Tardo casi 1 hora y 45 minutos en un constante parar y arrancar tanto en el trayecto urbano como en la autopista metropolitana.
Los manifestantes hacen imposible transitar por la emblemática Avenida 9 de Julio. El taxista se desvía por la zona del Congreso, donde hay acampados un número considerable de los que protestan haciendo igualmente difícil circular. El conductor me cuenta que son los que durante el kirchnerismo vivían de las subvenciones que ahora el gobierno Macri les niega. Me cuenta que uno de los males del país desde el paternalismo peronista, es que durante generaciones para muchos ha sido normal vivir sin trabajar. Es su opinión…
Finalmente llego al aeropuerto de Ezeiza, donde casi acabo este post. En cuanto el avión despega rumbo a Barcelona, miro las lucecitas que delimitan la impresionante extensión del Gran Buenos Aires y en el otro lado del Río de la Plata veo igualmente dos núcleos urbanos de Uruguay. ¿Supongo que Colonia y quizás Montevideo? No lo sé. Recuerdo los ratos compartidos allí con el colega Juan Pablo Vico. ¿Qué habrá sido de él? A saber…