Casi nunca veo la televisión y sigo opinando que es mejor no hacerlo. Sin embargo hace unos días, estando en casa de alguien que la miraba, tuve la oportunidad de ver la confesión de monseñor Charamsa hecha al lado de su pareja, el catalán Eduard. Me gustó y me aportó buenas vibraciones. Estoy satisfecho de haberla visto.
Del mismo modo que el hecho de ver o no la televisión no admite una respuesta radical con valor universal, lo mismo sucede en el caso de que un sacerdote haga pública su homosexualidad en la forma en que lo hizo Charamsa. A pesar de que sus funciones en el Vaticano lo sitúen en una posición que puede hacer más difícil de comprender para algunos su decisión.
Lo mismo me pasa con la Iglesia. No comparto el radicalismo de las críticas de los que han aprovechado la denuncia de monseñor para cuestionar de forma integral la institución eclesial.
Tengo más claro que pasarse demasiadas horas frente a un aparato de televisión es humanamente nocivo. Siento que no suma y suscribo -más allá de la ironía- la afirmación de Groucho Marx cuando dice: “Considero que la TV es muy educativa. Siempre que alguien la pone en marcha me voy a otra habitación y leo un libro”.
Admito que frente a cuestiones relevantes, trascendentes, a menudo me pregunto si mi posición se inscribe en el marco del relativismo. Lo cuál me preocupa ya que el relativismo en general lo considero negativo, poco conveniente y nada recomendable.
Encuentro positivos la capacidad de análisis incorporando el mayor número posible de variables, el debate, la confrontación honesta de posiciones y puntos de vista. Ponerlo en práctica puede obligar a tomar una cierta distancia y dejar de lado ciertos apriorismos. No por ello saco como conclusión una tesis favorable al relativismo. Retomo a Groucho Marx cuando, combinando inteligencia e ironía, dice: “Estos son mis principios. Si no le gustan tengo otros”.
Me preocupa el relativismo tras el que se esconde la capacidad de discernir entre “el bien y el mal”.
No condeno a monseñor Charamsa. Me sorprendió su aparente candidez (seguramente algún lector pensará que el cándido soy yo) y lo que más me sorprendió -confieso que también me incomodó- fue verlo embobado con su pareja, vistiendo Charamsa la indumentaria de sacerdote. Admiré su valentía, no sé si fruto de un arrebato, de un no poder más o de la fuerza que proporciona el estar enamorado. Se le veía como un hombre feliz y liberado y la imagen me resultó reconfortante humanamente hablando.
Comprendo que a partir de este hecho pueda criticarse hasta el infinito a la Iglesia Católica como institución. Lo respeto, pero no es lo que me suscita a mí la declaración, ciertamente impactante, del sacerdote.
La Iglesia ya está tardando en revisar y evolucionar en cuestiones como el celibato o la igualdad de género. No condena de forma satisfactoria actitudes homofóbicas, pedófilas, etc. Pero por encima de todo, y esto es válido para monseñor Charamsa y para la Iglesia en general, no hay que olvidar que estamos hablando de seres humanos, de criaturas imperfectas. En terminología católica, de pecadores.
El bien y el mal coexisten en el hombre. Forman parte de la naturaleza humana. Y no se trata de relativismo. Es preciso condenar el mal y promover el bien. Pero se debe comprender la esencia humana e incluso tener compasión, en el sentido más noble, no paternalista, del término. La compasión considerada como virtud.
La Iglesia está formada por hombres, cuya carne es tan débil como la de cualquier mortal. Es lógico que cuando asumen el rol específico de hacer el bien y resultar ejemplares para la comunidad, sea más costoso el aceptar sus debilidades.
Pero cuando pienso en el padre Batllori, en el padre abad de Montserrat y tantos y tantos miembros de esta comunidad a lo largo de su historia (ahora recuerdo al Dr. Lluis Duch), cuando me acuerdo de José Ignacio González Faus, del propio Papa Francisco, de tantos otros, confieso sentir un gran respeto por la Iglesia Católica y por ciertos movimientos sociales que giran en torno al cristianismo.
No soy practicante habitual, no formo parte de ningún movimiento eclesiástico, pero he disfrutado y he sacado provecho de las conversaciones mantenidas con verdaderos sabios de la teología, la filosofía y el humanismo católicos. Sin ir más lejos siempre tuve la impresión de que mi padre fue un hombre feliz y provisto de valores positivos claros, gracias a ser un hombre de fe.
Disponer de valores sólidos que permitan distinguir lo que está bien de lo que está mal resulta esencial. Todo esto no garantiza la bondad, pero se precisa para aproximarse a ella. Sin embargo esta evidencia no conlleva olvidar que en realidad no sabemos nada y que la actitud de escuchar, de tomar en consideración todos los puntos de vista, de tratar de ponerse en la piel del prójimo, de dudar, es una actitud positiva ligada, entre otras, a la virtud de la humildad. Pero en un cierto sentido, la frontera con la “Vida líquida” de Zygmunt Bauman puede resultar borrosa.
No se trata de una conciliación fácil. A mí me resulta difícil. Discernir entre el bien y el mal implica elegir, tomar decisiones basadas en un sistema de valores, en unos referentes concretos. De hecho la vida consiste en elegir constantemente, en otorgarnos la oportunidad de equivocarnos e incluso equivocarnos hasta el punto de hacer el mal. Si el simple hecho de vivir puede resultar difícil, en nuestra sociedad vivir en conciencia puede llegar a resultar heroico.
Cualquiera sabe que no se pueden rebasar determinados límites. Así que el relativismo en ningún caso es total y absoluto. Las varas de medir son distintas y los mismos hechos pueden ser valorados de distinta forma según quien los mida.
Algunos aspectos formales de la declaración de Charamsa no me convencen. Pero son cuestiones menores, valoro más su valentía y, a mi modo de ver, su coherencia al actuar como lo ha hecho. De todo esto no deduzco en ningún caso una condena universal a la Iglesia Católica.
Acabo como he empezado, reconociendo que gracias a la televisión y a las imágenes ofrecidas por Charamsa explicando su “salida del armario” junto a su pareja, he retomado esta -para mí- antigua línea de reflexión.
En relación al tema de fondo, creo que podré ofreceros algún otro post. Por lo que se refiere a las bondades de la televisión, entiéndase mi referencia como la excepción que confirma la regla de que la caja “tonta”, no nos ayuda a ser mejores personas.
Josep María,
el tema del relativisme i el de l’església em susciten un munt d’idees que no soc capaç de concentrar en aquest breu espai. Em limitaré doncs a dos breus il·lustracions:
1) Sobre el relativisme crec que la simbologia taoista del ying i el yang ens recorda que el bé i el mal “purs” no estan al nostre abast.
2) Quant a l’església, he de reconèixer que he conegut en l’ambient catòlic persones del tot admirables per la seva bondat, generositat i, fins i tot, per la seva capacitat intel·lectual. Com a estructura, però, temo que segueixi esclava del pes de la tradició i el dogmatisme. Em contradirà l’actual Sínode de les famílies? Tant de bo.