URGÈNCIES HOSPITAL DEL MAR
Fuentet: ARA

Me desperté en un hotel cercano al hospital. Era el 28 de marzo y hacía quince días que había comenzado la pesadilla.

“¿Dónde estoy? ¿Qué hago aquí? ¿A qué congreso he ido? ¿Estoy de vacaciones?”.

Enseguida me acordé de que había triplicado turno de guardia. ¡¡¡Acababa de descansar durante doce horas, pero ya tenía que volver al hospital!!!

“A ver cuántos compañeros quedarán hoy trabajando… Creo que Xavier terminaba la cuarentena (?) Ojalá. ¿Cómo puede ser que haya dormido tanto y las piernas me fallen? En fin, vuelta a empezar”.

Llamé a casa para comprobar que todo estaba bien. “Esto de no poder ni poner un pie en casa…”.

-Hola, hija. ¿Por qué nunca vienes a verme ahora?

-Porque te quiero mucho, y del hospital no te traeré nada bueno. ¿Cómo estás?

-He pasado mala noche, tengo malestar, no sabría decirte…

-Una cosa mamá,  dile a Gladys que se ponga.

-Buenos días, Gladys. ¿Qué le pasa a mamá?

-La veo inquieta y cansada, señora. Triste, yo creo que la extraña. Le puse el termómetro y no tiene fiebre.

-Dale paracetamol cada ocho horas, contrólale la temperatura de todos modos y si ves algo raro, en especial si le cuesta respirar, llámame enseguida, por favor.

Cuando colgué, ya estaba en el Paseo Marítimo. El sol recién nacido, me parecía un sol extraño. No era el sol amable de siempre, que salía del mar para saludarme al llegar al hospital… Afortunadamente, el hospital seguía mirando al mar, quizás con más tristeza, pero lo miraba.

Eran las 7:42h y antes de cambiarme, le pedí a Maria el listado de pacientes ingresados ​​en urgencias: ¡¡¡ochenta y seis!!! ¡Todos con la COVID-19 o susceptibles de tenerla!

-¡Dios mío! ¡Por favor! ¿Pero dónde los pondremos, Maria?

La pobre Maria no decía nada. Se puso pálida. Al cabo de unos segundos -una eternidad- balbuceó:

-No lo sé, Dra. Ravell.

Corrí hasta el vestuario, me puse el pijama y el delantal protector hecho con bolsas de basura. “Que majos los estudiantes de la escuela de Enfermería. ¡Alguien se preocupa por nosotros!”. También me acordé de que con esto del estado de alarma, la Guardia Civil había incautado en el puerto, los containers con equipos de protección que había comprado el hospital. “¡La madre que los parió! ¡Suerte de los estudiantes!”.

Cuando llegué a los boxes, me encontré a los enfermos que mis compañeros del turno anterior habían considerado “más leves”, sentados, uno al lado del otro, en sillas cogidas de consultorios, salas de espera y de todos lados. Los más jóvenes estaban sentados amontonados en el suelo. Las camillas, que necesitaban todos, se ocuparon con los que estaban más graves.

Mi corazón, que ya latía fuerte, parecía querer saltar cuando uno de los ancianos sentados, resoplando y con los labios azulados, pero sonriendo a pesar de todo, me dijo con un hilo de voz: “Doctora, no se preocupe. Estamos tranquilos. Confiamos en ustedes. Sabemos que hacen todo lo que pueden”.

Me encerré en el despacho del jefe de guardia para poder llamar por teléfono con cierta intimidad y llorar sin disimular. Sin esperar a que el llanto se detuviera, acerqué el auricular del teléfono a mi oreja.

-¡Robert, por favor, no podemos más! ¡No podemos! ¿Cuándo tendréis habilitadas las camas en el gimnasio de rehabilitación? ¡Necesitamos las camas, necesitamos oxígeno ¡¡¡No podemos seguir así!!!

¡Al salir para ir a revisar la medicación de todos los sentados y encamados, noté que la esquina de la mesita del despacho me desgarró la “gran bolsa de mierda” que pretendía protegerme del maldito virus!

Durante el día continuaron llegando enfermos, muchas personas mayores. Tuvimos que llamar a ambulancias que aparcaron en batería delante del edificio de urgencias, para usarlas de habitación de hospital. Sin embargo, y a pesar de que a media tarde se empezaron a abrir las camas del gimnasio, a las 19h, seguíamos teniendo abuelos amontonados en sillas y jóvenes -o no tanto- sentados en el suelo… Hacía treinta años que trabajaba como médico de urgencias y nunca había visto nada parecido.

Cuando me di cuenta de que hacía catorce horas que estaba allí dentro, que no había comido nada y que tendría que doblar turno (Xavier seguía de cuarentena), di las instrucciones oportunas a los adjuntos, a los residentes y a enfermería, y salí de allí, sin rumbo fijo…

Pensaba que las piernas me llevarían a la cantina, pero me llevaron hasta un banco de un pasillo con vistas al mar. Los codos sobre los muslos, las manos sujetando la cabeza, la mirada perdida en el horizonte marítimo, los pensamientos y los sentimientos minando la cabeza y el alma.

“Y los hijos de puta de la TV diciendo que excluimos a los abuelos de las UCI. Parece mentira que nadie les haya explicado que de las piedras hacemos panes, y de las camas del gimnasio y de las ambulancias, camas de UCI”.

Cuando iba a regresar a ocuparme de los pacientes, un pensamiento me hizo cambiar el rumbo. Mientras abría la puerta de la cantina pensé: “¡Dios mío, mi madre!”.

Después de hablar con mi madre y ver que todo estaba bien, me comí un bocadillo y volví con mis enfermos, buscando fuerzas por doquier…

El silencio y el vacío más absoluto de los pasillos del hospital eran estremecedores. Los colegas se hallaban confinados en las unidades. Nadie en los espacios comunes que parecían habitados por fantasmas .Parecía un paisaje del “Mecanoscrit del segon origen“.

Me detuve un instante en la puerta de entrada del hospital y volví a mirar el mar, respirando profundamente, intentando, inconscientemente, rellenar los pulmones de aquella brisa marina que también reavivaba el espíritu.

Ya era de noche. Noche, día, día y noche, horas sin saber si era de día o de noche. Pérdida de conciencia del tiempo, del paso de las horas y de los días. Del hospital al hotel, y del hotel al hospital. “Hoy dos compañeros más a la UCI. Válgame Dios. ¿Cómo acabaremos todos?”.

Al entrar, Pedro, un abuelo venerable, que ocupaba una camilla en el pasillo, me cogió la mano. Su respiración era superficial y rápida. No podía acompañarlo ningún familiar para despedirlo. Me apretó la mano y yo la suya, mientras le acariciaba la cabeza antes de que sus ojos abiertos quedaran clavados en el techo y dejara de respirar… Ya no me quedaban lágrimas. Seguí ocupándome de los vivos intentando compatibilizar con evitar  más muertes en la soledad impuesta por la pandemia.

Mientras tanto, mezclados con la buena gente, muchos de los incumplidores sistemáticos de las medidas preventivas nos aplaudían desde los balcones de sus casas. ¡Mejor habría sido hacer las cosas bien y no aplaudir tanto!

“Sé que antes de que este castigo divino termine, algunos de vosotros nos denunciaréis. ¡Aplaudiréis desde el balcón, pero nos denunciaréis! Algunos pensaréis, de buena fe, que si recibís una indemnización el dinero aliviará vuestra pena. Otros, que ya hacía tiempo que habíais abandonado a vuestros viejos, simplemente aprovecharéis la ocasión para intentar lucraros, a costa de unas vidas que hace tiempo que habían dejado de importaros, si es que os habían importado alguna vez.

Si un día me lleváis ante un juez, le diré: ‘Si realmente quiere entenderme, quítese la toga un rato y póngase mi bata. No olvide, por cierto, de envolverse con bolsas de basura y vaya usted un rato al hospital… Probablemente, cuando regrese, su visión de los hechos haya variado'”.

Cuando finalmente, de madrugada, la noche ya iba dando paso a la luz del día, volví a verme caminando deprisa ante el mar, deseando dejarme caer sobre la cama del hotel. Estaba inquieta. “Dios mío, ¿Qué me está pasando? ¿Cómo se me pueden pasar estas cosas por la cabeza? ¿Estoy enloqueciendo? ¿Puedo seguir trabajando en estas condiciones?” Mis piernas flojeaban de nuevo, la cabeza me daba vueltas y tuve que

VEIENT EL MAR DOS MESOS DESPRÉS D’ESTAR A LA UCI

detenerme por miedo a caer al suelo desmayada.

Antes de entrar en el hall del hotel, me sequé las lágrimas e intenté sonreír, mientras saludaba a un conserje medio dormido. Si hubiera estado despierto, mis ojos hinchados y rojos me habrían delatado, haciendo inútiles mis esfuerzos.

En ese momento, me costaba encontrarle sentido a la vida. Sabía, sin embargo, que al día siguiente, rodeada de mis enfermos, lo recuperaría plenamente. Necesitaba dormir.

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4 thoughts on “¡MALDITA COVID-19! NARRACIÓN BASADA EN HECHOS REALES

  1. Olga Pané dice:

    Es bastant fidel el relat al que va passar. Nomes cal afegir-hi el silenci i la buidor absoluta dels passadisdos del hospital. Tots els professionals estaven confinats a les unitats. Per mi, aquesta imatge tan rotunda de la soledat es una metáfora absoluta de la malaltia. Ho tinc gravat al cap i de tan en tan encara hi somnio

    1. josepmariavia dice:

      Moltes gràcies Olga! M’ha semblat important contribuir a divulgar l’admirable paper dels companys sanitaris.
      Revisaré el relat per incorporar-hi l’element que esmentes, francament estremidor.

  2. Guillermo Ruiz Gomar dice:

    Ho podíem imaginar de manera soroximada, però aquest relat impressiona els que no ho hem viscut en un centre sanitari. Gràcies Josep Maria

    1. josepmariavia dice:

      Gràcies pel comentari Guillermo!
      Tenim un personal sanitari exemplar, que s’ha buidat, que s’ha infectat, que ha contagiat a familiars, tan mal pagat que molts emigren. Tenim un gravíssim problema de manca d’infermeres que pot esdevenir dramàtic en aquesta tercera onada (ja hi som) i possibles futures.
      Anímicament tocats, amb alta incidència d’ansietat i depressió, no entenen com aquest Nadal, s’ha decidit, per part dels governs “no perdre vots contrariant a la població”. El gener, passat Reis, pot ser espantós. Ens ho hem guanyat a pols uns governants frívols i uns ciutadans (alguns, masses) irresponsables.

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