Fuente: EL RINCÓN DE BLANDÓN

A medida que vas cumpliendo años, se incrementa lo que podríamos llamar “la paradoja del paso del tiempo”. Por un lado, sientes que el tiempo, considerado al “por mayor”, pasa muy rápido, cada vez más rápido, lo que no se contradice con que, en el día a día, transcurra lentamente. Esa lentitud, no suele dejar indiferente. Para algunas personas, especialmente las que, viviendo solas o no, se sienten solas, esas horas que parece que no tengan que terminar nunca, esos minutos que se hacen eternos, acaban exasperando. Otros aprecian la lentitud, el no ir rápido, el no tener que correr y poder saborear cada instante de la vida.

Hoy he felicitado a una persona que cumplía 50 años. Le he dicho:

“A mí me gusta mucho un género literario llamado ‘papeles privados’. Incluye memorias, dietarios, biografías, autobiografías…

Hay un buen autor de Girona, de las Gavarres, que se llamaba Miquel Pairolí, muy bueno en este género. También como novelista y periodista.

Murió demasiado joven, y durante su enfermedad pensó en los detalles de su funeral. Escribió también el recordatorio que fue entregado a los asistentes en su despedida.

Decía así:

“En el momento de la despedida, sólo dos palabras de Horacio: carpe diem, amigos, compañeros, bebed el vino, disfrutad la miel. Que la vida es breve y pasa, y todo es ahora y nada”.

Y he añadido:

“Celebré mis 50 años, organizando una fiesta con amigos y compañeros de etapa en el camino de la vida, de todas las épocas, desde el parvulario hasta entonces. ¡¡¡Me parece que fue ayer, y hace un mes he cumplido 65!!!

¡Definitivamente, esto va rápido! ¡Cuídate, dedícate tiempo y disfruta!!!”.

El carpe diem, el cuidar de uno mismo y disfrutar, especialmente con las pequeñas cosas de la vida, exige lentitud para saborear ese tiempo que pasa tan rápido…

Esto le decía a esta persona, poco antes de las 10:30h, sentado en el porche de casa, terminando un largo desayuno que inicié dos horas antes. No abundante ni mucho menos “de forquilla” (se dice así en catalán, la traducción al castellano sería “de tenedor”). Sandía, dos ciruelas amarillas y algunos higos. Lo que se ha prolongado ha sido el café ―una taza grande llena, sin azúcar, ni leche, ni nada. Negro― que lo he tomado lentamente, mientras miraba el mar y la punta del Fangar y medio escuchaba distraídamente las noticias. De hecho, una tertulia radiofónica.

Una cosa lleva a la otra y como tienes tiempo ―si te lo propones lo tienes― le sacas partido. Tertulia, tertuliano… He recordado que muy a menudo he criticado la figura del tertuliano, de aquellos que comentan lo que sea, lo que toque, en el marco de lo que llaman “actualidad”, que viene a ser como una especie de crónica negra que refleja bien el funcionamiento de los humanos en los tiempos que vivimos.

Me he levantado y he ido a buscar una recopilación de dietarios de Miquel Pairolí ―titulado, precisamente, Dietaris (dietarios)― en cuya contraportada se puede leer:

“Michel de Montaigne, en el capítulo X del libro segundo de los Ensayos, en traducción de Vicent Alonso, escribe: ‘Digo libremente mi opinión sobre las cosas, incluso de aquellas que quizá sobrepasan mi capacidad, y que no considero que sean de mi jurisdicción. Lo que opino es para mostrar la medida de mi punto de vista, no la medida de las cosas”.

He pensado que esto podría decirlo un buen tertuliano, no cualquiera de ellos. He recordado magníficas descripciones de tertulias escritas por Josep Pla, en el Cuaderno gris, por ejemplo, entre otras, en las que los tertulianos opinan. Como los de la radio. Y no siempre opinan sobre temas que “sean de su jurisdicción”.

No se puede prohibir a nadie que opine, y aún menos si se da valor a la libertad de expresión. Primero he pensado: “Creo que se da vía libre a la potencial propagación de ideas tóxicas”. Bueno, ciertamente al oyente se le pueden plantear dilemas éticos. Por ejemplo: “¿Está bien opinar que no debe sacarse el monumento franquista conmemorativo de la batalla del Ebro en Tortosa? ¿Deben prohibirse estas opiniones porque son formas de apología del fascismo?”. En cualquier caso, no vamos a prohibir, en general, el derecho a opinar.

Quería ir a la playa, pero hacía un día gris que invitaba a seguir saboreando, lentamente, el café negro. He vuelto a la idea del “Montaigne tertuliano” y he recordado que conservo de hace años, un tratado de literatura francesa ―que compré en una librería de ejemplares antiguos y usados, en la calle Aribau de Barcelona, entre Diputació y Consell de Cent― que me ha parecido, si no más fiable, que tiendo a pensar que sí, al menos con más glamour que “Mr. Google”.

Nació en el seno de una familia humanista, fue un librepensador, filósofo, gran conocedor de los clásicos, moralista… Fue el creador del género literario “ensayo” y, en sus Essais, habló de todo (como los tertulianos), de todos los aspectos de la vida: las emociones, la amistad, la crueldad, el amor, la cobardía, la holgazanería… Su famoso “Que sais-je?” ―que no sé si tiene que ver con la magnífica, para algunos carente de profundidad, colección de libros franceses del mismo nombre―, lleva implícito el socrático “sólo sé que no sé nada” que a la vez estimula la reflexión y la necesidad de hacerse preguntas en una especie de versión filosófica del ensayo-error del método científico. De Montaigne, me cuesta más su relativismo cultural que conduce al relativismo de los sistemas de valores que, opino, está en la base de gran parte de los graves problemas de la humanidad actualmente. Sospecho que hay matices importantes a considerar a la hora de buscar correlaciones entre la posición de Montaigne y la crisis del sistema de valores actual. En fin…

¡Y, por si fuera poco, vivió durante el Renacimiento! Cuando el feudalismo dio paso al hombre moderno, una época de grandes

Fuente: SIETE POLAS

conocimientos, de interés y curiosidad por todo, de la que Leonardo es su máximo exponente.

Así he ido encadenando mis pensamientos esta mañana, mientras tomaba el café con el run-run de fondo de unos tertulianos radiofónicos. Y a propósito de los grandes del Renacimiento, me ha asaltado una manía mía, una batalla perdida ―una más, soy especialista en estar en el lado de los perdedores y en la oposición―, la de los grandes médicos internistas y humanistas que han evolucionado (?) hacia la superespecialización, la protocolización, la tecnificación, el uso de la IA y el Big data, para diagnosticar y tratar, no sé si seres biopsicosociales y espirituales o trocitos, cada vez más pequeños, de seres humanos. Y es que vivir para consumir, obsesionado por la competitividad y la prisa por hacer muchas cosas y, sobre todo, evitar encontrarte contigo mismo, no se vaya a dar el caso, acaba poniendo enfermo. Y la enfermedad, como el hombre, es un todo integral, afecta al cuerpo, a la mente, al espíritu, y no se puede afrontar, solamente, con especialistas de trocitos del cuerpo humano.

Ya lo veis, Montaigne da de sí. Con todo su bagaje y poniéndolo al día de cómo vivimos y nos comportamos los humanos del siglo XXI ―¡pobre Montaigne!―–creo que sería un gran tertuliano.

Veo la buganvilla de nuevo esplendorosa, entre mi taza de café en primer plano y el mar al fondo. No sé cuántas veces llega a renacer al cabo del año, esta magnífica planta trepadora que se enreda entre los barrotes de la barandilla del porche. En Lanzarote las hay preciosas, y el contraste con los cactus y el color negro de la tierra volcánica es una obra de arte. El café ya se ha terminado. Pero no tengo prisa por levantarme. Como el día.

Con la mirada perdida sobre el tratado de literatura francesa y el libro Dietaris de Miquel Pairolí, lo de los tertulianos me hace pensar en dos de ellos que me gustan bastante: Xavier Melero, al que no conozco, y mi amigo Josep Martí.

Me levanto, recojo, cojo los utensilios necesarios y el último fascículo de la colección “Cristianismo y Justicia” y bajo a la playa.

Xavier Melero me parece un personaje bastante sabio y, sobre todo, riguroso. Puede hablar de los temas desde su marco ideológico, como todo el mundo, pero no me parece un hombre que intente “colocar el producto”, ni épater les bourgeois. Siento que su sabiduría es la propia de quien ha vivido la vida a fondo, con una gran capacidad de disfrutar de los detalles. Es pícaro y tiene un gran sentido del humor. No pontifica. Da su opinión, a menudo poniendo énfasis en que lo hace modestamente. No le sé ver ninguna tentación vanidosa. No se caracteriza por interrumpir a los compañeros, escucha, es respetuoso y empático, y aporta valor al debate. Si algún lector siente la necesidad de advertirme de que participó en la fundación de Ciudadanos, estoy al corriente. Aunque yo me encuentre en las antípodas de esta formación, por eso no voy a modificar mi opinión sobre este gran abogado penalista, ni sobre la persona que hay detrás de su rol de tertuliano. ¡Faltaría más!

Josep Martí me transporta a los homenots (hombretones) de Josep Pla. Aparte de su gran capacidad de escribir ―más allá de crónicas y artículos periodísticos―, su bagaje de conocimientos, su capacidad, son respetables. Su sentido común ―seguramente nada ajeno a la sabiduría adquirida acompañando a su padre, un pescador de L’Ametlla de Mar, a pescar de madrugada, desde muy pequeño― me parece demoledor. Tiene una posición valiente ―pese a encontrarse bastante solo, en este aspecto, respecto a los contertulianos―, que comparto, contra la mayor parte de formas de lo “políticamente correcto”. Fundamentalmente, las relacionadas con las imposiciones autoritarias y vejatorias de los autodenominados “progresistas”. Los que lo son de verdad, aparte de no tener que ser necesariamente de izquierdas, nunca utilizan esta palabra y mucho menos, la ensucian para demostrar una pretendida superioridad moral, que no es tal. Todo ello con el fin de censurar, limitar la libertad de expresión y marginar al bando de los indeseables, que no piensan como ellos. Me recuerdan a la censura franquista. Y no sólo en el fondo. Las formas, en ocasiones, insultan a la inteligencia y al sentido estético. Como muestra, el comportamiento de la escritora Juana Dolores en la entrevista que intentó hacerle Xavier Grasset y que ella impidió de malas maneras. Si no la habéis visto, os la podéis ahorrar. Es de mal gusto, provoca vergüenza ajena y repugna.

Me parece más bella la costa que va de L’Ampolla a L’Ametlla de Mar (o al revés si lo preferís) pasando por las playas del Perelló, en todos los casos. Este verano, el Baix Ebre, el Delta, las Terres de l’Ebre han recuperado el número de visitantes que había antes del COVID. En los últimos veranos, y aún más las Semanas Santas y los puentes, la cantidad de gente superaba, con creces, la que yo encontré cuando aterricé por aquí. Fue uno de los determinantes ―no menor― para decidir quedarme. Lo lamento por los amigos del sector hotelero y restaurador… Hoy, en la cala, había ocho personas y un perro. Cuando el día está más soleado que hoy, no cambia tanto.

He vuelto a comer a casa y he disfrutado preparándolo primero, sin prisa, y zampándomelo después, tratando de masticar bien y poco a poco. El paisaje del mediodía es distinto al de por la mañana. Los colores cambian, el soplo y la dirección del viento también, y si pudieras tocarlo (el paisaje), tienes la sensación de que la textura la sentirías también diferente.

El libro Dietaris todavía estaba por ahí, sobre la mesa. Pairolí, “un hombre sin prisa en una sociedad de acelerados, escuchaba y pensaba antes de hablar y escribir”, dice Vicenç Pagès en el prólogo. Quizás su origen rural, las Gavarres, además de permitirle saber vivir en el silencio y los ritmos pausados, le proporcionaba una capacidad de comprender la realidad, más difícil de encontrar en la selva urbana. No era un “charlatán”. No practicaba el hablar ―ni el escribir― para no decir nada.

En la introducción del dietario Paisatge amb flames (paisaje en llamas), que titula “Al lector” dice:

“(…) en principio, un dietario es el reflejo de la vida de quien lo ha escrito. Que en la práctica lo sea o no lo sea, sólo lo sabe el autor, y el lector, en definitiva, no tiene que saberlo. La fidedignidad biográfica es un pequeño detalle anecdótico que no debe importar nada al lector, que hará bien en buscar en los dietarios, más que el chisme que le confirme los vicios del autor, ese tipo de placeres y de provechos que procura el arte literario (…).

Al fin y al cabo, el argumento literario no viene obligado en modo alguno a ser veraz y sólo los lectores ingenuos leen los libros ―incluidos naturalmente, los dietarios― con la ilusión, e incluso la exigencia, de veracidad, entendida en el concepto más elemental y pedestre”.

Pairolí antepone el interés y la calidad literaria a la veracidad estricta de lo que explica en un dietario, su autor. Comparto la opinión hasta el punto de que cuando afirma “que el único que sabe si un relato es veraz, es el autor”, incluso tengo dudas. Pienso que Gabriel García Márquez

DIETARIS

tenía toda la razón del mundo iniciando sus memorias (Vivir para contarla), con la frase:

“La vida no es la que uno vivió, sino cómo la recuerda para contarla”

Ciertamente, en especial si han pasado años y no has tomado notas, cuando explicas vivencias, puede que se ajusten poco a la realidad y no lo sepas ni tú mismo.

He aquí una muestra de lo que puede regalar un día de verano, hasta la hora de comer. Durante el resto del día, he seguido tratando de ralentizar el paso del tiempo, sin conseguir detenerlo del todo. Me he sentido libre y he experimentado felicidad, sin sensación de ingenuidad, hasta que me he quedado dormido en el sofá del porche. Los sueños que he tenido, os los contaré otro día…

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4 thoughts on “LA LENTITUD Y OTRAS DIGRESIONES DE UN DÍA DE VERANO

  1. Xavier Rius dice:

    Els millors dietaris són els de Kafka. Cuida’t. Felicitats pels 65

    1. josepmariavia dice:

      Moltes gràcies Xavier! Records!

  2. Teresa dice:

    Quan aprens a veure passar el temps sense angoixa…tens molt de guanyat.
    Una abraçada
    Teresa

    1. josepmariavia dice:

      Gràcies pel comentari, Teresa!

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