España es una nación identificable por unos valores compartidos, una cultura, unas tradiciones, un territorio y una lengua, el español, que no es otra cosa que el castellano, la lengua de Castilla. En este sentido, queda claro que España es una nación de matriz castellana y esto explica la controversia que suscita el debate sobre si los territorios disponen de valores y rasgos culturales diferentes y diferenciados, y de una lengua propia -claramente las naciones vasca, catalana y quizás la gallega, digo quizás porque la voluntad de ser nación cuenta y en este último caso, quizás no está claro-, de si estos territorios, pues, integran o no, más allá del marco legal, la nación española.
Ortega y Gasset, en “La España invertebrada”, ya en el año 1922 señaló que las pulsiones separatistas de catalanes y vascos, eran la consecuencia de la falta de proyecto español y que no se podía preservar la integridad del Estado si Castilla no tenía la capacidad de proponer uno. Y Castilla, ni entonces, ni ahora, ni nunca, ha sido capaz de definir un proyecto en el que tengan cabida, sin renunciar a su personalidad nacional, Catalunya y Euskadi.
Por este motivo, se recurre a -normalmente haciendo un mal uso y abuso- la Constitución Española para, ante la falta de proyecto común, imponer el principio de que España, la que incluye Euskadi y Catalunya, es toda ella una nación. El hecho de que la cultura, la lengua, las tradiciones definan Catalunya como otra nación diferente, no se acompaña de lo que democráticamente correspondería, que es reconocer a los catalanes nuestro derecho a decidir el futuro de nuestro país. Para impedirlo, el instrumento esencial termina siendo la utilización abusiva, cuando no amenazadora, de la Constitución. De aquí la aparición de términos como “Patriotismo Constitucional” o iniciativas como la “Fundación España Constitucional”, que dan continuidad a la tradición absolutista española. A todo el mundo nos interesó decir que la transición española hacia la democracia fue modélica. Correspondía hacerlo, como correspondía decretar amnistías para intentar cerrar heridas y problemas del pasado. En este contexto, la Constitución española era, probablemente, el mejor instrumento posible, atendiendo la debilidad de las tradiciones democráticas y el ambiente de la época, caracterizado por el ruido de sables. Hasta el extremo de intentar revertir la situación con el intento de golpe de Estado de 1981. Aquel era el contexto en el que se aprobó la Constitución. Se confió en que había margen para la interpretación de aquellos temas más delicados. Y lo ha habido, pero se ha utilizado desde la tradición del poder absoluto.
El resultado ha sido que, aún hoy, la democracia española es débil, los tics autoritarios son preocupantes, la cultura dictatorial no se ha exterminado del todo y el ancestral problema de cómo encajar cómodamente y a gusto de todos, Catalunya en España, no se ha resuelto. No sólo no se ha resuelto, sino que lejos de proponer argumentos sólidos y comprensibles encima de la mesa, sólo ha habido amenazas y actuaciones dudosamente democráticas. Se nos ha querido asustar diciendo que una Catalunya independiente quedaría fuera de la UE, que nos gobernarían nazis, que los empresarios catalanes deslocalizarían sus empresas, que no cobraríamos las pensiones, que veríamos entrar a los tanques del Ejército español por la Diagonal, que seríamos Kosovo, que encarcelarían al President de la Generalitat, que la corrupción se nos comería porque es característica y exclusiva de la forma de ser catalana…
No se ha dudado en aplicar el viejo principio de Alfonso Guerra de “el que se mueva no sale en la foto” y se ha forzado la dimisión del Fiscal de Catalunya, simplemente por, desde una posición claramente favorable a la unidad de España, expresarse libre y democráticamente. Por el contrario, cuando militares españoles han dicho barbaridades respecto a la situación de Catalunya, no ha pasado nada. Mientras tanto, ministros como Wert, Montoro y Margallo, han disparado misiles a la línea de flotación de la lengua catalana, de la financiación (muerte lenta a base de cerrar el grifo del dinero. Aportar 20.000 millones de euros anuales, no nos da derecho a nada mejor) y propaganda anti catalana aprovechando la plataforma institucional de Exteriores.
Evidentemente los recursos al Tribunal Constitucional no han parado. Y aprovechando la flexibilidad interpretativa de la Constitución, no han parado de segar la hierba catalana bajo nuestros pies. I es que, cuando un número reducido de magistrados, designados con criterio político por partidos políticos, desmonta el Estatut d’Autonomia de Catalunya, aprobado por el Parlament de Catalunya, por el pueblo catalán en referéndum y ratificado por las Cortes Españolas. Cuando se llega a este extremo, ¿qué se puede esperar de la Constitución Española, de los magistrados del Tribunal Constitucional y del uso deplorable que hacen del mismo tanto PP como PSOE?
Aznar ya lo dijo cuando transmitió la idea que los catalanes ya nos mataríamos entre nosotros y quedaríamos desactivados. Sólo se trataba de tirar cuatro petardos y el resto ya lo haríamos solos.
Corrupción hay y se tiene que perseguir y condenar. Aunque no hay ni más ni menos que en España, ¿pero cómo se entiende que, aparte del caso Bárcenas, sólo escuchamos hablar del problema en Cataluña? Aznar acertó: nos estamos matando entre nosotros.
Ortega y Gasset en 1922 -y tantos otros antes y después-, tenía razón cuando decía que Castilla no ha sido capaz de proponer un proyecto español atractivo para catalanes y vascos. Y cuando los problemas se arrastran tantos años, sin voluntad y/o capacidad de resolverlos, se enquistan, las posiciones se radicalizan, y demasiadas personas e instituciones sacan lo peor de sí mismas.