El Rockledge estaba lleno de recuerdos de la cantidad de veces que me había hospedado allí entre el 2000 y el 2015. Dejé las maletas en la habitación y me senté un rato en el salón mientras fumaba un Toscano partido por la mitad y sonreía a la ardilla que, desde el balcón, a través del cristal, me miraba fija y dulcemente. A la izquierda, la chimenea grande y alta, de casa victoriana, y a la derecha, una biblioteca con libros y un equipo de música. Puse la radio antes de ir a Les 5 Saisons, en la rue Bernard, en el barrio de Outremont. Allí iba a poder hacer una compra de emergencia, de productos de calidad y alguna ensalada y plato preparado antes de ir al día siguiente al mall a comprar para… unos cuantos días. No sabía hasta cuándo me quedaría en el Rockledge. De hecho, me podía quedar a vivir allí. Al menos de momento. Pero esto me lo quería pensar bien. Había que tener en cuenta el invierno y las nevadas. Y también el verde espectacular y el color intenso de la primavera y el verano, y el rojo único de las hojas de los arces en otoño. Y sobre todo, poder contar con las condiciones óptimas para escribir.

Les 5 Saisons era, para que os hagáis una idea, una especie de Ametller Origen que ya existía en los años 80 cuando aquí ni nos imaginábamos establecimientos de este tipo. Volví a abrir la puerta del ascensor y detrás de esta se encontraba la reja de rombos plegables que toda la vida me había llamado la atención. Me recordaba a los ascensores de los “Intocables”, en Chicago. Aquellos que iban a parar a sótanos secretos llenos de gánsteres fumando cigarros, jugando al póquer y bebiendo whisky en la época de la ley seca. La reja, la cerrabas a mano y se abría automáticamente al llegar al destino que, en este caso, era también el sótano. Pasé otra vez por el garaje, abrí la puerta y subí al Lincoln. Hice zigzag en dirección noreste. Pasé por delante del Bloomberg Pavilion de la universidad en la que había estudiado y donde había tenido el despacho y habían pasado tantas cosas, me adentré en Outremont y no tardé en llegar.

Al volver, me paré en el Parque Joyce. Días atrás me había acordado de un “5 à 7” en casa de Diane (encuentros sociales en casa de alguien para celebrar algún cumpleaños o lo que fuera al acabar la jornada laboral. “5 à 7”, a pesar de ser orientativo, indicaba un vinito y algún snack o pastel entre las 5 y las 7 de la tarde). Recordaba la casa en una de las cuatro calles alrededor del parque. Un lugar tranquilo y que me provocaba buenas vibraciones. Aparqué y rodeé el parque, mirando las casas y viendo que había tres en alquiler y una en venta. Tuve claro cuál me gustaba y apunté el número de teléfono de la inmobiliaria. No llamé de inmediato. De momento me iba a quedar en el Rockledge y ya llamaría cuando fuera. Si la casa ya estaba alquilada, es que no era la que necesitaba para vivir esa etapa de mi vida.

Cené en la cocina del Rockledge. Una ensalada de celery y zanahoria, una selección de quesos y un par de copas de St. Hugo, un cabernet sauvignon australiano más que aceptable. Me encantaba aquella cocina en la que todo era de los años 50. El suelo de baldosas blancas y negras, la cocina de gas con la llama permanentemente encendida (siempre me había llamado la atención ese sistema en un país donde, por la cantidad de madera usada en la construcción de las casas, los incendios eran muy frecuentes), la vieja nevera westinghouse que se cerraba con una palanca giratoria, la cafetera tipo “Melita”, el molinillo de café… Cuando terminé, llamé a Lucie y quedé para comer con ella al día siguiente en Sainte Anne de Bellevue, en el extremo suroeste de la isla de Montreal.

La sombra del toldo de la terraza se agradecía en ese día todavía de primavera pero con temperatura y humedad de verano. Pude elegir mesa delante del lago y antes de 10 minutos la vi llegar elegante y estudiada. ¡Nos dimos un largo y emotivo abrazo!

-¡Por fin! ¡No fue durante los años 80 y ahora cuando ya pensaba que te habías jubilado en tu país, vienes al nuestro!

-Ya ves. Me fui sin pensarlo mucho y ahora… lo mismo. Quizás es verdad que los humanos no cambiamos tanto.

-Tendrás trabajo. Las cosas no han cambiado tanto desde cuando tú estabas aquí. Ya sabes… La lucha entre los equipos de investigación por los fondos públicos y privados sobrepasa toda lógica.

-Sé que se quiere resolver el eterno problema. En nuestra época tenía nombres y apellidos. Peter y Charles, ya no están. Pero sé que su “descendencia” sigue con las puñaladas por la espalda.

-Tu perfil puede ser ideal. Eres extranjero, no tienes vínculos con ninguno de ellos y eres un gestor. Han hecho falta treinta años para que entendieran que la solución no estaba en valorar la experiencia en investigación para buscar una solución. Hacía falta un gestor…

-Y otra ventaja más. Lo haré desde una compañía privada externa a universidades y equipos de investigación… Te confieso que vengo a vivir aquí. Haré el trabajo. Lo haré y espero que vaya bien. Pero ya estaba pensando en jubilarme y no he abandonado la idea. Me estimula más hacer la experiencia país que la experiencia trabajo.

-¡Pero si el país lo conoces como un canadiense! Viviste varios años con nosotros. Y… ¡conmigo, por cierto!

-Sí. No lo he olvidado. Fue fantástico. Pero no me atreví a vivir el amor conyugal con todo lo que conlleva. De hecho, no lo he conseguido nunca y ahora, por encima de todas las cosas, busco la tranquilidad. Quizás no soy capaz ni de explicar con palabras en qué consiste esta paz

STE-ANNE-DE-BELLEVUE

que busco. Pero este país me transmite paz. Sois ricos, no muy apasionados en general, en el mundo no se habla de vosotros. No aparecéis en las noticias de la mayor parte de países del mundo. Se podría decir que sois aburridos, aunque yo sé que no es exactamente eso. Y cuando hace frío y nieva no hay mucho movimiento. Ni mucho ruido. Nunca hay mucho ruido, pero en invierno menos, y el invierno es muy largo. No creas que no me da respeto. Nunca me han gustado los climas extremos y, a medida que envejezco, cada vez me cuesta más. Las capas de ropa, las gorras, las bufandas, los guantes, las botas… Pero mira, por ahora, me parece que quiero vivir esta experiencia. Si me canso me iré. A casa o a algún lugar de clima cálido, gente poco agresiva e invasiva y con paisajes bonitos. No sé si quedan muchos lugares de estos en el planeta…

-Y solo, ¿no? Siempre has sido solitario, pero durante años te resistías a renunciar a un ideal de pareja que, honestamente, siempre me pareció utópico. No aguantas mucho a los demás. Me hacías sufrir cuando veía que, incluso, parecía que en ocasiones no te aguantabas ni a ti mismo.

-Tú, en cambio, pareces feliz con Guy.

-Valoro la compañía, y con los años he aprendido que, para encontrarla, hay que currárselo. Como tantas mujeres, quise ser madre y soy de las que admito que el instinto maternal pertenece al reino animal. Es el instinto de supervivencia de la especie que, con la civilización, parece que se pierda. Ser madre, en mi caso como en muchos otros, significó renunciar a la carrera profesional que habría deseado y que habría podido hacer. Oportunidades no me faltaron y a ti te puedo decir, sin que me malinterpretes, que capacidades, tampoco. Pero tuve que renunciar a ello. Se supone que las sociedades “nórdicas”, ricas y avanzadas, son menos machistas que las vuestras, las mediterráneas. Pero al final… Claude sí pudo hacer su gran carrera porque yo me ocupé de los niños. ¡Y de fregar los platos también! Los niños crecieron, el nido se quedó vacío y yo también. Vacía e insatisfecha. Y me dije a mí misma: “Ahora es la mía. Ahora me toca a mí”. Claude no estaba dispuesto a sacrificar nada para que yo pudiera recuperar el tiempo perdido. Ni tiempo ni dinero. Él ya estaba bien con aquel “modelo familiar” en el que yo me ocupaba de todo. No tenía sentido que siguiéramos juntos. Afortunadamente, pude retomar y desarrollar -tarde y con dificultades- mi carrera profesional. Y desde hace unos pocos años siento que ya tengo suficiente, ya me he sacado la espina que llevaba clavada. Me he hecho mayor y quiero compartir mi vida con alguien que también quiera lo mismo. Pensé de nuevo en ti. La primera vez no teníamos ni 30 años y te fuiste. No sabías ni cómo ponerte con aquello de envejecer en compañía.

-Qué más quisiera yo que ser capaz de compartir la vida tranquila a la que aspiro con alguien…

-Mira, no creo que haya recetas mágicas. A nosotros, nos está funcionando la voluntad. Querer compartir lo que deseamos en lo que nos quede de vida y, ojo que aquí está la clave para mí, currárselo. Mucha paciencia, mucha tolerancia. Pero los dos, no solo uno como me pasó con Claude. Nos lo curramos mucho y el sacrificio no es tanto, porque el resultado aporta. Somos más felices juntos poniéndole empeño que envejeciendo solos…

-Pues yo llevo muchos años solo y no tengo la sensación de que más allá de compañías sectoriales, temáticas, parciales, sea capaz de mucho más. Creo que llego muy tarde. A mi edad, no puedo pretender hacer un maratón cuando nunca he corrido ni para subir a un avión a punto de cerrar la puerta de embarque…

Alquilé una casa en el Parque Joyce, después de buscar mucho por todo el barrio. Sabía lo que quería. Había conservado en la memoria sensaciones, paisajes, olores, colores, silencios… Cuando vi aquella casa, su aspecto exterior me sedujo mucho. Jardín correcto, casi sin separación con el césped del parque, por lo que el parque era una prolongación natural de mi jardín. Paredes de piedra, ventanas con cristales cuadriculados por los listones de madera, chimenea, parqué flotante que crujía a medida que lo pisaba, olor a madera buena, silencio absoluto, paredes a cuatro vientos, separación de unos veinte metros con las casas vecinas…

Iba a volver al Rockledge cuando algo me terminó llevando al Beauty’s Luncheonette, en Mont Royal Avenue. En lugar de ir directo, me recreé recorriendo toda la calle Bernard, hasta Avenue du Parc, y de allí Mont Royal hasta el famoso dinner, inaugurado en los años 40 por la familia Sckolnic. Judíos, como judíos eran los propietarios de las tiendas de ropa de la zona que acabarían siendo los clientes iniciales del conocido restaurante. Siguiendo la tradición judía, allí iba a comer smoked salmon, cream cheese and capers bagel y solía tomar una Molson y un café. El café se convertía en una urgencia cuando muchos domingos, con Lucie a menudo, con Pierre a veces o con otros amigos, hacíamos colas de hasta veinte minutos o más a -20, -30 grados, para tomar el brunch. Si no teníamos suficiente con el bagel, podía caer una omelette o unos huevos benedictine o lo que fuera. ¡Éramos jóvenes, teníamos hambre y estábamos acostumbrados a vivir en el frío!

Durante los treinta años que habían pasado, había ido varias veces allí. Pero esta era diferente. Tenía una sensación especial. La incertidumbre era incluso superior a la que sentí cuando fui siendo muy joven. Entonces me daba respecto. Ahora mi presentimiento era positivo. Aquella sería una buena etapa. Los años pasados en la política, en la consultoría y en la empresa me daban un bagaje suficiente para manejar cracks de la investigación e, incluso, un par de premios Nobel, sin faltar al compromiso adquirido conmigo mismo de vivir aquella reedición de la experiencia americana disfrutando cada momento, cada paisaje, cada imagen, cada color, cada sensación. Y leyendo y escribiendo mucho.

ESQUÍ DE FONDO EN MONTREAL
FUENTE: Amy Photo

Allí sentado en el banco azul eléctrico del Beauty’s, me pasó mi vida profesional por delante y me estremecí. Yo había ido a estudiar a ese país por el valor añadido que suponía hacerlo, para ser “un hombre de provecho”. ¡Qué diferente haría ahora las cosas! ¡Qué fácil y absurdo decirlo ahora!

Volví hacia el Rockledge con una sensación de felicidad íntima.

Al acabar el verano, la casa del Parque Joyce estaba prácticamente a punto. El día que me trasladé ya refrescaba y las hojas de los árboles empezaban a enrojecer. El día se había acortado mucho y el otoño estaba a la vuelta de la esquina.

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