Hace meses que empecé a escribir un post, que podía haber sido el primero de una serie, que se titulaba “Escritos americanos 1”. Pero no lo hice público.

Pensé que compartir en la World Wide Web lo que me ha aportado América, como persona, a lo largo de mi vida, que ha sido mucho, así como la experiencia y las emociones vividas, podía resultar de interés. Hay tantas cosas que contar, tantas situaciones inolvidables, tantos amigos conocidos en todos los países de aquel continente, tantos recuerdos y sensaciones, que…

Hoy, 4 de noviembre de 2020, las elecciones presidenciales estadounidenses de ayer, me llevan a retomar aquella idea.

La vida está llena de casualidades, aunque hay quien dice que la casualidad no existe. Sea como sea, tuve lo oportunidad conocer el “nuevo mundo” -esta es la expresión que usó la persona que me envió la carta, a principios de 1980, invitándome a conocer Canadá-, y esto fue así porque un antepasado mío tuvo que exiliarse a África Ecuatorial, donde conoció a su esposa, la cual, al quedar viuda, dejó el continente africano para ir al americano, en concreto a Canadá.

Aquella expresión, el “nuevo mundo”, a mis 22 años, hizo estallar mi imaginación y fue fuente de emociones fuertes. Yo no había estado nunca en América. ¡Lo que conocía de la vida americana era por las películas y, de repente, se me presentaba la oportunidad de hacer la travesía del Océano Atlántico y de conocer el nuevo mundo!

Además, el 22 de mayo de aquel año, pocos meses después de recibir la invitación, se iba a celebrar el referéndum de autodeterminación de Quebec. Tuve claro que, fuera como fuera, terminando mi cuarto año de Medicina, tenía que aprovechar la invitación y volar hacia Montreal. ¿Llegaría a un nuevo país del nuevo mundo, independiente de Canadá? Pues no. El “no” ganó con un 59,56% de votos a favor. En 1995 la cosa estuvo más ajustada: ¡¡¡50,5% “no”, 49,5% de “sí”!!! Pero son demócratas y civilizados. Y también ricos, y viven en un Estado federal de los de verdad, en el que Quebec es receptor neto de recursos, todo lo contrario de lo que ocurre en Cataluña con relación a España.

Aproveché el viaje para reunirme con Jean-Ives Duthel, un francés de Alsacia que tras vivir el Mayo del 68 en su país natal, se estableció en Quebec con 22 años, se convirtió en québécois e independentista, y cuando yo le conocí era asesor del mítico René Lévesque, primer ministro de Quebec e impulsor del referéndum de 1980. ¡¡¡Nunca me habría imaginado que en 1987 iría a su entierro -de Lévesque- en Montreal!!!

Me encontré con él y Louise Harel en un café “sympa” de la rue Saint Denis, entonces calle de moda para los francófonos de Montreal. Los anglófonos iban a divertirse a Crescent Street. Louise Harel era vicepresidenta del independentista Parti Québécois. Así como  Jean-Ives Duthel, abandonó el partido a mediados de la década de los 80 por la, a su criterio, pérdida de solidez del planteamiento independentista, Louise Harel sería elegida el año siguiente, en 1981, diputada en la Asamblea Nacional de Quebec, ¡cargo que ocuparía durante 27 años! Fue su presidenta, así como ministra, en siete ocasiones, y jefa de la oposición. También fue jefa de la oposición en el Ayuntamiento de Montreal al perder las elecciones de 2009.

Por lo tanto, entonces, en el año 1980 pude conocer la política quebequense y canadiense sobre el terreno y de la mano de protagonistas destacados. Lo que acabo de describir fue mi primer contacto con la política en América. No cabe duda que el hecho de vivir unos años allí proporciona un conocimiento profundo del país y unas claves interpretativas de los rasgos esenciales de aquellas sociedades, difícilmente alcanzables si no convives con las personas de allí en “su casa”. También facilita la comprensión de la vivencia que tienen los ciudadanos de la dinámica política que, pese a parecer igual o parecida a la nuestra -y, en parte, serlo-, a la vez es muy diferente. Las personas, la cultura, los movimientos sociales, los países americanos, son diferentes.

Aquel verano, desde Montreal, viajé por primera vez a Estados Unidos. Fue el 17 de julio de 1980, gracias a un pintor que conocí, Dénis, un francés que había emigrado a América cuando era muy jovencito, para hacer fortuna. No sé si la hizo. Tenía, sin embargo, un Ford Munstang descapotable de color verde, muy bonito, con el que fuimos a Vermont.

Poco imaginaba yo, la cantidad de veces que cruzaría a lo largo de mi vida el paso fronterizo de Philipsburg que separa  Quebec del Estado de Vermont en  EEUU. Tampoco imaginaba que al cabo de pocos años sería estudiante de la Universidad de Montreal, ni que acabaría, como consecuencia de este hecho, conociendo el continente americano desde el hielo del polo norte al hielo del polo sur, mejor que Europa y que cualquier otra parte del mundo, exceptuando Cataluña, que es donde he vivido, con diferencia, la mayor parte de mi vida.

Aquel mismo verano, del 1980, durante el mes de agosto, fui por primera vez a New York. Viajé en Amtrak, saliendo de la estación de VIA Rail Canada de Montreal, situada en el subsuelo del hotel Queen Elizabeth, en el centre-ville y llegué a la estación Pennsylvania de New York, Penn Station, situada en el subsuelo del Madison Square Garden. Nunca olvidaré la impresión que me provocó divisar los rascacielos de Manhattan desde el Bronx al amanecer.

Con el tiempo acabaría viajando a menudo a New York, para un proyecto de investigación. En la universidad, el profesor y amigo querido Charles Tilques (ver “Hoy tenía la intención de escribir sobre el proceso, sin embargo…” del 14 de octubre de 2017) me enroló en su equipo de investigación y tuve que ir a menudo a NY, donde me instalaba en un loft que tenía un amigo en el Soho.

Mientras viví en Montreal iba frecuentemente a Burlington (Vermont) y al cabo de los años también a Stove (Vermont), a esquiar a las Green Mountains. Vermont es un Estado verde, hermoso y rico, con muchas granjas de vacas. La capital es Montpellier, pero la ciudad con más encanto, con diferencia, es Burlington. Una ciudad agradable y acogedora, que está a unas dos horas en coche de Montreal, en la que hay una buena universidad, la Universidad de Vermont.

Vermont es un Estado pequeño que solo tiene tres de los 538 compromisarios del “Colegio electoral” que elige el presidente y el vicepresidente de Estados Unidos. En esta ocasión, estos tres, han apostado por Joe Biden, como han hecho todos los Estados del noreste, de New England.

La casualidad -una vez más- hizo que conociera al alcalde de Burlington durante aquellos años 80. Era Bernie Sanders, el mismo que acabaría disputando la candidatura a la presidencia de Estados Unidos por el Partido Demócrata a Hillary Clinton en 2016, y a Joe Biden este año.

¿Cómo lo conocí? Burlington es una pequeña ciudad que no llega a los 40.000 habitantes. La gente se conoce. Sanders frecuentaba, de vez en cuando, una brasería de la que no recuerdo el nombre, pero que estaba en la calle peatonal principal, Church Street. Yo, cuando iba a Burlington, a menudo iba a comer a este lugar y conocía al dueño que, a su vez, conocía al cliente Bernie Sanders. Su intuición le llevó a presentármelo, porque estaba seguro de que Sanders estaría interesado en conocer a un “joven estudiante europeo”. Y así fue.

Bernie Sanders es un personaje político extraño en Estados Unidos. Un rara avis que se define como socialdemócrata, etiqueta mal tolerada en ese país, incluso entre los más “progresistas” del Partido Demócrata. Aparte de alcalde independiente de Burlington, como independiente -figura excepcional en la política americana- fue congresista y senador -aunque ahora es senador- independiente por Vermont. No se afilio al Partido Demócrata hasta el 2005.

Quizás os resulta más familiar el lingüista del Massachussets Institute of Technology, Noam Chomsky. Pese a no ser político, su pensamiento político, poco común en Estados Unidos, es similar al de Bernie Sanders, que se sitúa a la izquierda del “progresismo” snob de New England.

Con Sanders conecté con facilidad. Uno de los mayores impedimentos  que tenía para ser aceptado como candidato a la presidencia de Estados Unidos, para los americanos comunes y corrientes, era la voluntad de ir más allá de lo que acabó siendo “el Obama care”, y extender el Medicare a toda la población. En otras palabras, conseguir exactamente lo que teníamos en Cataluña. Un Sistema Nacional de Salud, público, de acceso universal y, prácticamente, gratuito. Esto, en el contexto americano, lo convertía en un “comunista alocado”. Me encantó explicarle que, aparte de ser lo que teníamos en Cataluña, yo en aquel momento cursaba una asignatura titulada “Análisis comparativo de sistemas de salud”. El profesor que la impartía se llamaba Georges Desrosiers, otro norteamericano de ideología de izquierdas -creo haberlo escuchado declararse marxista- y comparaba los sistemas de salud canadiense, con el americano y con el soviético (entonces todavía existía la URSS) y no había duda de que el mejor, con diferencia, desde el punto de vista poblacional, comunitario, de accesibilidad, era el canadiense. El americano, líder en tecnología y capacidad de investigación, estaba orientado al negocio más que al paciente, y excluía de la cobertura a más de 30 millones de americanos. No me extiendo en los elogios del profesor Desrosiers al sistema sanitario soviético…

Evidentemente, Sanders tenía futuro político en Vermont, un estado de 600.000 habitantes, que fue el primero en aprobar las uniones civiles de parejas LGBT, fue pionero en la apuesta por las energías renovables (Estados Unidos va muy atrasado en este campo) y tiene tradición de votar a candidatos demócratas en las presidenciales.

Lo que no he entendido nunca, es cómo pudo llegar tan lejos en la convención demócrata. Un hombre que quería subir los impuestos a los ricos, disminuir el gasto en defensa para incrementarlo en infraestructuras de utilidad pública, quería limitar las donaciones de las grandes fortunas en las campañas electorales y atar en corto, controlar más, Wall Street.

Cuando vi que le disputaba de manera sostenida a Hillary la candidatura y ahora, aunque de forma más efímera a Biden, y recordaba las conversaciones con aquel “progre”, no entendía nada. Pensemos que Hillary Clinton, formalmente es demócrata, sí. Pero es un miembro del establishment americano, como lo eran los Kennedy, por ejemplo, salvando las distancias. Ex primera dama, ex secretaria de Estado, con apoyos públicos infinitamente superiores a los de Sanders, con una financiación de campaña y una proyección mediática comparables al republicano mejor posicionado. ¿Cómo podía estar allí, tan lejos en la carrera para la nominación a la presidencia de la primera potencia mundial, el “progre” Sanders, un “socialdemócrata” a la escandinava, que valoraba muy bien a Olof Palme?

América, Estados Unidos en concreto, constituye un mundo desconocido e inimaginable para los europeos que, porque bebemos Coca-Cola, consideramos a las estrellas de Hollywood como miembros de nuestra familia y pensamos inconscientemente que Bruce Springsteen es tan nuestro como Lluís Llach, acabamos pensando que conocemos bien Estados Unidos, porque compartimos mucho con ellos. Y sí – importamos muchas cosas suyas-, pero no.

La idea que tenemos de Canadá, es diferente. De entrada, no lo hemos vivido tanto como Estados Unidos. Y Canadá, aparte de ser muy distinto a Europa, lo es más de lo que pensamos los europeos, de Estados Unidos. Basta decir que la “identidad” canadiense se ha construido en parte por el esfuerzo de diferenciarse de Estados Unidos y de querer parecerse a UK unos, a Francia pocos, pero algunos, y a Europa bastantes. Para el americano medio y el canadiense medio, Europa es una entidad desconocida. Muchos de ellos no son más capaces de señalar diferencias entre Portugal y Austria que las que pueda identificar un europeo medio entre Iowa y Tennessee y no digamos entre Saskatchewan y Yukon.

Una vez concluida la etapa universitaria, continué viajando a menudo, por trabajo principalmente, a Canadá y Estados Unidos, países que conozco bastante bien.

En cualquier caso, con respecto a Estados Unidos, 40 años después de la primera visita y habiendo podido visitar 25 de los 50 Estados en varias ocasiones, no diré que tenga un conocimiento profundo, pero ayer y antes de ayer, escuchando a periodistas, enviados especiales, tertulianos y opinadores varios, por un momento, pensé que quizás minusvaloraba mi experiencia y mi conocimiento de aquel país.

Evidentemente, no podemos pedir a periodistas y a enviados especiales que hayan vivido en Estados Unidos y hayan tenido ocasión de asimilar racional e inconscientemente “el American way of life”.

Cuando tienes que interpretar, por ejemplo, por qué el sistema electoral estadounidense, cuenta con una pieza clave, el Colegio Electoral, en su proceso electoral, este conocimiento ayuda y si no es posible tenerlo, hay que documentarse mucho previamente y mientras se está trabajando in situ. No todo el mundo lo hizo…

Y lo que me preocupa más, desde el punto de vista de conformar opinión o simplemente del riesgo de desinformar, son las intervenciones de algunos tertulianos que escuché, que estaban aquí, que cobran por opinar de lo que toca ese día, sepan más o en sepan menos, y hacían evidente su desconocimiento del país, de los americanos y de sus dinámicas políticas y electorales.

A la hora de interpretar el voto de los negros, el de los blancos sin estudios de los Estados industriales, el de los cubanos y venezolanos de Miami, el de los jóvenes latinos o los de una demarcación, de un distrito electoral de Nebraska, para hacer algo más que repetir más o menos bien, opiniones emitidas por medios americanos o internacionales conocedores de aquella realidad, hay que prepararlo un poco.

Afortunadamente, profesionales -de los Media y otros- como Xavier Sala Martín, Jordi Graupera, Antoni Bassas o Ramon Rovira que, como otros, además de rigurosos, han vivido tiempo o viven en Estados Unidos y tienen claves que no las da solo el conocimiento y sí la vivencia, actuaron de contrapeso de algunas opiniones emitidas, muy distorsionadoras de la realidad.

El caso es que alguna de estas intervenciones, además de inquietarme  y provocarme una cierta vergüenza ajena, me motivó para comenzar el proyecto aparcado de los “escritos americanos”.

Dejaré para otro día mi análisis de los resultados electorales en las presidenciales estadounidenses. En cualquier caso, para que no quede ninguna sombra de duda, concluyo desde la decepción creciente que me provoca la política, que el peligro que supone para el mundo, renovar la presidencia de Trump, me lleva a preferir un personaje gris, un “burócrata” de partido desde hace 50 años, Joe Biden, como mal menor.

Mientras concluyo, escucho que, de momento, los tribunales van tumbando todas las denuncias de Trump. Creo que, por suerte, la fortaleza  institucional de Estados Unidos, el carácter democrático de ese país y la separación de poderes -a pesar de los intentos contra reloj de Trump, de colocar jueces conservadores en el Tribunal Supremo-, alejan el fantasma de la crisis constitucional que alguien ha puesto sobre la mesa estos últimos días. Espero que así sea.

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