Diecisiete de agosto. Delante de mí veo un kilómetro de asfalto, recto, con alguna ondulación para adaptarse a la orografía, pero con visibilidad. Línea discontinua. Puedo adelantar a coches. No es necesario. No hay ningún coche. Miro por el retrovisor, veo por detrás una recta tan larga como la que tengo delante y tampoco hay ningún coche…
A la derecha rocas negras de lava me separan de unas playas de arena del desierto, dorada, como oro brillante por el impacto del sol africano. El termómetro del coche marca 38 grados y el reloj del vehículo indica que son las 11 de la mañana y me viene a la cabeza aquello de “¡una hora menos en Canarias !”…
Cuando me parece me paro en una pequeña explanada situada a la izquierda de la marcha, en la que aparco el coche. Atravieso el asfalto caliente, sorteo las rocas volcánicas y llego a la playa en la que zonas rocosas que cierran la pequeña bahía, se alternan con superficies de arena fina y brillante. El viento amortigua el calor. Tanto que si no tienes cuidado puedes quemarte, ya que la sensación solar sobre la piel queda muy atenuada.
En la playa hay un par de personas y durante todo el tiempo que estoy, que no sé cuantificar, no llegan a juntarse más de seis…
Antes de darme el primer baño en estas aguas atlánticas frescas, contemplo un buen rato el paisaje. El mar es de color azul, azul. Solamente tiene una apariencia ligeramente verdosa en zonas poco profundas en las que el dorado de la arena que tiene debajo le cambia el color.
Más allá de mis pies hay una franja de roca negra, de un negro intenso. A continuación una banda de aguas espumosas, de un blanco plateado resultado del impacto final de las olas en la arena. A continuación una zona de agua de mar color turquesa y al fondo el océano azul marino… A derecha e izquierda, en la lejanía, más espuma blanca impelida hacia el cielo por el choque de las olas contra las rocas que cierran la pequeña bahía…
¿Qué pasa en el mundo? No lo sé… Afortunadamente los periodistas también están de vacaciones y entre los que siguen escribiendo en los periódicos, algunos sustituyen sus crónicas o artículos sobre la actualidad por piezas poéticas, literarias, filosóficas -las únicas que leo-… Debe ser que -por contradictorio que parezca- todos agradecemos un poco de humanismo, “de humanidad”.
Mi amigo Joan Oliveras me envía un artículo precioso de Ignasi Aragay, publicado en el periódico “ARA”, titulado “Amb els meus millors desitjos” (“Con mis mejores deseos”) y comenta:
“De hecho, añoro en la prensa escritos llenos de este tipo de humanidad. El dejarse llevar por la pendiente de la sensibilidad. Me reconforta pensar que aún hay espacio para escribir en un periódico, más allá de la visceralidad, las esgrimas pseudointelectuales, las banalidades de los paparazzis o las escenificaciones superficiales de cara a la galería…
A veces el hombre aparece en el pensamiento más humilde, que posiblemente sea el más profundo…”
Aragay durante al año debe escribir sobre otros temas. Exigencias del guión… ¡Lástima!
Como Antoni Puigverd, que cuando la empresa para la que trabaja le deja escribir con menos exigencias comerciales, aparte de poner de manifiesto -aún más- sus dotes literarias, pone el dedo en la llaga de los males del periodismo, que no son otros que los males del mundo globalizado en el que vivimos pensado para trabajar, producir, consumir sin tiempo para digerir y aún menos para pensar… Dice Puigverd:
“Es preciso tener presente que la realidad es muy cara de ver. Podría parecer lo contrario. Puede parecer que estamos saturados de información. Pero el hecho es que los árboles de la actualidad no nos dejan ver el bosque de la realidad: nos pasamos el día viendo (y escuchando o leyendo) imágenes de actualidad; y es esta ruidosa actualidad la que nos impide proyectar nuestra mirada con perspectiva. El periodismo fabrica esencialmente ruido. Fabrica historias sin parar: todo tipo de escándalos, problemas y conflictos, pero también distracciones, amenidades, expectativas. Tanto las historias trágicas como las cómicas son Kleenex: historias y enredos destinados a ser sustituidos frenéticamente por otras historias y otros líos (…) mientras el ruido y el exceso predominan, la confusión de nuestro mundo se va haciendo más y más impenetrable“.
En verano el “aspersor mediático de porquería, el difama que algo queda”, se convierte en una fiera amansada, recuperándose espacios para el humanismo. No deja de ser -en parte- un fenómeno comercial. Los lectores necesitan también descansar y huir unos días del ruido intentando recuperar cierta paz y tranquilidad. Con un poco de suerte, los más osados pueden reencontrarse mínimamente consigo mismos si la inquietud de lo que pueden llegar a entrever no les atemoriza. Ya habrá tiempo para volver al ruido y continuar practicando estilos de vida que a pesar de que sabemos perfectamente que resultan destructivos para la sociedad y para el planeta, parece que por ahora no hay quien los pare. Por su parte, los Media volverán con toda su agresividad a contribuir decisivamente a fomentar el malvivir, fabricando historias y escándalos -como dice Puigverd- o publicando sin necesidad de contrastar demasiado -o nada- todo aquello que vaya en la línea editorial respectiva y que alimente los bajos instintos de los ciudadanos receptores, en especial la envidia y el odio de unos consumidores, a menudo demasiado desconectados de sus respectivas almas para evitar contaminarse con el producto informativo envenenado… No deja de ser una forma más de consumo salvaje y falta de escrúpulos.
Afortunadamente, siempre hay pequeños espacios para las columnas semanales -o en verano los artículos diarios- para escritores y escritoras como Sílvia Soler -entre otros, ahora me viene ella a la cabeza- que tienen la capacidad de ofrecer verdaderos oasis cargados de humanidad.
Sigo en la playa. Me doy el primer baño. Durante unos segundos, mientras comienzo a adentrarme contemplo el mismo paisaje idílico, pero desde la perspectiva diferente que proporciona la posición vertical y la sensación del primer impacto del agua sobre el cuerpo. De repente veo acercarse una ola respetable y aprovecho para zambullirme. Nado mar adentro. Cuesta nadar contracorriente, pero atravesada la ola, el balanceo me devuelve levemente hacia la costa para, con el retorno, absorberme hacia el horizonte. No es prudente ir muy adentro… ¡¡¡Puede resultar difícil volver a tierra!!!
El agua está fresca, pero rápidamente el cuerpo se adapta y la sensación es placentera. Me quedo como queriendo hacer bajar la temperatura y pretendiendo conservar así el frescor un rato al salir. Normalmente se consigue durante los primeros instantes cuando mojado te estiras sobre la toalla, por el efecto del viento sobre la piel húmeda. Pero este sol sahariano devuelve rápidamente las cosas a su sitio…
Observo un hombre en la playa que me evoca una idea a la que hace tiempo le doy vueltas, que no es fruto de estos días de vacaciones ni de los del verano pasado -viene de lejos y la he pensado mucho- y que no es otra que la posibilidad de pasar temporadas más largas en Lanzarote, cuando la jubilación -o incluso los años previos a la misma, si la carga y la organización del trabajo lo permiten- lo haga viable… ¿Qué me vais a decir?, ¿Que quiero escapar del ruido ? Pues sí, qué queréis que os diga. Hace años que me entreno -con resultados variables- en la “selva asfáltica” de Barcelona. En un lugar como este ha de ser más fácil. A pesar incluso de que el ruido, haya conseguido penetrar en lo más profundo del ser, el silencio del entorno facilita este reencuentro cordial con uno mismo que todo el mundo parece buscar -¿solamente?- durante las vacaciones..
Al hombre que me llama la atención en la playa, se le ve muy tranquilo tomando el sol tumbado encima de una toalla. No pasa desapercibido. Su aspecto es singular, sensación que reafirmo cuando se incorpora. Es alto, debe tener entre 70 y 75 años. Su cabello completamente blanco es largo y cae por encima de sus hombros. Una barba blanca, larga y espesa oculta una buena parte de su cara. La mirada es dulce y la tiene fija en el horizonte. Parece ser, hasta feliz -digo yo-. ¿Qué pasa? ¿Proyecto mis sueños? ¿Y qué? Por el entorno adusto y salvaje, se podría pensar en un náufrago que lleva cierto tiempo en una isla perdida, si no fuera porque su bañador, la misma toalla y una mochila pequeña que lleva no parecen precisamente salir de un naufragio. ¿Un sin techo? No me lo parece. ¿Un loco? ¿Un inadaptado social? ¡Cómo si la salud mental de los que viven inmersos en el ruido de las ciudades del siglo XXI fuera envidiable! ¡Como si estar “perfectamente adaptado” al estándar de vida imperante en la sociedad actual no pudiese llegar a ser hasta preocupante!…
Tan pronto nada, como hace ejercicios suaves de tonificación muscular y estiramientos. Seguidamente cubre la mitad inferior de su cuerpo con la toalla y se cambia de bañador, dejando el que está mojado secándose en las rocas… ¿Tendrá familia? ¿Está de vacaciones? ¿Vive en Lanzarote? ¿Es uno de aquellos profesionales competentes -que dice también Puigverd en una columna de estos días- incapaz de establecer vínculos de compromiso, lealtad o afecto, que se ha jubilado aquí?
Por un momento tengo la tentación de dirigirme a él y preguntarle mil cosas… Pero creo que le perturbaría su paz o su lucha para que le dejen tranquilo.
Comentando este hecho con un amigo que me llamó y que conoce Lanzarote, me decía que no le parecía fácil vivir aquí. Que esta misma tierra y este mismo mar que estando de vacaciones, de forma pasajera, pueden resultar de una gran belleza y tremendamente poéticos, viviendo aquí es posible que sean duros. Es cierto que en este pequeño espacio insular la brutalidad del mar estrellándose con dureza contra unas rocas, resistentes e imponentes, pueden representar una buena metáfora del impacto que puede tener la isla en el carácter, el ánimo y el alma de quien no siendo de aquí -incluso de algún nativo también- elija esta tierra para finalizar sus días. Seguro que a Saramago se lo preguntaron muchas veces. Por lo que explica en sus escritos parece que se encontraba bien en la isla…
Hoy ya es 22 de agosto y como hice el año pasado he visitado la casa de José Saramago y la imponente biblioteca de la Fundación Saramago que contiene casi 16.000 volúmenes. Evidentemente cuando recibes la visita de personajes como Vargas Llosa, García Márquez, políticos y primeros ministros y una pléyade de artistas e intelectuales… la situación no es comparable. Y eso sin tener en cuenta -como alguien me ha hecho notar acertadamente- que más allá de simplemente vivir en la isla, se trataba de una fusión con el entorno para desarrollar una obra literaria de Premio Nobel y vivir una historia de amor de las de novela -precisamente- con su -ahora viuda- Pilar del Río. No, no parece un ejemplo a considerar para valorar la posibilidad de vivir en Lanzarote. Ahora bien, en la visita de hoy -cada vez que voy aprendo, descubro cosas y experimento sensaciones nuevas- he abierto una obra de Saramago -“El libro de los itinerarios”– donde he podido leer cosas como “nadie puede huir de su destino” o bien “siempre acabamos llegando a donde nos esperan”…
Yo no sé dónde acabaré yendo a parar antes del inevitable destino final. Pero si me esperan en este maldito mundo de ruido infernal y en el cual -ahora sí- la locura ha adquirido carta de naturaleza, que me olviden. Seguiré haciendo lo que sea capaz de hacer para no estar…
Después de comprar tres libros más del portugués -los tres últimos, el último de los cuales no pudo completar- en la librería de la Fundación, he ido a una de mis playas preferidas de esta maravillosa isla: Playa Quemada. No había nadie. Ni una sola persona. El día ha sido espléndido desde todos los puntos de vista. También el climatológico. El calor era intenso y he repartido mi tiempo entre las rocas negras y la arena oscura de la playa y el mar, que estaba bastante calmado. El murmullo de las olas cercanas no se veía interrumpido por ninguna voz humana, ni tan solo por el sonido del viento, que hoy era suave. Buen momento para sacar un libro y leer un rato. No era un libro idóneo para leer en un día caluroso que te obliga a interrumpir la lectura para remojarte frecuentemente y refrescarte. Puedes perder el hilo. Se trata del libro de la filósofa Marina Garcés, “Filosofía inacabada”.
Algunas apreciaciones me parecen impactantes. Y cuando después de leerlas cierras un momento el libro -sin perder el punto- miras a cada lado y hacia delante, te incorporas y giras sobre ti mismo para no perder ni un detalle de la belleza y la calma de este paraje, el impacto es aún más fuerte. Nada de lo que dice -o casi- resulta desconocido, pero en el lugar y el momento que describo, te impulsa aún más a alejarte -hay muchas maneras de hacerlo- de un mundo en proceso de destrucción por parte de los propios humanos. Es decir del -ya no tan lento- proceso de suicidio colectivo.
Teniendo en cuenta que muchos habitantes del planeta somos del siglo XX y los del siglo XXI aún no son mayores de edad, volver a abrir este libro -del que saltan granitos de arena de entre sus páginas y por lo que veo la cubierta es resistente a la grasa de la crema solar- y leer lo siguiente, comprenderéis que impacta especialmente. Dice Marina Garcés:
“El siglo XX ha sido el siglo de las guerras mundiales, de los exterminios en masa y de la Guerra Fría. Esto es lo que la globalización feliz de los mercados parecía haber superado para siempre. Pero el siglo XX ha sido también el siglo en el que la actividad productiva de la humanidad se ha desbordado a tal escala, que unas pocas décadas empequeñecen toda la historia anterior y las dimensiones del planeta mismo (…) En menos de cien años hemos pasado de un mundo vacío a un mundo lleno, no solo lleno de cada vez más seres humanos, sino lleno de una actividad depredadora que convierte todo lo que toca en recurso o en residuo. Los recursos se agotan y los residuos no dejan de aumentar (…) El siglo XX ha utilizado más energía que toda la historia de la humanidad (…) Parece que hemos dejado atrás 12.000 años de relativa estabilidad ecosistémica”.
Proponer el fomento de actitudes y comportamientos individuales humanos, solidarios, comprometidos, y ponerlos en práctica en los pequeños espacios de convivencia cotidianos -lástima que estos artículos periodísticos de verano, solo sean “de verano”- puede parecer rudimentario como antídoto para afrontar esta situación tan inhumana protagonizada por los humanos. En cualquier caso yo intento hacerlo así. Y ya que -como ya he dicho y escrito tantas veces- mi paz interior no la menosprecio, pero no siempre es “a prueba de bomba”, no siempre puede mantenerse en la urbe, allí donde “el ruido” parece no dar más opción que la claudicación o la locura, lugares como este en los que el entorno ayuda, son a tener en cuenta y no solamente como un sueño.
No en vano, cuando entras en la Fundación Saramago, al pie de una foto del escritor enmarcada en un paisaje volcánico se puede leer:
“¿Qué buenas estrellas estarán cubriendo los cielos de Lanzarote?”…
Estaría bien que nos esperaran. Veremos si llegamos…
Com sempre tens l’art d’unir quotidianitat + “reflexions filosófiques vitals” He estat capaç d’imaginar-me allà on descrius malgrat estic treballant a l’agost en una ciutat enbogida… Però et diré que a ciutat també s’hi poden trobar petits “paradisos” a on estar fresquets, llegir i compartir.
Gràcies Present!
Ja ho dic, no és impossible trobar la pau a ciutat. Jo m’hi esforço. Però a Lanzarote, no l’has de buscar, ella et troba a tu.
Els molt virtuosos trascendeixen en qualsevol lloc i corcumpstància. Els que no ho som tant, hem de buscar el silenci exterior per apaivagar el soroll interior…
Josep Maria,
Subscric el comentari d’en Present: tens l’art d’unir quotidianitat + “reflexions filosòfiques vitals”.
Per altra banda, m’has fet somiar, un cop més, en un grup de persones il•lustrant models de vida alternatius , qui sap, … potser a Lanzarote?
Jo crec que l’entorn és important. No hi a dubte que l’essencial per estar bé, és estar en pau amb un mateix. Però fins i tot tenint alta capacitat de ser feliç en qualsevol lloc -o quasi- i en la major part de situacions, l’entorn en el que vius és determinant. Per a mí, Lanzarote, és un entorn afavoridor del benestar en sentit ampli.