Antes de los efectos del cambio climático, los veranos, como el resto de estaciones, estaban bien definidos. Las transiciones estacionales eran pausadas, suaves y saboreabas el cambio de forma paulatina. El verano era el verano, estaba bien definido. Con los años esto ha ido cambiando.
En cuanto a las vacaciones, cuando era pequeño, el inicio y el final de las mismas coincidía casi, día arriba, día abajo, con el inicio y el final del verano. Después no, y poco a poco la sensación de verano fue coincidiendo con el período de vacaciones -normalmente en agosto- y, en parte, el apéndice, ya diferente, de los fines de semana de septiembre en los que el verano se diluía poco a poco.
Este año todo ha sido diferente, y el verano y las vacaciones, también.
Un verano extraño -hace poco me refería a que agosto había sido un mes extraño, en un año 2020 extraño-, desconcertante, diferente y dominado, como dominada está la vida desde marzo, por el redescubrimiento repentino de que los humanos estamos sometidos, segundo a segundo, a la incertidumbre. Nada nuevo, por otro lado. Como decía Steve Jobs, “vive cada día como si fuera el último”. No recuerdo si añadió “porque un día lo será”, pero en cualquier caso sabemos que es así.
Josep, del chiringuito de la playa Morro de Gos, me decía que el verano ha sido extraño, diferente. Menos gente. Clientes habituales -como yo- que no hemos ido tan a menudo como otros años… Me lo decía con cara de sorpresa, propia de aquel que no entiende lo que está pasando, al mismo tiempo que dejaba entrever esta sensación -ahora más patente- de incertidumbre que domina nuestras vidas.
Verdaderamente poco tiene que ver este final de verano con los de “toda la vida”…
“(…) un verano de finales de los años 60, el viejo Mercedes negro de mi abuelo ya estaba cargado y a punto de marcha. Mi madre, pocos días antes, nos había subido los libros del nuevo curso escolar. Los miramos con aquella ilusión que nos hacían los libros nuevos que, a lo largo de los meses, se perdería irremediablemente.
La casa se cerraba hasta el verano siguiente. Las butacas se cubrían con fundas blancas y algunos muebles, también. El eterno verano infantil había terminado. Era el preludio de un larguísimo viaje desde una Costa Brava -lejana y aún con pocos veraneantes-, hasta Sant Cugat, por carreteras tortuosas (…)”.
“Calella de Palafrugell, domingo 22 de agosto de 1999. Síntomas de final de verano. Distintos de los de ese día oscuro de finales de septiembre de 1990, últimas vacaciones de la vida de Ignasi. Pero el día se acorta manifiestamente. Al atardecer refresca. El cielo gris/negro amenaza lluvia. No parece que vaya a ser una clásica tormenta de verano. De lejos llega una música americana ligera, de los años 50, tipo Glenn Miller. Miro a Pau, que casi tiene 11 años. Recuerdo aquellas noches de verano en las que, teniendo su edad, con mis amigos, mirábamos a nuestros padres cómo bailaban aquellas canciones… En el recuerdo los veo jóvenes y con apariencia de felicidad… ¡Un escalofrío me recorre el cuerpo!
Un verano más. ¡Uno menos! ¡En Calella! Veranos, años, cambios, juventud, adolescencia, madurez, siempre Calella, año tras año… Melancolía de final de verano. Todo el mundo comienza a irse”.
“Es difícil describir colores. ¡Qué pena no saber pintar! El Mediterráneo como telón de fondo, detrás del Canadell. En el horizonte el cielo se ha vuelto de color lila, después rosado, luego se puede ver una franja azul claro y, casi en el horizonte, encima del jardín de Sentís, se ve una negrura impresionante. Más atrás aún, hacia el interior, hacia el noreste, unas nubes claras rompen un cielo azul. En la parte oscura, llueve. Caen cuatro gotas. El color verde del jardín de Sentís tiene un tono verde fuerte, muy intenso, vivo, potente. Deja sentir la fuerza de los colores de la naturaleza. El verano se acaba…”.
“Fiesta de final de verano en casa de Josep C. Frank Sinatra y el discreto encanto de la burguesía. Me voy a un extremo oscuro y solitario del jardín, justo delante de la piscina. Son las dos de la madrugada de una noche de final de verano sobre la playa de Llafranc. En Santiago de Chile son las 20 horas. La persona que está al otro lado del Atlántico, casi tocando al Pacífico, me cuenta que desde las ventanas de la casa donde se acaba de instalar, ve los Andes nevados. Es invierno y, en ese momento, más que verlos los intuye o recuerda haberlos visto con la luz del día, porque ahora, es de noche. Llafranch, el Mediterráneo, final de verano, las constelaciones del hemisferio norte, los Andes, el Pacífico, final de invierno, las constelaciones del hemisferio sur”.
“La noche va cayendo poco a poco. De repente parece que se acelera y todo es oscuro. ‘Per la Mare de Déu d’agost, a les 7 ja és fosc’ (refrán catalán que indica que hacia el 15 de agosto anochece sobre las 7 de la tarde). Las moreras de debajo de casa tienen las hojas de color verde oscuro. Aparece un velero en el horizonte. ¿Quiénes deben ser los navegantes? ¿Qué deben hacer? ¿Qué deben sentir? ¿Cómo deben ver estos tonos maravillosos de la naturaleza desde el mar?
Quizás acabará cayendo un chaparrón de final de verano.
‘Hola… ¿Ya has vuelto? ¿Cómo te ha ido el verano? Tengo ganas de volver a la rutina. A Bellaterra, a las clases, llamar a Ana para ver cómo le ha ido el verano…”.
Estos son párrafos descontextualizados de escritos de final de verano, de final de vacaciones -cuando era pequeño coincidían-, de diferentes momentos de mi vida. Añado un par de escritores que, por razones diferentes, han estado presentes en mi verano del 2020.
“Hemos recogido las tumbonas y las hemos subido al altillo. Hemos hecho un último repaso al apartamento y hemos ido recogiendo pedazos de verano que habían quedado olvidados debajo de la cama. Unas sandalias, la toalla de rayas amarillas y azules, unas chancletas, fichas de colores del parchís, el insecticida, una botella con un culo de vermut blanco que hemos vertido en el fregadero, en un trágico gesto que despide todos los aperitivos al aire libre, con berberechos y patatas y aceitunas y abejas que quieren bañarse en los vasos de refresco (…)”.
Sílvia Soler. “Final de verano” en “Relojes de sol”.
“Un día de la última semana de septiembre cerrábamos las habitaciones de la masía y bajábamos a Girona, para estar el tiempo justo e irnos hacia el Collell. Una de las chicas de servicio bajaba temprano para empezar a abrir la casa de Santa Llúcia, mientras mi madre y mi abuela cerraban las estancias de la casa. A media mañana, mi madre pedía que cargaran las primeras maletas, las macetas de la abuela, nuestras bicicletas y algunos colchones al camión de la fábrica y encargaba al chófer que volviera a media tarde con el Land Rover para trasladar a los niños (…).
-Niños, el Land Rover ya está aquí”.
Rafel Nadal. “Adiós al verano” en “Cuando éramos felices”.
Hasta ahora, el final de las vacaciones lo notabas porque cogías un avión de vuelta, dejabas un apartamento o una casita de alquiler, cerrabas una casa hasta el verano siguiente, abandonabas las bermudas y las camisetas, volvías a -en mi caso- Sant Cugat o Barcelona, en definitiva, a casa, y, entre otras cosas, volvías al trabajo.
Este año todo ha sido diferente y singularmente extraño, como decía Josep del chiringuito. No he cogido ningún avión de vuelta, no he dejado ningún apartamento o casita de alquiler, no he cerrado la casa de veraneo hasta el próximo año y de momento no he necesitado ponerme aún pantalón largo.
Este año, si las vacaciones han existido, al terminarlas no he vuelto a casa, porque no me he movido de casa. En cuanto al trabajo, tampoco he ido ni me he desplazado a ningún puesto de trabajo distinto del despacho que me ha asignado la pandemia, que no es otro que el de casa.
Para mí, este verano y estas vacaciones han sido diferentes debido al coronavirus principalmente, como lo habrán sido para mucha gente, y “vuelvo al trabajo” con la incertidumbre que deben de tener la mayoría de afortunados que pueden volver a un trabajo. Lo que puedo escribir es bastante diferente de lo que he escrito en cualquier otro final de verano…
“-¿Dónde vives?
-No lo sé…
-¿Cómo que no lo sabes?
-No, no lo sé. Hasta el 12 de marzo me parecía que vivía en Barcelona. Hacía dos años que dormía tres noches en Barcelona y trabajaba tres días presencialmente. Los otros cuatro días los pasaba en mi refugio deltaico. Pero mi sensación era de vivir en Barcelona. Ahora diría que vivo en un lugar tranquilo y solitario cerca de donde el mar se encuentra con el río, y este verano lo he pasado donde vivo. Solo disminución de la carga de trabajo me ha hecho pensar en algo parecido a las vacaciones.
-¿Entonces solo trabajabas tres días antes de la pandemia?
-¡Noooo! Hace tiempo que empecé a teletrabajar a tiempo parcial. El confinamiento me llevó a teletrabajar ‘full time’. Antes muchos ni entendían ni aceptaban el teletrabajo. Con la Covid, esto ha cambiado.
-¿Y por qué no sigues así? ¿Necesitas realmente ir a Barcelona? ¿Porque a qué te dedicas exactamente?
-Sinceramente, no haría falta que fuera a Barcelona, si lo único que contara fuera el trabajo. Concretamente me dedico a ayudar a gente que sabe apreciar mi ayuda y valor añadido, que no es todo el mundo, todo hay que decirlo. Hay gente que no acepta consejos de nadie. Irónicamente suelen ser los que más los necesitarían… Hablo con gente, escucho más que hablo, analizo situaciones a partir de los datos que me proporcionan verbal o digitalmente, opino, recomiendo, en ocasiones me esfuerzo -erróneamente- en que me hagan caso. En realidad lo único que tengo que hacer es aconsejar y quien recibe mi consejo me hace caso o no. Hace lo que quiere. Participo en consejos de administración, juntas, consejos asesores… Todo lo que hago lo puedo hacer telemáticamente y no tendría que estar físicamente, prácticamente nunca. ¡Pero ya me va bien ir uno o dos días a la semana al caos y la humareda de esta Barcelona que nos ha quedado, sin turistas, triste y ridículamente rallada y oníricamente pintada por esta alcaldesa estrafalaria que Valls decidió que teníamos que soportar!
-¿Por qué dices, entonces, que quieres ir algunos días a Barcelona? Allí hay mucha gente y siempre me ha parecido que esto te agobia, que estás mejor solo, ¿no?
-Oye, hubo un cliente al que le costó mucho, incluso durante el confinamiento, no contar con mi presencia física. ¡¡¡Se enfadó y dejó de pagarme durante dos meses!!! Al final se dio cuenta de que podía hacer lo que hiciera falta a distancia. Pero como te decía, aparte del trabajo, hay razones familiares y personales. Personales en el sentido de que si bien considero que nuestra sociedad sufre un problema grave, colectivo, de salud mental y eso me aleja de las masas de gente y de Barcelona, sigo creyendo que el hombre es un ser social por definición. Si me he vuelto solitario -si es que nunca dejé de serlo- no es por gusto, ni por alergia a los humanos. En el trabajo y fuera del trabajo, modestamente creo que ayudo a bastante gente. Otra cosa es que con estas personas me implique, me aporten, me apetezca intercambiar opiniones, me parezca que nos podamos añadir algo mutuamente… En este mundo psicótico en el que vivimos, a mí me cuesta encontrar personas que me interesen, con las que la comunicación sea fácil, fluida, agradable y sana. La mayor parte de las que conozco, mis mejores amigos y amigas -no todos- están en Barcelona. Para mí es importante verlos, en este caso, sí, físicamente, eso sí, de vez en cuando. Pero no a cambio de tener que quedarme en la selva urbana, en el manicomio en el que se han transformado las grandes ciudades. Mira, mientras te contesto veo en el jardín de casa una ardilla que a menudo viene a visitarme… Te dejo que imagines la frase que iba a escribir a continuación. Aquí, paseando, haciendo deporte, bañándome en el mar cuando se puede, leyendo, escribiendo, trabajando… estoy mejor.
¡Oye, tú preguntas mucho! Ahora pregunto yo. ¿Hay mucha gente a la que realmente te interesa ver? ¿A cuántas personas les explicarías el secreto más importante de tu vida? ¿Aquel que mucha gente se lo lleva a la vida eterna?
-¡¡¡Ostras!!! ¿Eres un brujo? Me haces esta pregunta cuando me acaba de pasar algo que ni yo misma me explico.
-¿Qué te ha pasado?
-Mira… La verdad es que me cuesta … No sé cómo decirlo.
-¡Simplemente dilo! Sin rodeos.
-En un contexto profesional, por azar absoluto, cayeron en mis manos unos escritos personales de un colega. Diría que lo que leí me puso delante de un espejo imaginario y me hizo pensar en algo que para mí es muy importante, que he hecho toda la vida y que, no me preguntes por qué, ya que no deja de ser algo normal y respetable que hace mucha gente, yo no me he atrevido a explicárselo a nadie. Contacté con esa persona desconocida, le expliqué muchas cosas de mi vida -cosa que no hago nunca-, y le expliqué mi secreto y…
-¿Y qué?
-Pues que de repente me quedé intranquila y le envié un mensaje diciendo: ‘Te he explicado mi secreto y no quisiera arrepentirme’. Él me tranquilizó y me ofreció dialogar sobre ‘cuestiones delicadas‘si eso me podía ayudar.
-¿Y qué le contestaste?
-Pues que mi intención no era llegar a este punto de sinceridad y que me sentía culpable de haber ido demasiado lejos explicando mi vida a un desconocido…
-¡¡¡Ostras!!! ¿Y no crees que si lo hiciste es porque alguna necesidad debías tener de hacerlo? ¿Puede que tu vida cotidiana esté tan integrada en esta locura de mundo que teme ‘los exceso’s de sinceridad y en la que la gente no se atreve a compartir lo que realmente es importante para ellos? ¿Has pensado que quizás hay cosas más fáciles de explicar a un desconocido que a los que te rodean normalmente?… No sé, no me parece que tengas que arrepentirte de nada…”.
En este verano extraño he disfrutado leyendo “Cuando éramos felices”, de Rafel Nadal -probablemente en un próximo post explicaré por qué he leído este libro y por qué he disfrutado haciéndolo-, por eso he querido añadir un fragmento de uno de los sus finales de verano, y me he enterado de que Sílvia Soler, de la que aprecio su escritura fresca, melosa y agradable, que a menudo me hace vibrar y me conmueve -y con la que tengo un encuentro pendiente debido a la pandemia-, ha tenido un cáncer. Lo escribo, porque ella misma lo ha explicado públicamente. Pensar en ella me ha llevado a incluir, a modo de modestísimo homenaje y como señal de empatía, su “Final de verano”.
Lo mejor de este verano ha sido, sin duda, poder conocer tres meses después de su nacimiento en Chile, a mi nieto Claudi. La emoción de verlo por primera vez, de cogerlo, de abrazarlo, de pasear con él -y también la pequeña tristeza de despedirme de él-, me han hecho vivir de forma especial los mejores colores de la vida, a pesar de haber vivido un verano extraño, de un año extraño, que todo parece indicar que lo seguirá siendo…
Molt bon escrit, amb diversos punts de sintonia, en el tot, en tot allò que també es deixa endevinar entre línies. enhorabona.
(ah! els pintors també ens sentim molt limitats a l,hore de descriure colors,…encara que sigui pintant-los!)
Moltes gràcies pel comentari Joan. Quina sort però tenir el do de l’expressió pictòrica¡¡¡