Han pasado ocho años y me acuerdo del día que esperaba embarcar en Heathtrow para venir aquí, mientras pensaba: “¿Qué importancia tenía a qué rincón del mundo iba a parar?”. Y explicaba que “tenía 56 años y me iba con la idea de volver a los 64, simplemente por el hecho de que mi contrato era para ocho años. ¡Qué ingenuo! La vida ya me había demostrado muchas veces que no se pueden hacer planes”. (Ver “Historias reales y a la vez imaginadas” del 19 de agosto de 2021).
Había llegado el momento y estaba en casa hablando con Harry Schorr, amigo mío desde mi primera estancia en Canadá, cuando era joven.
-Qué rápido pasa el tiempo, Armand. ¿Has decidido qué harás al final? Durante estos años no me ha parecido que tuvieras en mente volver a Catalunya.
-Creo que tengo alguna idea sobre qué pienso hacer a corto plazo. No, no volveré a Catalunya. No me hacía falta vivir intensamente ocho años aquí, un país civilizado y verdaderamente democrático, para tener claro que España es una anomalía de la historia sin solución. Y lo que ha pasado los últimos años en Catalunya… ¡¡¡Cuando veo al actual Govern rendido al verdugo!!! Mira, estos años me han permitido tener un pasaporte canadiense, y eso me da opciones…
-¿Has conservado el español?
-Lo he conservado simplemente porque es un pasaporte de la UE y eso, aún da opciones, también. No descarto volver a Europa. ¿Una isla griega tranquila, por ejemplo? No lo sé. En cuanto a mi país, lo que pasa allí me hace sentir como un exiliado que no puede volver. Puedo volver y volveré de visita. Pero no a vivir allí… Me quedaría aquí si no fuera por el invierno. Hay dos cosas a las que no he conseguido renunciar: sol y temperaturas cálidas (tampoco me gusta el calor intenso) y tener la opción de ir a caminar por la playa y ver el mar. Nada más que lo que te acabo de mencionar hace que no me quede aquí permanentemente. Pero sí que cuento con estar de mayo a octubre aproximadamente. ¿El resto del año? Tengo muchas opciones si combino climas tropicales con veranos australes. Pienso en Costa Rica, Piriapolis en Uruguay, algún lugar de la costa noreste de Brasil, entre Sergipe y Ceará, Sint Marteen, Nueva Zelanda, islas Chatham incluidas. Quizás algún año Florida como cualquier jubilado canadiense arquetípico (risas). No tengo intención de comprarme una casa en ninguna parte. El alquiler me da libertad. Y… Tampoco tengo intención, de momento, de vender la casa del Delta. Un amigo muy cuidadoso la utiliza, no de forma permanente, lo que permite que esté mantenida y que pueda ir alguna quincena en primavera o en otoño. Tengo muy claro que no quiero pasar ni un solo día del año en ningún lugar del mundo que concentre a muchas personas, masas humanas. Recuerdo cuando el Delta era tranquilo en verano. Me dicen que ahora, en julio y en agosto, la gente se ha multiplicado. Esto no es para mí. Pero en mayo, junio, octubre, noviembre, hay poca gente y el clima es muy agradable. No lo sé. No quiero hacer planes. La vida es imprevisible. Si a ti te hubieran dicho cuando eras joven que te dedicarías al crafting en Vermont… ¿Cómo habías imaginado tu vida? ¿Pensabas que envejecerás con una tercera pareja en un pueblo de Vermont, Harry?
-Claro que no. De joven me imaginaba haciendo una carrera profesional brillante que me permitiría realizarme. Estaba seguro de que aquello de “hasta que la muerte nos separe” sería una realidad con Margaret y que la familia, los amigos, el entorno social, me proporcionarían la felicidad. Y…
-¿Y qué, Harry?
-Pues que tardé casi cincuenta años en descubrir que la felicidad, ni era un estado ni dependía de nada externo a mí. Mi trayectoria profesional fue la soñada por mis padres, brillante en términos de valoración convencional. Las cosas con Margaret no fueron bien. Cuando a los pocos años de divorciarme conocí a Lily, me dije a mí mismo: “Ahora sí, esta es la mujer de mi vida”. Seguía confiando en que otra persona me daría la felicidad. En ese momento, ya estaba harto de la universidad y la investigación. Siempre lo mismo. Proyectos, protocolos de investigación, competir por el fundrising, por premios y reconocimientos, por… No tuve problemas de salud, el trabajo y el ocio me permitieron viajar por todo el mundo, teníamos una casa preciosa aquí en Outremont, un chalet en Les Laurentides, un SUV Volvo 90, que en Norteamérica era muy esnob, también un Volkswagen Rabbit descapotable, y jugábamos al golf en The Royal Montreal Golf Club. Y no éramos felices. Y acabamos divorciándonos…
-¿Y qué hizo que de repente abrieras los ojos? Siempre hay un detonante que suele llegar cuando estás al límite… No sé si siempre, pero sí a menudo, ¿no?
-Fueron muchas cosas, Armand, que no me apetece remover. Mira lo que me viene a la mente. Ya sabes que, como la mayor parte de francófonos de Quebec de nuestra generación, abdiqué del catolicismo. Nunca he sido creyente. Ni lo soy ahora, en el sentido de la religión católica, al menos. Un día pasaba por delante de una iglesia y entré. No había nadie, aparte de un organista que no veía. Escuchaba música sacra, sin duda en directo. Veía el órgano, pero no al organista. En la calle hacía frío y dentro se estaba bien. La penumbra hacía que una cantidad generosa de velas, muy bien distribuidas, brillaran de una manera especial. El olor era de cera con un toque de vainilla. Me senté inmóvil, respiré lenta y profundamente, y tuve la sensación de que mis demonios interiores habían quedado fuera en la calle. Te diría que este fue, si no el detonante terrorífico al que te refieres, sí un detonante importante en el sentido de hacerme ver que aquello, allí, aquel instante, era mejor que el golf, el chalet y el sexo con Lily. Era un instante de felicidad. En ningún momento me “iluminé”. Todo era muy terrenal. Empecé a frecuentar aquella iglesia y otras. Cuando viajaba a Europa y podía encontrar algo similar en grandes catedrales, era sublime. Recuerdo un día que nunca olvidaré en la Catedral de Colonia. Poco a poco, fui capaz de “desacelerarme” en otros entornos pacíficos y tranquilos. Los paseos por Les Laurentides o por el Mont Royal, se transformaron en nuevos momentos de felicidad. Incluso lo mejor del golf dejó de ser los palos, la bola y el green, para pasar a ser los trayectos a pie durante el juego. Veo que sonríes…
-Pienso en lo que nos cuesta ser claros con los demás, sí, pero también con nosotros mismos. Es normal que me describas solo la punta de tu iceberg. Seguramente es lo que hago yo cuando “me abro” confiadamente a alguien. Me estaba preguntando si con las explicaciones que nos damos a nosotros mismos nos atrevemos a ir más allá de esta pequeña parte del todo que, como mucho, intuimos, pero raramente vemos o queremos ver… Eso es lo que estaba pensando. A partir de aquí, retomando el hilo inicial de la conversación, qué más da dónde acabes viviendo. Supongo que mi necesidad de estar cerca del mar, de huir de las masas y del ruido, de buscar climas cálidos, equivale a tus iglesias o paseos por espacios naturales. Necesitamos unas condiciones favorecedoras de la paz para tener momentos de felicidad. No somos yoguis perfectos, ni budas, ni santos, capaces de ser felices donde sea, según parece…
-Estaba pensando que en una vida caben muchas vidas. Hay quien solo vive una. O eso parece. O eso dicen algunos. Tú también has vivido
unas cuantas vidas. ¿Sientes la necesidad de borrar alguna?
-¡Buena pregunta, Harry! ¿Y tú? (risas). No sé qué decirte. Iba a responder impulsivamente que no, pero… Estoy pensando… Quizá sí. Al menos partes importantes de otras vidas o momentos vitales. Durante estos ocho años, he vivido una sensación muy especial. Mira. Tú mismo, Richard, Silvie, Lucie, y tantos amigos de hace casi cuarenta años reencontrados ahora, convivisteis conmigo el final de la tercera década de mi vida y ahora el inicio de la séptima. ¡Os habéis perdido tres! Si os pregunto quién he sido yo estos treinta largos años, ¿qué diréis? O si os pregunto qué tengo que ver yo ahora con el Armand que conocisteis hace treinta y pico años, ¿qué diréis? ¿Soy la misma persona? Sí, obviamente con respecto a la carcasa -más envejecida, pero la misma-, pero y por lo demás: pensamientos, sentimientos, ideas, deseos, lo que priorizo, formas de expresarme… ¿Y qué hay de mi alma? Durante las tres décadas que no convivimos en el mismo país, mi vida se vio reducida en gran medida al trabajo. Algo sabéis, porque yo he ido viniendo siempre, muchos habéis estado en mi casa en Barcelona, hemos coincidido en diferentes lugares del mundo, habéis sabido que ocupé cargos formalmente apreciados y considerados “importantes”. Lo que no sabéis -quizás después de estos ocho años lo conocéis un poco más- son los efectos que tuvo en mí todo aquello. Fui sensible al reconocimiento sincero y la adulación no percibida como tal (detestaba los lameculos indisimulados) y también a las agresiones recibidas por la cantidad -nada despreciable- de enemigos que me gané por mi manera de ser temeraria, dura, directa… Ni te imaginas qué descanso estos ocho años aquí sin ver prácticamente a nadie de todos los que acabo de mencionar. Si ahora volviera a Cataluña, me los volvería a encontrar, y muchos no han vivido más vidas, no han tenido experiencias diferentes. Siguen anclados en “aquella vida” que yo, con la perspectiva del tiempo, veo como horrible. Y, claro, ¿de qué quieres que me hablen? Pues de cosas de entonces que no solo me importan un bledo, sino que las detesto. Y sé que mi paz actual tiene un límite y el límite es este: reencontrarme con los que no se han movido de allí, de aquello. Reconozco que no lo he superado. ¡Y no te olvides de que soy de los que creyeron en la bondad de la política y la nobleza de los políticos! Ahora no tengo ninguna duda de que no hay ni un solo político conocido capaz de interpretar el sentimiento de la mayoría de catalanes hacia España y llevarlo a la práctica. Después de todo lo que ha pasado estos años -que lo he sufrido en silencio desde aquí- volver ahora allí y correr el riesgo de que políticos de antes o de ahora, me asociaran aún a mi pasado político y me quisieran hablar del país, me pondría enfermo. Y lo mismo te digo del trabajo que hice en Catalunya y en España, fuera de la política. Revivir todo aquello sería forzarme a revivir una vida pasada y enterrada. Lo viviría como una profanación de tumba por parte de los que me hablaran. Así que, sí, todo parece indicar que no solo necesito borrar vidas pasadas o partes de ellas. Ya las he enterrado. Theodor Kallifades dijo: “¿Qué importancia tenía a qué rincón del mundo iba a parar?”. Pero no se quedó en su Grecia natal. ¡Volvió a Suecia, donde hacía más de cinco décadas que vivía!
-Armand, ¿te acuerdas de Tom Robinson?
-Sí, claro. Se murió, ¿no?
-¿Puedo confiar en tu discreción? Tom está vivo. ¡Negaré haberlo dicho!
¡Qué fuerte! Su pareja cuando… en fin, cuando pensaba que había muerto, era Laura, ¿no? ¡Me la encontré en el Faubourg hace unos meses y le trasladé mis condolencias con años de retraso! Te iba a preguntar dónde vive, pero claro, ya entiendo que no… ¿Pero estáis en contacto?
-Sí. ¡Por algún motivo sintió la necesidad de mantener un único vínculo con el “mundo de los vivos” y me escogió para esta función! Pero no vive en ninguna parte en concreto. En el registro civil figura como desaparecido, tiene una nueva identidad y un pasaporte europeo. No se llevó ni un solo dollar de ninguna de sus cuentas bancarias conocidas, que las tenía conjuntamente con Laura. Vive en un motorhome con el que se mueve por los cinco continentes. Él y vehículo viajan -si hace falta en barco- donde decide que quiere ir. Se relaciona con poca gente, con los que nunca habla de su pasado ni de su futuro. Todas las personas con las que se relaciona son marginados, periféricos a la sociedad, al mundo “normal”, que van desde homeless a millonarios autoexcluidos del mundo, pasando por toda la gama intermedia que puedas imaginar. Entre los homeless, también hay millonarios que no hacen ningún uso, o casi ninguno, de su dinero. Cuando pasan nueve años de la desaparición de una persona, los familiares tienen derecho a registrarlo como desaparecido y es lo que hizo Laura. Me escribe cartas manuscritas con letra de caligrafía, mayúscula, sin remitente y que no firma. La penúltima llegó desde Papua-Nueva Guinea y la siguiente y por ahora, la última, desde Nepal. Supongo que te parecerá extraño que te diga que, por lo que me cuenta, por cómo se expresa, no me parece que haya perdido la cabeza. Me pidió que me asegurara de que a Laura nunca le faltaría nada…
-Harry, siempre he pensado que hay muchas personas descontroladas y estrambóticas, y no me refiero a Tom. Es posible que la “vida líquida” fruto de que la mayoría de mortales han perdido la cabeza, le cansara. A mí me cansa mucho. Y fíjate que mantiene relaciones con personas, que es la medida más eficaz para prevenir los problemas de salud mental e incluso de salud en general. Y… no es cierto que todos los homeless sean psicópatas. Incluso oficialmente, no todos los homeless que van a parar a servicios de psiquiatría cuando los detienen o por el motivo que sea, presentan ninguna psicopatía ni trastorno mental de los contemplados en la Clasificación Internacional de Enfermedades. Debe de ser muy duro para, por ejemplo, el CEO de la Molson o someone like him, -imaginémoslo infeliz ya en su situación-, aceptar que Tom tiene la clave de la felicidad y él no, porque quien es “normal” es Tom y no él. ¡Saber huir de los peligros reales es una virtud poco común, no exclusiva de los animales! Hay que ser muy honesto con uno mismo y muy valiente para hacerlo, cuando te han programado cuidadosamente para lo contrario. ¡Sé que no es posible, pero no sabes lo que daría por tener una conversación con Tom!
-¿Sabes, Armand? Coincido con tu análisis. Estoy, además, en condiciones de decir que Tom tiene un sexto sentido para identificar personas auténticas que han decidido bajarse del carro. El mismo en el que viajaba Tom. Y también tú y yo. Fíjate, por eso, que nosotros estábamos hablando del pasado y tú me explicabas cómo te sigue pesando. Tom no ha hablado más de su pasado con nadie. Nunca más me ha preguntado por Laura. Supongo que confía en que me ocuparé de ella si le hace falta. Ni habla nunca de planes de futuro. Tú tienes unos posibles destinos en mente para el futuro inmediato y hasta que tu corazón siga latiendo. Él no. Hoy se levanta en Irak y se va hacia Turquía y se está hasta que, por la razón que sea -nunca me da explicaciones- decide acampar una temporada en otro lugar. Estuvo más de un año en Nepal, por ejemplo…
-Diría que hemos utilizado a Tom para contarnos muchas cosas. Voy a comprarme un motorhome, ahora mismo (risas). No, no soy tan valiente. Pero no volveré a Catalunya. Han estado bien estos ocho años. Me parece que de momento alquilaré una casa en Bora-Bora. Allí conocí a un pescador que me la alquilará, bastante aislada de los complejos turísticos de lujo. De todos modos, allí los clientes salen poco de los recintos lujosos. ¡Parece mentira! Después… Veremos.
Fuimos a cenar a Les Mignardises, en la calle Saint Denis. Tardé un mes en desvincularme de contratos varios, vender muebles y diferentes objetos, preparar paquetes y equipajes y despedirme de todos. Treinta y pico años antes, este proceso no duró más de diez días. Iba más
“ligero de equipaje”. Y a pesar que la emoción y la melancolía al abandonar de nuevo ese país, después de ocho años, estuvieron presentes, nada comparado con lo que sentí en la primera ocasión que me fui, décadas antes. Recuerdo que una de las últimas cosas que hice fue pasear por la rue Bernard y llegando donde vivo ahora, al Parque Joyce, tuve la sensación de mirar por última vez un paisaje que no vería nunca más. Quién me iba a decir que décadas después viviría durante ocho años, precisamente allí. Ahora ya no me planteo nada parecido. Todavía tengo la mirada puesta al futuro. Pero la mirada es más corta, no llega ya tan lejos…