Llegué a aquel pueblo perdido un domingo por la noche, tarde, después de rato conduciendo. No había cenado. Pretendía hacer vacaciones y… algo más. El lugar se caracterizaba por la fuerza del viento -como Lanzarote- y por tener playas sorprendentemente poco concurridas en pleno verano, como Lanzarote.
Los veranos anteriores los había pasado precisamente en Lanzarote y este… también tenía previsto ir, pero cuestiones prácticas combinadas con motivaciones profundas me trajeron a este pueblo.
Encontrar playas bonitas y tranquilas, sin mucha gente en pleno mes de agosto, y sin necesidad de coger aviones ni hacer miles de kilómetros en coche, implica tener en cuenta algunas condiciones. A mí me parece que si la referencia es Barcelona, para encontrar eso, el pueblo tiene que ser feo, sin ningún atractivo aparente. Uno de aquellos pueblos en los que nadie se pararía a no hacer nada que no fuera alguna necesidad fisiológica o poner gasolina.
Circulaba lentamente por la calle principal, buscando un lugar para cenar o al menos picar algo. Eran las 11 de la noche pasadas y la sensación era de un poblado de western. El pueblo era francamente horrible, desestructurado, desaliñado. De pronto vi un restaurante abierto. En la terraza había dos hombres y una mujer, con aspecto de estar en la séptima década de sus respectivas vidas, con aspecto alegre, y de estar de vacaciones. Al hacer la maniobra de aparcamiento, acerqué bastante el vehículo a la mesa de los tres únicos clientes sentados en la terraza, mesa situada en el extremo de la acera y por lo tanto, muy cerca de mi vehículo en el momento de retroceder para después avanzar y aparcar. Desde dentro del coche, me pareció que se habían asustado. Al bajar y aproximarme, pude constatar que las cervezas que tenían delante no eran, ni mucho menos, las primeras de la noche. Me dieron la bienvenida en inglés de Inglaterra, excitados todavía por el efecto del alcohol sobre la vivencia de mi maniobra de aparcamiento.
Entré en el bar-restaurante con la sensación de entrar en un bar-saloon. Una camarera joven y atractiva me atendió.
–Me gustaría comer algo. ¿Es posible?
-Espérese un momento, que lo pregunto en la cocina.
Cuando la chica se dirigía hacia la cocina, la cocinera salió y nos pusimos a conversar los tres en corrillo. Muy amablemente me dijo que no solo me podía hacer un bocadillo, sino que me podía ofrecer platos de lo que había cocinado y no se había consumido durante el día. Era tarde y opté por un bocadillo. Una vez pedido decidí salir a la terraza. Hacía un calor húmedo muy remarcable.
Mientras esperaba, los ingleses seguían bebiendo cerveza sin parar. Una chica con aspecto de cantante de country -de hecho me recordó a Dolly Parton- salió a fumar y se sentó en la mesa de al lado, con la mirada perdida en el infinito, ignorando a todos.
Al cabo de un momento llegó un hombre que, en cierto modo, desentonaba en ese escenario. Iba solo y a pesar del aspecto aparentemente dejado e ir vestido con ropa cómoda y vieja, no podía ocultar una elegancia innata que se desprendía de todo él con fuerza. Pidió una cerveza, encendió un puro habano y se concentró en su smartphone, ajeno a todo y a todos. La cerveza era pequeña y se la iba bebiendo lentamente. Muy lentamente. Disfrutaba de la cerveza y del cigarro. A saber en qué pensaba… Su aspecto era el de un hombre en la quinta década de su vida. Entretanto los ingleses seguían bebiendo cervezas, en este caso grandes.
De repente la “Dolly Parton” se levantó y se fue. Unos instantes antes había llegado otro hombre de unos setenta y tantos que, al contrario que el fumador del cigarro, estaba pendiente de todo y de todos, como con ganas de aprovechar la mínima oportunidad para conversar con quien fuera. De hecho, mientras la “Parton” iniciaba un movimiento que ya denotaba que se iría, el hombre hizo un tímido intento de establecer conversación que ella no captó o ignoró.
La camarera joven me sirvió el bocadillo y una cerveza con actitud muy profesional y amable. No había consumido todavía ni la mitad del bocadillo cuando la cocinera salió fuera y me preguntó si estaba bueno.
-¡Mucho! Contesté.
Tenía hambre y esto ayudaba, pero el bocadillo estaba francamente bueno. La mujer se sentó en la mesa de al lado de mía, la que unos minutos antes había abandonado la “Parton”. Era una mujer gruesa con aspecto feliz. Supongo que había terminado la jornada laboral y lejos de tener prisa por irse, se la veía cómoda sentada en la terraza, dispuesta a hablar con los clientes.
El hombre con ganas de hablar, no perdió la oportunidad y desde la mesa de enfrente inició conversación. Entretanto, dentro del restaurante salieron dos clientes extranjeros que, cuando llegué y entré a preguntar si podía cenar, iban por el segundo plato (tarde, tardísimo para unos probables centroeuropeos o nórdicos). Su aspecto era elegante. También salió un hombre delgado, muy delgado, con gafas y bigote, y se puso a fumar. Se sentó en la mesa de la cocinera y se le veía aún más ausente que la “Parton”, ¡que ya es decir! Cuando yo era pequeño en muchos pueblos había una figura -conocida por un nombre que hoy en día podría dar lugar a la constitución de una ONG contraria a quienes utilizan este término: ¡pobres de ellos! – que no era otra que el ” tonto del pueblo”. Sin ir más lejos, en mi pueblo, en Sant Cugat del Vallès, estaban los “tontos de la calle Mayor”, conocidos por todos. Podía ser muy bien el caso…
Mientras todo esto ocurría, por la conversación establecida entre la cocinera y el veraneante -él mismo dijo que estaba de vacaciones- supe que la cocinera era la propietaria del restaurante y que la camarera joven y atractiva era su hija. La mujer tenía aspecto de “matrona” italiana y las ideas claras sobre las ventajas de haber abandonado la gran ciudad para ir a vivir a una zona rural, a pie de mar.
–Mi hija vive en un piso frente al mar, grande y espacioso, y solo paga 300 euros al mes de alquiler, dijo la madre.
También explicó que ella vivía en una finca rústica alejada de todo y de todos, y decía que por nada del mundo volvería al ruido y el humo de la ciudad.
El veraneante, jubilado según dijo, y que era lógico pensar por la edad que reflejaba su aspecto, resultó ser un cliente habitual y un amante de la cocina de la “matrona”.
–No soy cocinera, pero me gusta mucho cocinar. Disfruto haciéndolo.
Y acto seguido proporcionó una información que a medida que he ido pasando días por estos parajes valoro cada vez más: servía paellas y raciones de fideuá individuales.
–No entiendo la manía que tienen por aquí de exigir que al menos sean dos para tener derecho a comer paella o fideuá. Yo hago el sofrito en una paella muy grande y después solo tengo que preparar raciones individuales.
En ese momento, el veraneante jubilado, que ya hacía rato que había medio girado la silla hacia la mesa de atrás para poder conversar más cómodamente con la cocinera-propietaria, exhibiendo mucha agilidad, en un santiamén saltó y se incorporó de la silla para quedar sentado en la mesa de la cocinera y del que, en otra época, hubiera podido ser -tal vez- “el tonto del pueblo”, que seguía fumando un cigarrillo tras otro, impasible y mirando adelante. No dijo ni una palabra en toda la noche.
Empaticé con el veraneante jubilado en cuanto a la reivindicación de la paella y/o ración de fideuá individuales. Ahora, que después de unos días, no he conseguido comer paella ni fideos rossejats en ningún restaurante, mi solidaridad es absoluta y no tardaré en ir a probarlos al restaurante en cuestión.
La cocinera era como aquellos ejecutivos de ciudad que de pronto compran una casa con terreno para cultivar y ganado, y se dedican -con más o menos éxito y perdurabilidad- a hacer de campesino, pero en lugar de cultivar, cocinaba. De hecho, la fórmula “lo dejo todo, me voy y monto un restaurante”, también es conocida.
La mujer ya hacía 9 años que había cambiado de vida, según dijo, y como he explicado, se la veía feliz y contenta de la decisión tomada.
Mientras todo esto sucedía, el fumador de puros con aire elegante seguía ensimismado y concentrado en su smartphone, al igual que el llamado -probablemente de forma injusta- “tonto del pueblo”, que también fumaba y estaba abstraído, pero no utilizaba smartphone ni parecía que lo necesitara para nada. En cuanto a los tres ingleses, la progresión irremisible hacia la borrachera era un hecho incuestionable y evidente. Cuando me fui, hice la misma maniobra con el coche que la que había hecho al llegar. Pero esta vez ni se dieron cuenta de que la parte de atrás de mi vehículo llegó a poco más de dos palmos de sus sillas.
Mientras me dirigía hacia la casa que había alquilado, pensé que el lugar prometía. Recordé los años -décadas- de veraneo en Calella de Palafrugell. Las cenas en, por ejemplo, Peratallada, Ullastret o Madremanya, por poner algunos ejemplos. Aquella estética, aquel ambiente, el Golf de Pals, el Tenis de Llafranc, los puertos de Llafranc o de Palamós, el propio Club Vela Calella, todo esto y algunas cosas más atraían a un tipo de público que no me lo imagino veraneando por esta zona en la que estoy. Y allí donde van los que podríamos llamar “belleza y poder” quiere ir todos. Y acaban yendo todos de una manera u otra. Y así de masificada -y ambientalmente deteriorada, entre otros desaguisados- está la Costa Brava y la mayor parte de la costa catalana y del Levante español.
Aquí donde estoy, no hay -hasta donde yo sé- clubes de golf ni ningún club de tenis muy sofisticado. Hay puertos deportivos en el norte y el sur, pero estas calas se mantienen al margen. Son muy bonitas, y se está tranquilo y bien.
La casa en la que estoy la visité durante el invierno y decidí alquilarla para pasar las vacaciones y explorar la zona. Está en la salida del pueblo, donde empieza la montaña. En una zona no tan elevada como la que hay a unos 5 o 6 Km al suroeste y en la que viven muchos extranjeros, la mayor parte de ellos jubilados, pero no todos, o no todos jubilados del todo.
Es una casa muy sencilla, pero confortable. El acceso en coche se hace por una pendiente asfaltada, con árboles a ambos lados, y después de abrir dos puertas correderas que dan acceso a la finca, una en la entrada y la otra que delimita una partición dentro del mismo terreno. Podría parecer que estoy describiendo una mansión. No es así. Se trata de un terreno agrícola en el que los propietarios han construido unas cuantas casas rurales de alquiler, muy austeras. Dispone de los elementos que buscaba: está cerca de las playas, pero suficientemente lejos de la primera línea de mar -siempre más concurrida a pesar de todo- y tiene un porche para cenar al fresco y desayunar agradablemente. Aunque no formaba parte de mis requisitos, dispone de dos facilities que no buscaba pero que están ahí. Una que me va muy bien, una piscina, y otra que no utilizo, una barbacoa.
Ahora, aparte de leer, escribir y disfrutar del mar y de la vida de pueblo, toca explorar la comunidad de extranjeros. Es cierto que hay un tipo de turista de sol y playa que para alejarse del frío y el cielo gris constante de sus países, cualquier cosa les va bien. Me viene a la cabeza un viaje de trabajo a Cabo Verde y una visita a un inmenso resort hotelero de cadena, lleno de fundamentalmente alemanes que habían salido de su país en un vuelo charter que los había dejado en el aeropuerto de la isla principal y de allí iban al hotel, de donde no saldrían en 15 días y, muchos de ellos, no sabían ni dónde estaban exactamente. Los extranjeros que hay por aquí no son de este tipo.
Como decía, con este viaje, pretendía hacer vacaciones y alguna cosa más: conocer la comunidad de foráneos que han decidido vivir aquí, la mayoría de ellos extranjeros. Mi primera conversación con un belga que hace 14 años que vive aquí y que me tiene que presentar a unos suizos que después de tiempo de estar aquí han decidido irse a Florida, me provoca mucha curiosidad porque me expliquen cuáles son las razones que les han llevado a jubilarse aquí y cómo es la vida en la zona donde vive la mayoría. Una zona montañosa, a menos de un cuarto de hora del mar en coche y desde la que se divisa una magnífica vista de unos cuantos kilómetros de costa. Un parage tranquilo. Muy tranquilo…
Continuará… (seguramente).
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