Finalmente, Abraham J. Steinberg decidió viajar a Barcelona. Alquiló un apartamento en el Passeig de Gràcia. Alguna voz interior le decía que tenía que ser ahí. La vida que llevaba era austera y no se adecuaba a dicha elección. Pero su motivación no era material. Era de otro orden. Tenía que estar en el Passeig de Gràcia y alquiló el primero que encontró por Internet…
“Llegué a Barcelona sobre el mediodía. Era primavera y un taxi me llevó hasta este famoso bulevar. Durante el trayecto me pareció una gran ciudad. Sabía que no era por su tamaño, sino por disponer en pocas hectáreas de muchos de los elementos que dan la sensación de estar en una gran ciudad. Por el movimiento, los coches, las motos (vi muchas motos), el ruido, la gente. También por lo que no vi pero sabía. A pesar de la controversia y las diversas y contradictorias opiniones en aspectos como el cultural o la creatividad, se trataba de una ciudad cosmopolita. Las fachadas modernistas que pude contemplar durante el trayecto me fascinaron. El taxi paró en el semáforo situado delante de la Pedrera y, debo decir, que pensé que únicamente alguien en estado de Gracia podría haber hecho aquello.
Ya en el edificio, el conserje me condujo hasta el apartamento. Me lo quería enseñar y darme algunas explicaciones, pero rechacé amablemente su oferta. Estaba cansado y tenía la intención de quedarme en aquel lugar hasta el día siguiente. Además, necesitaba centrarme, conectar conmigo mismo, antes de salir a la calle. La fuerza que me había arrastrado hasta ahí me hacía presagiar algún acontecimiento para el que tenía que estar preparado.
Me ofrecieron un servicio de catering, pero viendo lo que había en la nevera, no me pareció necesario.
Me encontraba, no por casualidad, en un espacio modernista y mágico. No buscaba ningún tipo de lujo, pero sí un templo pacífico y bello. Sí, la magia y el encanto se respiraban por todas partes. ¿Qué habría ocurrido entre aquellas paredes desde que fueron construidas? Se trataba de un espacio noble, elegante y con mucha luz. Me resultaba familiar. Como si ya hubiera estado ahí…
La entrada era completamente de vidrio con cristales originales de la época y dibujos embriagadores. La sala principal, separada de la entrada por tres grupos de puertas de época, también de vidrio, estaba orientada hacia el sureste de manera que la luz era intensa durante todo el día. Tenía una tribuna con una terraza preciosa.
Tenía cinco habitaciones y un despacho. Todos los muebles eran de época, la mayor parte de ellos también de estilo modernista. Me instalé en el despacho. Arrastré el colchón de la suite hasta el despacho, lo dejé en el suelo y dormí todos los días ahí.
Colgaban originales de Casas, Nonell, Mir… Pero lo que más me cautivó fueron las vitrinas: colores planos, grandes cristales ligeros que interactuaban radicalmente con el alma. Era lo que necesitaba…
Durante el día estuve vagando por el inmueble, nervioso, como presagiando que algo importante iba a ocurrir. Estuve curioseando, hojeando libros, la mayoría escritos en catalán, lengua que no entendía.
Disfruté de los cuadros. Especialmente de la “Figura ajaguda” de Nonell. Artista poco valorado por gran parte de la propia burguesía que financió la obra modernista. El hecho de que Nonell se centrase en los marginados, oscureciendo los colores hasta acercarse al expresionismo, incomodaba a aquella gente acomodada acostumbrada a obras más “amables” y coloristas y a quien no gustaba que les plantasen la miseria delante de sus narices. ¡Lo más representativo de Nonell fueron las gitanas!
De todas maneras, aquella mujer recostada parecía sensual y atractiva. El perfil de su cara, fina y estilizada, junto con la espalda descubierta y el tirante de la derecha caído insinuaban una desnudez inminente…
Mientras estaba embobado delante de aquella imagen, fue oscureciendo y poco a poco me fui trasladando mentalmente hacia un espacio desconocido y un tiempo indefinido…
Cerré los ojos y desde la paz y el silencio viajé en el tiempo y en el espacio. En Barcelona estaba mi cuerpo inmóvil. Pero mi mente, mi alma, fue a parar a un lugar muy conocido, a alguna vida anterior, a un lugar al que ya había llegado el invierno de nuevo… Empecé a revivir alguna situación de… no sé de cuándo ni de dónde.
En aquel espacio y tiempo vital hacía días que el termómetro se movía entre los 32 y los -30 grados Fahrenheit. Los días más claros eran los más fríos. Lo eran porque el viento procedente del polo se lo llevaba todo. No quedaba ni una nube, ninguna partícula, ningún vestigio de nada en la atmósfera.
Aquellos días la luminosidad del sol radiante reflejada sobre la nieve acumulada daba como resultado una claridad que hería mis ojos.
Me desperté, hice un pipí y me miré al espejo. La piel seca de mi cara, llena de arrugas y manchas marrones, presagiaba la senectud. Me vi muy viejo. Tenía muy mal aspecto. Mi cabello largo y desordenado había emblanquecido como el paisaje exterior. Tenía la boca pastosa y con mal sabor. Me movía con dificultad. A aquella hora, mis juntas todavía no estaban suficientemente engrasadas. Con algo de suerte quizá ya no me quedaba tanto. Estaba cansado de vivir…
La ducha me tonificó y me despejó. Me preparé un café con aquella porquería que llaman “skim milk” y me prepararé unos “pankekes” con “mapple sirup”. No me preocupaba mi estado de salud, no me cuidaba. Mi actitud era autodestructiva.
Me senté en la butaca situada delante de la ventana de manera que podía disfrutar de aquella luminosidad sin que me molestara excesivamente a la vista. Al contrario, era agradable.
Aquella luz me transportó a otro lugar, a otro momento remoto. Aquella claridad estridente me resultaba familiar. Alguna vez había visto una luz similar. Era difícil de describir. Me removía muchas cosas en lo más profundo de mi espíritu.
Aquella luz, más que amarilla era blanca, radiante, nítida, pura, indescriptible. Era muy y muy familiar, pero era incapaz de recordar dónde y cuándo la había visto. Era un lugar muy y muy lejano, pero que también me resultaba muy familiar. Un lugar al que me había acercado centenares, miles de veces, pero al que no recuerdo haber llegado nunca…
De repente me vi a mí mismo en una cama de un hospicio. Un médico me estaba atendiendo. Entendí que era el final de alguna vida anterior que se me presentaba en aquel momento.
De repente reconocí al médico que me estaba atendiendo. Era Anuar Menaziz, un antiguo compañero de estudios con el que compartí alojamiento en el Reino Unido hacía tiempo. Anuar era egipcio, estudiaba medicina y se quedó en aquel país. Aunque siempre quiso ir a vivir solo a alguna isla del Mar Egeo. Nunca más supe nada de él.
El resto del día fue distinto a como eran los días normalmente. Me sentía invadido por una paz extraña. La sensación era muy agradable.
Llegó el atardecer y me relajé de nuevo cerca del ventanal. Poco a poco fui sintiendo la presencia de alguien más en la sala de estar de casa. Miré pero no vi a nadie. Instintivamente apagué la luz. Fuera había luna llena, igual que ocurría con el sol durante el día, se reflejaba en la nieve acumulada y cuando los ojos se adaptaban reaparecía aquella claridad extrañamente familiar.
Coincidiendo con esta acomodación visual y de forma progresiva, la figura de Anuar fue emergiendo de la nada hasta hacerse visible sentada en la butaca que tenía delante.
Sonreía. Estaba más viejo, pero era él, sin duda. Nada era extraño. Su presencia era natural. Parecía como si hiciera una eternidad que los dos estábamos sentados en aquella sala, de aquella casa, de aquel país, uno delante del otro. Sentí mucha paz.
Hacía años que vivía solo en un islote en el que, además de él, solo habitaba un pescador. A pesar de esta soledad, vivía dedicado a los demás y trabajaba por un mundo mejor.
Efectivamente, me asistió en mi muerte en una vida anterior. Morí a finales del siglo XVIII en una especie de hospicio de Mumbai, de tuberculosis. Desde entonces, tanto él como yo habíamos vivido una vida más y esta era la segunda. Para él era la última y después de esta se integraría eternamente en la Verdad Cósmica.
¡¡¡Yo todavía tenía deberes pendientes!!! Y ya era viejo. No me quedaba mucho tiempo para completarlos de forma adecuada durante este período de vida.
Me explicó que mi mujer había agotado su última vida con éxito y que mis hijos vivían en paz consigo mismos y con el mundo.
El tiempo se paró. No sabría decir durante cuántas horas, días o años estuvimos hablando. Hablábamos y nos comunicábamos más allá de la propia capacidad de transmitir los conceptos, ideas y sentimientos que contienen las palabras.
No sabría decir en qué idioma hablamos, pero no era mi idioma habitual.
Recibí el mensaje que necesitaba. Descubrí la Paz a la que, aunque no siempre he sabido vivir con ella, ya no dejaría de tener acceso. Que no dejaría de sentir que solo desde la Paz y la paz, desde el estar tranquilo con uno mismo y querer a los demás y practicar el amor universal, la vida adquiría sentido. Y la muerte también. Morir era una oportunidad para volver a vivir hasta que ya no fuera necesario morir y pudiera Vivir para siempre.
En aquel instante -repito que no sé cuánto tiempo estuve con Anuar, pero sí que tuve la sensación de que tuvo una duración indeterminada- me vi a mí mismo en muchas vidas.
Me había pasado siglos y siglos viviendo vidas en países y épocas diversos. Había nacido y muerto centenares de veces bajo el signo de todas las religiones de todos los tiempos. Pero no había encontrado la Verdad.
Llegué a ser presidente de uno de los grandes imperios de la historia de la humanidad y también ejercí de sepulturero. A ojos de la gran mayoría de los hombres fui la persona más grande y para otros la más despreciable. En cuanto a mí, fui capaz de reconocerme y de entender el sentido de mis existencias.
De hecho, esta vida -que imagino acabará pronto- es un reflejo de las dificultades encontradas durante vidas y vidas. Tuve la oportunidad de acceder a la Verdad muchas veces. Pero no lo hice. No debía de ser el momento.”
Cuando Abraham J. Steinberg abrió los ojos y volvió de aquel viaje a vidas anteriores, tomó consciencia de que estaba en Barcelona, alojado en una de las maravillas del modernismo. Era noche cerrada y no sabía cuánto tiempo había estado desconectado del presente, del aquí y ahora barcelonés.
Se acostó encima del colchón y se quedó profundamente dormido. Al día siguiente le esperaba un paseo por la ciudad desconocida que acabaría marcando el resto de sus días, que le permitiría cerrar definitivamente el círculo de sus existencias…
Josep Maria,
Per fi m’he posat al dia de la lectura …
Sembla que ens apropem a la conclusió del relat, però ja has avançat el que jo prenc com a conclusió real i faig meva: “des de l’estar tranquil amb un mateix i estimar als altres i practicant l’amor universal la vida adquiria sentit. I la mort també”.
Si un mira la vida desde l’interior potser s´apropa mes a la seva veritat i troba la tranquilitat que diu el Guillermo.
Totalment d’acord amt tu i amb el Guillermo: pregunteu-li sinó a l’Abraham J. Steinberg amb la de vides que va haver de viure fins aconseguir-ho!
Bé, força descriptiu, preciosa la foto del vitrall de la casa Lleó Morera…. la meva humil aportartació serà dir que no cal tenir molts anys per arribar a aquesta pau i tranquilitat… a vegades és un procès de recerca personal, dr creixement personal, de buscar i sobre tot de compartir. Tinc 48anys visc feliç, tranquila, m,agrada llegir sobre conducta humana i fer acompanyament…. sé com vull viure i disfruto de lectures i reflexions com aquestes.
Et vaig seguint Josep Maria…….
Present