Fuente: Pinterest

Era gratificante llegar a casa cuando la luz atenuada daba paso a la penumbra, escuchando el silencio y sintiendo el perfume inmaculado de la limpieza. El simple hecho de abrir rítmicamente las tres cerraduras de la puerta de seguridad del palacete, ya transportaba a Gabriel a una dimensión sobrenatural.

El ritual nunca dejaba de ser emocionante. Cuatro vueltas a la cerradura superior, después tres vueltas a la cerradura intermedia y, finalmente, tres vueltas más de llave a la cerradura inferior, permitían pasar a formar parte del paraíso.

El espectáculo, a pesar de ser diario, cada día parecía diferente. La belleza de los muebles antiguos, majestuosamente inmóviles, combinados perfectamente con unos pocos, pero bien elegidos, muebles modernos mayoritariamente de estilo art decó, le permitían experimentar, cada tarde, sensaciones novedosas. Todo era dinámico, a pesar de la quietud. Los cuadros, las esculturas, las obras de arte, completaban un todo estéticamente armónico, que le inspiraba un abanico de emociones indescriptibles, variadas, diferentes, infinitas… Su sensibilidad extrema le había llevado a vivir obsesionado y supeditado a su gusto  ultra refinado.

El orden simétrico y la manía por la limpieza hacían que, en aquel palacio del modernismo, el polvo no tuviera cabida. Rufina lo impedía, siempre atenta para erradicar cualquier mota y evitar cualquier perturbación.

Gabriel no habría podido aceptar una eventual dimisión de Rufina. Se había pasado años educándola, refinándole el gusto, explicándole los secretos para conseguir la paz celestial y el orden infinito en aquel habitáculo divino que su abuelo le había dejado en herencia.

Esto le llevó a ir incrementando progresivamente los emolumentos de aquella chica, primaria y de belleza exótica, hasta equipararlos a los de James Quincey, CEO de la Coca-Cola a pesar de que, al contrario que este ejecutivo, ella no había estudiado en la King Edward’s School, ni había accedido a ninguna formación universitaria.

Sin embargo, Rufina acabó entendiendo que aquello no eran simples paredes, que no se trataba de meros objetos materiales. Eran obras de arte que mantenían un diálogo poético entre ellas.

Al cabo de los años, Rufina era como una sacerdotisa en un templo sagrado. No era fácil conseguir que las veintitrés cuberterías estuvieran perfectamente ordenadas. Cada una en su cajón. Cada cuchillo inclinado en ángulo de treinta y cinco grados encima del de abajo, y debajo del de arriba. Cada una de las tres o cuatro puntas de cada tenedor, perfectamente alineada con la de abajo y con la de encima, para que, medido con pie de rey, no sobresaliera ni una porción de milímetro.

Era necesario que todas las prendas del señor estuvieran en armarios separados por camisas, pantalones, americanas, abrigos, sombreros… priorizadas de izquierda a derecha por colores, yendo de más claros a más oscuros. Todo perfectamente planchado. La lucha contra las arrugas formaba parte de la actividad habitual de mantenimiento del orden y la perfección.

El despacho que había sido de su abuelo, en aquella casa habilitada para su “querida”, la tía Rigoberta (perfectamente integrada en la familia), conservaba el piano Bösendorfer que su amante compró en Viena y que le regaló. La alfombra hecha con la piel de una cebra cazada por su ancestro en África ecuatorial y la colección de dibujos con la que Picasso le obsequió durante los años que coincidieron en Barcelona, ​​redondeaban una estancia llena de libros ordenados por autores, temáticas, idiomas y características de las tapas. Todo estaba en el lugar donde lo dejó su abuelo. Incluso el ángulo de inclinación de las lamas de las contraventanas para mantener la penumbra de siempre, sin la cual ese despacho no hubiese sido lo mismo.

Gabriel había optado por vivir solo, para no correr el riesgo de que cualquier ser pretendidamente humano, en principio una mujer, dadas sus preferencias, pudiera alterar el equilibrio alcanzado en aquella catedral. “Quizás un homosexual podría ser la alternativa?“, pensó, a pesar de ser heterosexual.

Atendiendo a sus prioridades -el sexo no lo era- consideraba que los homosexuales eran hombres refinados, delicados y de buen gusto. Sintiendo que su soledad buscada y deseada, empezaba a dejar de serlo -la artrosis y la senectud incipiente cambiaban las cosas- se planteó explorar qué podía dar de sí un compañero joven, distinguido, amante del arte y la cultura, y sensible, para recorrer en compañía el último tramo de su paso por este mundo. El caso es que, inesperadamente,  Viviane, una editora francesa, tan bella como desordenada, y capaz de vivir en lo que, para él, era la suciedad y el

Fuente: Investigard

caos, le enamoró.

La primera noche de amor y desenfreno tuvo lugar en casa de ella, en Niza. Aunque hubieran estado en Barcelona, tampoco habrían ido a casa de Gabriel. Nunca la habría dejado entrar sin conocer mejor sus gustos y su sensibilidad. Lo cierto es que no pudo entender cómo de aquel estudio sucio y desordenado podía salir una belleza tan ordenada, limpia y exuberante como la de Viviane.

A partir de ese momento, Gabriel volaba cada fin de semana con su jet privado a Niza, donde se instalaba con la editora en la suite presidencial del Hotel Negresco, para evitar la incomodidad extrema que le provocaba tener que entrar al loft pequeño, desordenado, húmedo, oscuro y poco confiable de Viviane.

Pero un viernes por la tarde del mes de octubre, mientras Gabriel pasaba -en lo que era un gesto mecánico habitual en él- el plumero por encima de una chaise longue adquirida en una subasta en Sotheby’s, comprendió que ni su sueño era malvivir en el Negresco, ni Viviane cumplía los requisitos necesarios para entrar, ni a aquella casa, ni a su ordenada vida. Habría sido una profanación. Pensándolo bien, Rufina le proporcionaba casi todo lo que precisaba. Y si hacía falta algo más, con un pequeño sobresueldo obtendría el servicio… Al fin y al cabo, solo ella había tenido la oportunidad de integrarse de forma natural en ese espacio museístico-divino, modernista-angelical, sin que su presencia fuera disruptiva.

El piloto de Gabriel, Marcus, entregó personalmente una misiva a Viviane, excusando la ausencia -definitiva- del propietario del jet. El piloto era un hombre sensible que no pudo resistir el llanto desconsolado en el que estalló Viviane al cabo de unos segundos de empezar a leer la carta. La mujer necesitaba desahogarse y Marcus la acompañó gustoso a pasear por la “Promenade des anglais”. Al cabo de un año se casaron por el ritual judío, después de que Marcus, disciplinadamente, se convirtiera al judaísmo. Aceptó la Ketubah, leyendo en voz alta en hebreo, en presencia de dos testigos aportados por Viviane. Se instalaron en Antibes y, gracias al regalo de boda de Gabriel, el jet, Marcus pudo satisfacer las necesidades de muchos clientes de Mónaco, sobre todo, y Viviane destacó en el mundo editorial. A pesar del dinero gastado en intenos de fecundaciones in vitro, no consiguieron descendencia por esta vía, pero adoptaron unos gemelos de Uzbekistán.

Entretanto, Gabriel envejecía solo en Barcelona y, a pesar de que lo pensaba a menudo, nunca acabó de decidirse a vender todo lo que tenía, para añadir a su fortuna congénita estos ingresos, y repartirlo todo entre los más desfavorecidos de la sociedad. “¿Todo, realmente todo, todo?”, se preguntaba, honestamente preocupado. Y, claro, se obsesionó con estos pensamientos, no nuevos, pero sí intensamente sobrevenidos con la senectud y la proximidad al paso a una… “¿mejor vida?”.

Los clásicos le resultaban tan familiares como la tía Rigoberta o las piezas de Gauguin o de Bernini que tenía -entre muchas otras de grandes artistas- en el palacete donde vivía. Y, por supuesto, Aristóteles ya dijo que la virtud moral es el punto medio entre dos extremos.

A parir de ahí, con la ayuda de Rufina, acabó determinando exactamente cuál era el término medio de su fortuna, sin tener que vender patrimonio. Y es que, en el fondo, estando de acuerdo en que la felicidad no radica en la materialidad, cuando se situaba en la dimensión espiritual y de conexión con el más allá, no se veía capaz de lograrlo sin lo que se desprendía del contenido artístico, estético, armónico, impoluto, ordenado, simétrico, poliédrico y matricial del templo en el que vivía.

Afortunadamente, mantener la propiedad de estos bienes de carácter instrumental para mantener la conexión con el “más allá”, a la vez que poder vestir de forma ad-hoc por las mismas razones y comer de forma frugal pero sana, poco más, le permitió dar tres cuartas partes de su fortuna a una serie de ONG y organizaciones benefactoras que, junto con  Rufina, analizó a fondo y seleccionó, después de estar semanas dialogando con los responsables y examinando -obsesivamente, claro- toda la documentación disponible sobre las mismas.

Siguió volando cada mes con su nuevo jet, pilotado por Alexandra, sobre todo a Londres, Nueva York, París y Milán, para seguir comprando obras de arte y aproximar así aún más su templo modernista a la divinidad.

Al cabo de quince años y dos días de haber enviado a Marcus a cuidar de Viviane, Rufina lo enterró en el mismo panteón familiar en el que la tía Rigoberta había enterrado a su abuelo. A partir del momento en el que  necesitó usar pañales debido a la incontinencia urinaria, la incomodidad que le provocaban, unida a la sensación de suciedad vejatoria, descontrol y la intolerancia al mal olor de los orines, decidió poner fin a su vida: alea iacta

HOTEL NEGRESCO

est. Rufina se ocupó de los detalles.

A partir de ese momento, la mujer dedicó el resto de su vida a cuidar el tesoro ubicado en el palacete modernista que heredó, con la misma delicadeza y amor con el que lo había hecho su predecesora, la tía postiza y, claro, el fallecido Gabriel hasta que precisó pañales y decidió desconectar de este mundo.

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