El framework: una lectura de verano

Este verano he leído un libro que me ha parecido interesante, Condenados a entendernos, de Arun Mansukhami. Reproduzco algunos fragmentos que considero idóneos para enmarcar lo que seguirá después.

El cerebro genera una representación determinada del mundo, crea un mapa mental. Este mapa es una hipótesis (…) o, incluso, (…) una “alucinación sobre la realidad”.

Creemos ver el mundo, pero lo que vemos no es sino el marco de la ventana por la que lo miramos”.

La información procedente del mundo exterior que llega hasta nuestro cerebro es casi infinita. Nuestro cerebro, sin embargo, tiene una capacidad de procesamiento bastante finita. Y debe utilizar esta capacidad para dar sentido al mundo. Si no lo consigue, el mundo nos resulta caótico e impredecible. (…) William James planteó que era increíble que viésemos un mundo ordenado en lugar de una confusión caótica y abrumadora. Para evitar esto, nuestro cerebro se ha especializado en buscar patrones y significados (mapas mentales) que den sentido al mundo a partir de datos parciales. Tenemos una facilidad especial para convertir una determinada secuencia de acontecimientos independientes en un patrón significativo”.

Cada uno de nosotros tiene sus propios “mapas mentales” y, en función de los mismos, procesamos la información, los estímulos que recibimos y creamos patrones.

En este post encontraréis los “patrones” que mi cerebro ha construido a partir de los estímulos recibidos, sobre la Costa Brava de hace años y la actual, y particularmente sobre Calella de Palafrugell. Algunos quizás coincidiréis en parte o en mucho, y otros poco o nada. Yo solo os puedo ofrecer, de primera mano, los míos.


En una vida caben muchas vidas                                                                                                                       

ISLAS MEDES Y MAR MEDITERRÁNEO

Mi recuerdo de la Costa Brava se estructura, en gran parte, casi en exclusiva, alrededor de Calella de Palafrugell. Muchos veranos de mi vida transcurrieron allí. Teníamos casa y, más allá de los meses de veraneo, también pasábamos  los días que podíamos, aprovechando puentes, festivos y vacaciones de Semana Santa. Cap Sa Sal, Palamós, La Fosca y, un poco más hacia el interior, Begur, completaban aquella visión “calellocéntrica” que daba forma a mi universo veraniego.

Nos gustaba mucho recorrer el Baix Empordà: Torroella, Corçà, Madremanya, Ullastret, Sant Feliu de Boada, Peratallada, Sant Antoni de Calonge, S’Agaró… Y también el Alt Empordà, con Figueres como destino bastante frecuentado, atraídos por la cocina del Motel Empordà, que se ha convertido en un recuerdo tan delicioso como entrañable.

Cuando pienso en el Empordà y en la Costa Brava, la memoria se dibuja en blanco y negro, con toda una gama de grises. Están los primeros años, llenos de color y vitalidad, y también los últimos, todavía vivos, pero teñidos de una desafección creciente hacia un territorio que tuve la suerte de poder disfrutar de forma privilegiada y, por qué no decirlo, exclusiva.

El verano de 2007, el último que pasé en Calella, ya sentía que la masificación de agosto —playas desbordadas y calas donde era tan difícil anclar una barca como aparcar en el Paseo de Gracia— me alejaba del lugar. En realidad, hacía tiempo que notaba el desgaste. Quizás a partir de los años noventa empecé a percibir aquella costa, hasta entonces tan bella, como una obra castigada por la mano de un homo sapiens a menudo insensible a la necesidad de preservar lo mejor que nos regaló la naturaleza.

La semana pasada volví. Desde 2007 no había vuelto a pasar cinco días seguidos en aquella tierra. La semana del 15 de agosto, no era la mejor. El gentío parecía resaltar el deterioro del escenario, pero los encuentros con hijos, nietos y amigos, que eran el objetivo real de aquella estancia, hicieron que la semana fuera un valioso regalo. El contraste con los recuerdos de una costa más virgen y respetada estaba presente, pero el valor de los momentos compartidos lo superaba. Mis hijos se criaron en gran parte allí, han mantenido a muchos de los amigos de la infancia, han conocido otros nuevos, y todavía siguen yendo, ahora con sus hijos,  igual como yo hice con ellos. Admito que lo mismo que me pasa con Calella, el Empordà y la Costa Brava, me sucedecon mi pueblo natal: Sant Cugat del Vallès. Cuando nací, había 8.000 habitantes. Ahora hay 100.000. Intenté regresar a allí en 2007 y aguanté hasta 2011.

¿Son todo esto apreciaciones de “senior”? Tal vez, pero, como soy arte y parte, no puedo opinar sin incorporar mi propia experiencia. Ciertamente, muchos defienden que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero no creo sentirme dominado por esta idea. Pienso que cada generación, cada persona, vive y juzga con sus propios ojos. Mi sentimiento es este, y seguramente hay tantas miradas distintas como personas que se expresan.


La Calella guardada en mi libreta (y en mi memoria)

CALELLA DE PALAFRUGELL

Avanzada la veintena, o quizá a inicios de la treintena, me interesé por la historia de Calella. Recuerdo conversaciones con el Dr. Josep Alsina i Bofill, abuelo de Marta Bonet, con el alcalde y farmacéutico palafrugellense Frederic Sunyer, y con el pintor norteamericano —que salvó la vida por los pelos en la guerra de Corea— Rodolfo Candelaria, nacido en una ciudad que, cosas de la vida, conozco bien, El Paso, en Texas, y que se estableció en Calella el año que nací yo, 1958, razón por la que también recuerdo este detalle. Las visitas a “La Polèmica”, estanco y librería, me aportaron mucho. “La Polèmica”, al menos durante los años 80 y 90, tenía bastante actividad cultural.

El caso es que, a partir de todas estas fuentes y alguna otra, me fuí creando una imagen de Calella que poco a poco plasmé en una libreta que todavía conservo y que, con motivo de este post, he recuperado. ¡Hacía años que no la miraba! La imagen que se refleja en las notas está muy vinculada a su historia como “refugio” de pescadores. Un puñado de casas a la orilla del mar, con porches y arcadas que acogían barcas y redes, reflejaban una vida hecha de mar, de sal y de tramontana. El Port Bo —primero— y el Canadell —poco después— eran entonces lo mismo. En mi imaginario, piedras, arena y olor a pescado fresco, con la gente de mar como únicos habitantes y dueños de aquel paraje.

Pero ya a finales del siglo XIX, la calma de las calas comenzó a verse alterada. Desde Palafrugell, que vivía el momento de esplendor de la industria del corcho, algunas familias decidieron buscar en el litoral un lugar de veraneo. Eran industriales, comerciantes, profesionales que habían hecho fortuna y necesitaban un rincón donde desprenderse del polvo de las fábricas y de las calles. Los Brugarol, los Boix, los Barceló, los Vendrell, los Cuatrecases…, nombres que aún resuenan en la memoria del pueblo. Fueron los primeros en levantar casas más grandes, de otro “estilo”, que anunciaban una nueva manera de vivir el mar, diferente de la de los pescadores. No se trataba de trabajo, sino de contemplar el horizonte disfrutando de la vista y descansar. Cuando yo empecé a ir a Calella, todavía había familias de Palafrugell —situado a cuatro o cinco kilómetros, quizá menos— que iban a veranear allí. Cerraban la casa de “Pala” al comienzo del verano, tapaban los muebles con aquellas fundas o sábanas blancas y no volvían hasta que terminaba la estación. El recuerdo de las lluvias de septiembre, cuando ya quedábamos cuatro gatos, lo asocio con el retorno de los veraneantes a Palafrugell.

Volviendo a los orígenes, Calella y, particularmente, el Canadell, no nacieron burgueses. Lo acabaron siendo más tarde. Y en esta transición está condensada toda la historia de Calella: de la barca a la casa de veraneo, de la red al balcón o al jardín frente al mar, de la dura vida del pescador al veraneo del empresariado local emergente. Todo ello, en un espacio reducido, donde la memoria aún conserva las dos voces: la del pescador y la del visitante. Todavía conocí a algún pescador. Un vecino nuestro lo era. Dudo que hoy en día quede ninguno.

Posteriormente, en el primer tercio del siglo XX, llegaron también familias relevantes de Barcelona. La fama del lugar crecía y el Canadell se convertía en símbolo de una nueva forma de vivir la plya, la costa y el mar. En “La Polèmica” me explicaron que entre los primeros barceloneses de los que hay constancia documental, estaba Ramiro Torres, que encontraba en aquel paraje un refugio de calma y luz mediterránea. Josep Pla, hijo de Palafrugell, lo supo expresar como nadie: aquella convivencia frágil e inevitable entre el viejo enclave de pescadores y el nuevo rincón privilegiado de los veraneantes.

En los años treinta y cuarenta, y sobre todo después de la guerra, el Cap Roig se convirtió en un lugar mítico. La propiedad, con vistas infinitas al Mediterráneo y jardines que parecían surgir directamente del acantilado, fue el marco de las famosas fiestas organizadas por Dorothy Webster, una aristócrata británica, conocida como “la rusa”, mecenas apasionada por el paisaje y el arte.  Era la esposa de Nicolai Woevodsky, un coronel zarista que huyó de Rusia antes de la revolución de 1917. La pareja se estableció en la Costa Brava en 1927, donde adquirieron terrenos en Cap Roig y construyeron lo que se conoce como “Cal Rus”. Su presencia dejó un legado, el actual Jardín Botánico de Cap Roig, una evolución de los jardines originales de la propiedad. La cala que hoy conocemos como la “bañera de la rusa” recibe el nombre por la afición de Dorothy a bañarse y observar el mar desde aquel rincón, donde a menudo se sentaba o hacía sus rituales diarios de relajación, convirtiendo el pequeño rellano de roca y agua en un lugar emblemático.

En Cap Roig se celebraban veladas que reunían figuras vistas por los locales, como personajes de ensueño: Salvador Dalí (con toda su extravagancia) y Gala, Winston Churchill, admirador de la pintura y de la costa mediterránea, Coco Chanel, icono de la elegancia, así como Elsa Schiaparelli, Bárbara Hutton y otros artistas, diplomáticos y miembros de la alta sociedad europea. Las veladas combinaban cenas al aire libre, conciertos improvisados y luces que hacían brillar la noche sobre el mar, confiriendo a Cap Roig un aura cosmopolita y casi irreal. Esta información la obtuve de fuentes locales, y cuesta valorar su veracidad. También se comentaba que esas fiestas, en realidad, eran orgías… ¡A saber dónde empieza la realidad y dónde termina la imaginación!

Ya en las décadas posteriores, cuando la Costa Brava se llenaba de artistas a la búsqueda de inspiración más que  de fiestas, el pintor Candelaria halló en las calas y los acantilados de Calella un espacio ideal para trabajar. Su trazo y sus colores retrataban las barcas, las redes y los útiles de pesca, y sobre todo las figuras de los pescadores y sus mujeres. Sus pinturas eran un homenaje silencioso a la historia de Calella, a la memoria de los pescadores, a la vida cotidiana en el Port Bo y en el Canadell. Recuerdo que en la puerta de su casa, en el Golfet, se podía leer “La casa del pintor feroz”, diría que al lado de la cabeza de un perro ladrando. Candelaria sabía más de la historia de Calella que muchos locales.

Ese flujo de voces —marineros y veraneantes, pintores y mecenas, luz y arena, olores de pescado y de flores de jardín— condensaba la paradoja de Calella: un pueblo que podía ser a la vez ordinario y extraordinario, humilde y sofisticado, un lugar donde el recuerdo de las duras condiciones de trabajo de los pescadores, convivía con el de la contemplación, la pintura y la música, con el esplendor efímero de las fiestas y la atemporalidad de la luz del Mediterráneo.

RODOLFO CANDELARIA

La relación con Candelaria, con el Dr. Alsina Bofill y con segundas generaciones de los primeros veraneantes gerundenses y barceloneses me dibujaba un horizonte que incorporaba las dos voces de Calella, la del pescador y la del visitante. Un horizonte que lo sentía tan marinero como literario, tan real como imaginario. Me gustaba pensar que cada cala guardaba secretos de historia, arte y fantasía. No debe extrañar que habiendo conocido una Calella muy distinta de la de hoy y habiendo imaginado, a mi manera, a partir de historias escuchadas, sus orígenes, cuando hoy pongo los pies allí, me invade automáticamente una sensación de desasosiego y pongo pies en polvorosa.


Familia y amigos: lo mejor del viaje

FAMÍLIA VIA, SAS, COLOMER

Nunca se puede decir jamás, pero dudo mucho que vuelva a la Costa Brava, al Empordà, con la idea de quedarme, ni tan solo, probablemente, de veranear allí. Sí, para ver a familia y amigos, como hice la semana pasada. Reencontrar a mis hijos, sus parejas y mis nietos, o a los amigos que te apetece ver y que tienen disponibilidad, siempre será motivo más que suficiente para pasar unos días. Lástima, eso sí, que la mayoría vaya en agosto, cuando aquel paisaje se llena de una muchedumbre que hoy me resulta del todo insufrible.

En este último viaje estuve en Sant Feliu de Guíxols, en Sant Feliu de Boada —una belleza artificial, propia de parque temático, como un cuerpo “embellecido” con bótox y cirugía plástica—, en S’Agaró —si vais, no os perdáis el restaurante Terracotta—, en Torroella de Montgrí, en mi querido Palafrugell (queridísimo, en el recuerdo), en L’Estartit, en la Playa de Pals y en Colomers. Colomers es, de hecho, un lugar donde podría vivir perfectamente, y en la Playa de Pals tampoco me importaría pasar unos días.

Guardo un recuerdo cálido de Salomé y Alain —y de los hijos de ella—, que me acogieron en su casa, antigua y preciosa, y repleta de obras de Salomé. Sus pinturas siempre me han transportado a una visión embellecida de los paisajes conocidos y, al mismo tiempo, me han conectado de una manera especial con aquellos espacios, paisajes y lugares desconocidos que retrata con tanta sensibilidad. Siempre me han fascinado y me han hecho sentir dentro de un universo que es a la vez familiar y misterioso.

Fui feliz compartiendo momentos con mis hijos Pau y Oriol, sus parejas Carla y Adriana, y mis nietos Claudi y Enric. Disfruté del Espai Cuixart, en Palafrugell, con Maria Ireland y sus amigos. Reencontrar, después de mucho tiempo, a Marc Farrarons en S’Agaró, nos permitió hacer una puesta al día entrañable y cargada de gratitud. Compartir casi un día con el buen amigo Eugeni Bruguera, que conozco desde cuando éramos jóvenes estudiantes de medicina, en su casa, en Colomers, completó esta cálida amalgama de reencuentros. La dosis de calor humano que recibí, de todos ellos, fue intensa y plena, como una agradable brisa marítima que atraviesa los años y te recuerda que hay vínculos que nunca se desvanecen.

Pero, por encima de todo, mi mapa mental me devuelve una y otra vez a aquella Calella bien conservada en mis libretas antiguas. La de las casas blancas con arcadas del Port Bo y las casas discretamente señoriales del Canadell —como la de la buena amiga Esther Casademont, que todavía veranea allí y que seguramente compartiría mi sentimiento— antes de que el monstruo de cemento que ha ido creciendo detrás de estas construcciones fundacionales lo alterara todo. Y las calas: La Marquesa, la Bañera de la Rusa (quizá con un nombre oficial diferente), Cala Pedrosa, Aiguadolça, Aiguagelida —entre las dos, la cueva del Gispert, donde alrededor del 15 de agosto, a las siete de la mañana, entra el primer rayo de sol y los murciélagos colgantes de la roca se muestran como un secreto revelado por la luz—, Aiguablava, Fornells, la Playa del

SALOMÉ DE CAMBRA. CASA SANT FELIU DE GUÍXOLS

Castell, la Foradada, la Fosca… Recuerdos de partidas de bolos en “La bolera”, mientras tomábamos un cremat o una horchata, así como de los paseos por el camino de ronda hasta Llafranc.

Todo aquel universo, hoy solo accesible en la memoria, se convierte en un espacio idílico que todavía me invita a escribir. Una memoria hecha de alma, de mar y de historias de homenots, que me arrastra una y otra vez a aquella Calella desaparecida, la de mi juventud, viva dentro de mí, intacta, aunque ya no exista fuera. Es un lugar que, por respeto, podría decir que solo puedo visitar yo de esta manera, aunque imagino que algunos podrían compartir mi marco mental o “una alucinación sobre la realidad” lo suficientemente parecida, como para acompañarme en esta visita. Así, en silencio, con la conciencia de lo que fue y ya no es, y de la belleza irrepetible que, a pesar de todo,  sigue resonando dentro de mí.

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5 thoughts on “RECUERDOS DE VERANO. AGOSTO 2025

  1. Imma dice:

    Records que només són accessibles en la memòria… Gràcies pel viatge a aquesta Calella desconeguda.

  2. Alejandro Montes dice:

    Excelente fotografía de vivencias, sensaciones y sentimientos de la costa Brava.
    Lástima no habernos encontrado en tu reciente visita.

    1. josepmariavia dice:

      Moltes gràcies Álex! El teu comentari em fa una il·lusió genuïna.
      Tu formes part de les vivències, sentiments i emocions viscudes a les platges de Palafrugell.
      Si sumessim les hores de xerrada compartida, abans i després delsmosrtidets de pàdel, segurament ens quedaríem sorpresos.
      Com saps el record és bo i l’estima alta. Abraçada!

  3. Imma dice:

    Records que només es guarden en la memòria… Gràcies per aquest viatge a aquesta Calella desconeguda.

    1. josepmariavia dice:

      Gràcies a tu per decidir-te a comentar! Els amics i coneguts m’envien els comentaris per What’s i la comunitat es perd els debats potencials.
      La Calella que em remou emocions, ja no existeix. Però amb l’ajut de llibretes d’escrits d’aquells temps, he recuperat bocins de la Calella que dorm a la meva memòria…

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