By c.hug (Cropped from Flickr [1]) [CC-BY-SA-2.0 via Wikimedia Commons

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La corrupción se tiene que condenar y, sobre todo, se tiene que combatir y erradicar. Dicho esto, me vienen a la cabeza un montón de interrogantes. El primero es si la indignación generalizada y el clima de denuncia que estamos viviendo serían idénticos si en lugar de sufrir la crisis que nos afecta con sus dramáticas consecuencias, atásemos a los perros con longanizas. ¿Viviríamos este clima de indignación y denuncia, o todo seguiría como parece haber sido durante años y años: enterrado y larvado?

Leo un buen artículo que combina la cuestión del liderazgo con la corrupción y la necesidad de ejemplaridad. Y algunas de las cosas que se dicen, llaman mi atención. Para empezar, una frase del amigo Ángel Castiñeira y de su colega de ESADE Josep Mª Lozano que dice: “Resulta sorprendente que muchos de los que hablan de la necesidad de cambios (por no hablar de los que pretenden gestionarlos) parece que están dispuestos a cambiarlo todo menos a ellos mismos”.

Aunque estos días millones de ciudadanos españoles y catalanes vivimos asombrados por los casos Bárcenas, Urdangarin, Clotilde… y otros como Gürtel, Palau, Pallerols, Sabadell… no puedo evitar preguntarme cuántos de estos ciudadanos no han esquivado nunca a Hacienda, aunque sea con pequeñísimos fraudes, o cuántos no han sentido admiración secreta (quizás también rabia y celos, porque la envidia es una característica nacional), por aquel que ha colado un “gol por la escuadra” al fisco. Todos hemos visto gente saltando la barrera del metro sin pagar. ¿Cuando esto ocurre hay una reacción colectiva de retención y denuncia del infractor, o más bien se acepta con pasividad el hecho? ¿Ustedes creen que el número de personas que se cuelan en la cola del cine o del mercado (o se saltan la lista de espera hospitalaria si pueden) es insignificante? ¿Creen de verdad que el porcentaje es similar al de, por ejemplo, Noruega? ¿Todo el que se da cuenta de que la cajera del supermercado le ha dado de más en el cambio se lo dice? ¿Cuánta gente trabaja en el mercado negro en España? ¿Cuando va al médico o al psicólogo, éste le da una factura? ¿Se la piden? ¿Todos los que me están leyendo tienen dados de alta de la Seguridad Social a los empleados domésticos? ¿Cree que ante la pregunta “con o sin IVA” el porcentaje de “sin” es insignificante? Ya nos entendemos, ¿no? La lista sería interminable…

¿Dónde quiero ir a parar? La corrupción, entre otros, depende de la adecuación del marco normativo y de que se aplique con rigor, pero también de los valores sociales colectivos predominantes, que no dejan de ser la suma de los valores individuales.

Alguien puede pensar: “¡Mira que comparar colarse en el cine con lo que parece que han hecho los señores Millet o Roldán!” (¿Recuerdan? La cosa no es nueva). Pues bien, depende de cómo se mire. Ahora me viene a la mente el caso de una persona anónima, considerada ejemplar por familiares, amigos y vecinos, que todo fue ser elegido presidente de su comunidad de vecinos y aprovechar el presupuesto comunitario de pintar la fachada para incluir sin coste para él la pintura de su piso. ¿Qué hubiera hecho este señor, o quien defrauda Hacienda, o quien salta la barrera del metro, si las circunstancias lo hubieran situado en posición de poder dirigir el Palau de la Música, el Real Madrid o Bankia? ¿O en posición de poder ser presidente de España o de poder ir de safari con una amante financiado por dinero público y/o de terceros privados con intereses?

Ya lo he dicho otras veces: no hay una empresa de headhunters especializada en la selección de ladrones y/o incompetentes para ocupar puestos de poder. O bien los elegimos entre todos o bien son fruto de unas normas que son las propias del sistema social del que todos, colectivamente, nos hemos dotado.

En el mismo artículo citado, leía otra frase que me ha llamado la atención, en este caso del catedrático de Ética Norbert Bilbeny: “Bilbeny considera que, si bien puede haber una serie de condicionantes históricos y culturales -los muchos siglos de feudalismo, una sociedad mediterránea más acostumbrada al nepotismo y la endogamia-, no se puede decir que España sea un país corrupto y sus políticos también. Es decir, si se cambia el sistema -fallido- con las leyes y acuerda que sean pertinentes, es posible modificar la situación actual”.

Estoy de acuerdo con la última afirmación. La situación actual, endureciendo las leyes y haciéndolas cumplir (por cierto, ¡alerta con la caza de brujas!), se puede modificar. ¿O alguien hubiera creído, por ejemplo en 1988, que en España la mayoría acabaríamos adaptándonos a los límites de velocidad a la hora de conducir un vehículo?

Está claro que es posible por la vía punitiva y del castigo conseguir resultados. Pero hay que trabajar también la vía formativa, ya que los políticos salen de la sociedad que conformamos todos. Hay que modificar las reglas de juego de los partidos políticos (no solo de su financiación, que también), y de las instituciones, el funcionamiento democrático y, en particular, del sistema electoral.

Dicho esto, España aparece siempre como país bastante corrupto en el ranking publicado periódicamente por Transparency International. Que los “poderosos”, en sentido amplio del término, tengan más responsabilidad, no nos debe llevar a obviar que lo que nos pasa, en mayor o menor medida, es responsabilidad de todos.

No es por casualidad que durante el siglo XX, ningún otro país civilizado nos haya ganado en años de dictadura. Formamos parte de un Estado, España, que permitió que Franco muriera en la cama y que nos impusiera -por más maquillaje democrático y constitucional que se quiera añadir- su sucesor como jefe de Estado. Un Estado con ciudadanos que han escogido un presidente -al menos uno- de convicciones democráticas dudosas, otro que ha sido un gran mentiroso y algún otro, el nivel de frivolidad es sencillamente aterrador. Todo eso ni pasa por casualidad ni es ajeno al alto grado de corrupción que domina la sociedad española ni, en definitiva, es independiente del sistema de valores que nos es propio. Todo esto no es nuevo. Es lo de siempre y nos caracteriza. Lo que pasa es que la situación de crisis económica extrema que sufrimos y sus dramáticas consecuencias hacen que de repente no se tolere como habitualmente se había hecho.

Un último apunte. Esconder la cabeza bajo el ala y continuar dominados más por la estética que por la ética, no ayuda. Que alguien vea bien que el presidente del Gobierno, el de la Generalitat, el alcalde de Barcelona o el de Madrid cobren 70.000, 80.000 o 100.000 euros en un país de mileuristas con millones de parados dice poco en favor nuestro. Se puede entender como reacción visceral, pero nos equivocamos.

No hay que ir a los sueldos de los directivos de las grandes compañías del Ibex 35. Basta con los de empresas más modestas para darse cuenta de que los sueldos de los políticos no se corresponden al nivel de responsabilidad que les reclamamos. El caso Bárcenas será cierto o no, pero nadie se debería sorprender de que este caso pueda acabar dándose cuando, repito, la estética domina sobre la ética, y los sueldos no son competitivos. Está claro que la solución no es hacer ver que cobras poco, asociándolo a un valor positivo, al tiempo que desarrollas mecanismos de cobro alternativos e ilegales. Lo que hace falta es transparencia, sueldos adecuados a las responsabilidades, competencia y actitudes éticas. Y un marco legal adecuado, incluyendo una Administración de Justicia impecable y confiable.

Los que nos representan y en general los que mandan tienen más responsabilidad en lo que está sucediendo. Los medios y la Justicia también. Pero no la tienen toda. Ellos deben ponerse de acuerdo para cambiar el marco legal, el sistema de financiación de los partidos y el sistema electoral, etc. Pero con esto no es suficiente. Hay formación. Hay que modificar valores, actitudes y comportamientos inadecuados y demasiado compartidos.

Que el sufrimiento excesivo actual y la indignación social que se deriva no nos impidan ir más allá de estos casos de corrupción vistosos, que solo es la punta del iceberg. Debemos ser capaces de atacar también la raíz del problema, que afecta a una parte demasiado grande de la sociedad, por activa (comportamientos no deseables) o por pasiva (tolerancia cuando el protagonista no es un poderoso).

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