El bar de la Roser

“En la isla, aunque vivas muchos años, siempre te considerarán forastero. Yo llegué hace 20 años, he aprendido a hablar como ellos y me he esforzado tanto como he podido para integrarme y… ¡nada! Sigo siendo forastera a la hora de la verdad”.

Nicolau y yo llegamos a un restaurante cerca del puerto con la intención de cenar. En la entrada, por fuera, había una bota de esas que se usan para tomar un aperitivo mientras esperas y/o para fumar. Nicolau se dirigió a una persona que estaba de pie, apoyada precisamente en esta bota, fumando y tomando una cerveza. No sé por qué interpreté que era un camarero o camarera, o encargado o encargada, o dueño o dueña de aquel restaurante. De todas formas el aspecto de esa persona y su manera de vestir no se correspondía a lo que se desprendía del restaurante…

Mientras Nicolau y esta persona hablaban, yo me esforzaba en dilucidar si se trataba de una mujer o de un hombre. No me resultó fácil. La voz tampoco me lo acabó de aclarar. Una voz fuerte y ronca -seguro que el tabaco había ayudado- que podía ser tanto masculina, como femenina. Barba no parecía tener, pero en los pectorales no apreciaba ninguna protuberancia… En fin.

Como la conversación entre Nicolau y aquella persona era animada y no parecía acabarse, yo me senté en una mesa de la terraza. Nicolau hizo lo mismo, pero aquel ser humano se plantó al lado de nosotros dos -sentados- y seguía charlando con Nicolau. Yo tenía hambre y pensaba  “por lo menos que nos pregunte qué queremos”, porque las cartas hacía rato que nos las había traído un camarero.

Finalmente esa persona nos dejó -momentáneamente- para entrar en el interior del restaurante y Nicolau, aparte de aclararme que era una mujer amiga suya, me dijo que no tenía ¡¡¡nada que ver con el restaurante!!! ¡Me apresuré a buscar a un camarero auténtico del lugar, porque el apetito me estaba empezando a provocar ansiedad y, la ansiedad, más apetito!

Una vez pudimos hacer el pedido, ya más tranquilo me adapté mejor a la presencia -de nuevo- de aquella mujer, que resultó ser la propietaria de un bar situado a unos metros del restaurante. Nicolau le dijo que cuando termináramos de cenar iríamos a tomar una copa. Y así fue. Pudimos, sin embargo, cenar tranquilamente y la conversación, como siempre, fue interesante y agradable.

-¿Te acuerdas de Pepe, el marido de Maria?

-¿La valenciana?

-Sí. Pues el tipo se ha quedado a vivir en la isla y se quiere morir aquí tranquilamente. Bueno, de hecho todo parece indicar que quiere acelerar su muerte. A menudo me lo encuentro en el supermercado con un carro lleno. Lleno de botellas de vodka. ¡Maria dice que no para de beber y no entiende cómo aguanta tanto!

-Ostras, es un astrofísico brillante, ¿no? Claro que, cuando ya tienes bastante… ¡¡¡pues ya tienes bastante!!! No haré juicios morales al respecto.

-No, no. Yo tampoco. Es un tipo extraordinario, da gusto hablar con él, ha vivido lo que no está escrito y ahora, ahora ya tiene bastante… Maria se lo toma razonablemente bien. Hace su vida ella… ¿Sabes? Yo también me quedaría a vivir en la isla. Pero Dora me dice que me psicotizaría y me alcoholizaría… Y creo que tiene razón. De hecho es lo que le ha pasado a Pepe. Bueno, ese psiquiatra que está por aquí dice que ya era psicótico. Aquí se ha alcoholizado y se le ha desatado la locura aquella de los que son extraordinariamente inteligentes.

-¿Quieres decir que a ti te pasaría…? Ya sabes que yo vivo todo el tiempo que puedo en una especie de “isla” también. No porque esté rodeada de agua por todas partes, sino porque viven bastante aislados y dejados de la mano de Dios. Allí hay gente como Pepe. Jubilados, prejubilados o jóvenes que han huido de la ciudad, muchos de ellos solitarios y sí que beben bastante, sí. Y más de uno ha perdido la cabeza, sí…

Después de cenar, fuimos hacia el bar de Roser. Era el último del paseo. Más allá sólo se veía oscuridad y delante el mar, igualmente oscuro. El olor de maría era más que remarcable. Una mujer sola, sentada en una mesa en la terraza, siempre sonriente, sin decir nada y empalmando un “canuto” con el siguiente, era la proveedora de aquel aroma. Durante la hora que estuvimos allí, tomó cuatro whiskys. En la mesa de al lado, justo al otro lado, había otra mujer sola, pero esta bien dispuesta a hablar. Tampoco paraba de beber. Se llamaba Palmira y era la pareja de Roser. Se la veía una mujer resignada a alguno o algunos tipos de fatalidades. Con la mirada triste contaba con mucha naturalidad una serie de males y mostraba cicatrices consecuencia de accidentes varios. Dirías que ella estaba preparada para un ataque de corazón fulminante o para morir repentinamente bajo el impacto de un rayo devastador. Yo estaba maravillado de cómo Nicolau encontraba temas de conversación con Palmira. La escuchaba con interés. No era nada fingido, impostado, forzado. Él ponía todos los sentidos en lo que aquella buena mujer le contaba. Entretanto la fumadora de maría de al lado, seguía sin inmutarse, con una sonrisa permanente y reponiendo el vaso de whisky, en cuanto se le acababa.

De repente llegó un hombre en moto que, por su aspecto -y el de la moto- se trataba, sin duda, de un lugareño con pinta de frecuentar asiduamente el punto de encuentro de “gente especial” que parecía ser el bar de Roser. Se sentó con Palmira e iniciaron una conversación animada que no parecía tener fin. Nosotros estuvimos casi una hora en ese “centro nocturno de experimentación social”. Mi sensación es que la conversación era intrascendente. Bien mirado, sin embargo, ¿quién puede medir la trascendencia de una conversación…?

La composición de la terraza quedaba completada por un par de mujeres sentadas en una mesa que, sin duda, no eran aborígenes. Hablaban otro idioma y vestían de forma, podríamos decir que elegante -demasiado recargada y ramplona para mi gusto- pero inadecuada para el lugar y para el momento -¡siempre según mi manera de ver, por supuesto!-. Llegué a la conclusión de que eran pareja -extremo que me confirmó Roser- y deduje -esto ya es cosa mía- que allí, a pesar de tener poco que ver con aquella “fauna” local, estaban cómodas, distendidas y no se sentían juzgadas.

El gin-tonic que pedí tenía un sabor extraño. Aparte las rodajas de pepino y las hierbas aromáticas que llevaba, el color no era muy blanco. Era más bien grisáceo. A mí me pareció que la ginebra era demasiado dulce, pero no podría asegurar que esta sensación no fuera producida por alguna de las hierbas que flotaban en la copa… Era un producto fruto de la capacidad innovadora de Roser.

Roser, cuando nos hubo servido los gin-tonics a Nicolau y a mí, se quedó de pie hablando, fumando y bebiendo. La cerveza de la cena a esas horas ya había dado paso a algún destilado. No sé cual…

Finalmente Roser acabó sentándose con nosotros y la conversación entre ella y Nicolau fue animada. Hablaron de la gente del pueblo, de pesca, de vientos, de navegación… Yo, como siempre, me sentía ajeno. Presente, estaba allí, pero ajeno. Me fijaba en Nicolau y me daba cuenta de que la conversación realmente le interesaba. La cabeza se me fue y ya no era capaz de seguir concentrándome en tratar de seguir la conversación y, aún menos, participar como, de forma demasiado optimista, había sido mi intención inicial.

No me quiero entretener mucho en un aspecto secundario en sí mismo y ya no digamos si pensamos en cómo es Nicolau. Navegar con su barco era un placer. Le gustaba el mar, navegar, hacer submarinismo y… De hecho, se trata de un hombre con una gran curiosidad que lo quiere conocer todo. Que yo sepa no se ha dedicado nunca al golf, la equitación no lo tengo tan claro e imagino que el tenis le debe gustar como el esquí, que sé que le gusta y lo hace bien. Ya veis por dónde voy… No creo que la idea de una tertulia en el Polo o el Tenis Barcelona, ​​le atraigan mucho. Entre otras cosas se debería vestir de una manera que no es la que le gusta, aunque tampoco estoy seguro de que abandonara su estilo, que le es muy propio. Como casi todo lo que tiene, como él mismo, es discreto por fuera y de gran calidad por dentro. Calidad humana también. En fin… En cualquier caso lo veo más en el bar de Roser.

Ellos iban hablando y yo imaginando situaciones. De repente visualicé a Nicolau sentado con seis o siete personajes de esos que para ir a trabajar van engominados, con trajes de Yves Saint Laurent y corbatas, pongamos por caso, de Hermes. Algunos eran hijos de papá más o menos inútiles que apenas mantenían el negocio. Otros ya lo habían hundido hacía tiempo. Entre ellos algún aparente nuevo rico y alguno de aquellos que papá, viendo las limitaciones del niño, había dejado las funciones ejecutivas en ese paradigmático profesional externo de confianza, de toda la vida que, haciendo creer al niño que dirige, vela por el bien del negocio y para contrarrestar las “genialidades” de la criatura. ¡Finalmente, un grupo de estresados ​​con dos stents de promedio sufriendo por si las bolsas subían o bajaban, por el precio del petróleo, del oro y del tipo de cambio euro-dólar, o por si el último tuit del chiflado de Trump había provocado algún terremoto económico!

Nicolau no formaba parte de ninguno de estos grupos, ni similares, a pesar de ser un empresario de primera. Estaba al tanto de lo que pasaba en Wall Street, en la City o en Tokio, pero no se estresaba. Y si bien era capaz de hablar con todo el mundo -ya he dicho que en principio todo le suscitaba curiosidad- yo creo que allí charlando con Roser y bebiendo aquel extraño brebaje, estaba mucho más feliz que en este tipo de reuniones que imaginaba yo, mientras ellos hablaban animadamente.

Después de un segundo gin-tonic -no me atreví a pedirle a Roser que no pusiera pepino y hierbas- nos fuimos charlando mientras caminábamos.

-¿Te has aburrido?

-No, no. La verdad es que me maravilla tu capacidad de conversación. Yo, como ya has visto, no sé qué decir en estos casos.

-¡Qué va, hombre! Mira, lo primero es escuchar, ponerte en el lugar del otro y comprender lo que te está diciendo y…

Tenía razón. Yo cuando veo que la conversación no me interesa, ya desconecto y ni escucho, ni hablo.

-Yo creo que casi todo el mundo dice cosas interesantes. Te tienes que poner en su piel.

-Mira, te envidio. No soportas las multitudes y aún menos el glamour o supuesto glamour. No vas “donde va todo el mundo” y se supone que alguien como tú debería ir. ¡Lo mejor es que estoy seguro de que si fueras también te parecería interesante, porque tú tienes la virtud de sacar petróleo de donde no hay! Te gusta el anonimato, los círculos pequeños y los personajes poco convencionales. Adivinas rápidamente qué circunstancias de sus vidas les han llevado a situaciones formal o aparentemente marginales. Porque tú has creado tu propia situación aparentemente marginal y te sientes muy bien en ella.

-Para, para. Lo haces demasiado complicado. Yo no me complico la vida. Las personas son personas y todas tienen cosas que contar. Si escuchas aprendes y no es tan complicado empatizar. Esta es una de las cosas importantes en la vida. Vivimos demasiado pendientes de las secundarias…

-¿No es tan complicado dices? No sabes lo que me cuesta a mí. Estoy tan centrado en mí mismo y en mis rollos que quizás ya no soy capaz de empatizar más allá de casos contados.

De hecho, no era tan difícil de entender lo que me pasaba a mí. Lo mismo que a tanta gente: vamos tan centrados en nosotros y nuestros problemas y preocupaciones, que nos cuesta contactar con nada o nadie que, de entrada, no nos interese mucho.

Mientras pensaba en esto y caminábamos, de repente Nicolau se paró y me dijo: “Mira, mañana volvemos y tú guiarás la conversación con Roser y…”.

“Válgame Dios”, pensé y… me pasé la noche soñando con Roser, su pareja, la que fumaba maría, el de la moto, y personajes y monstruos propios del sueño que me torturaron sin piedad.

A la mañana siguiente, Nicolau, fresco como una rosa y habiendo dormido de maravilla, me dijo: “¿Qué, preparado para acabar el día tomando copas con Roser…?”.

Recordad que este post comenzaba diciendo que “En la isla, aunque vivas muchos años, siempre te considerarán forastero…”.

Yo creo, muy sinceramente, que Nicolau lo matizaría mucho… Me hace pensar en el personaje de “Zelig”. ¿Recordáis?

 

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