Foto: Sunset Hopping

By reebs* (Sunset Hopping) [CC-BY-2.0 (http://creativecommons.org/licenses/by/2.0)], via Wikimedia Commons

Hace pocos días, alguien me transmitió la idea de que con el desánimo, la desconfianza e incluso la miseria que genera la crisis, se hacía difícil hablar de felicidad. Hasta el punto de que si alguien tenía la suerte de considerarse y sentirse feliz, “mejor no expresarlo por respeto a los demás” (!).

Pienso todo lo contrario. Necesitamos ilusión y mensajes positivos, y que alguien se sienta feliz es intrínsecamente bueno para él o ella, pero también para la colectividad.

Hace años que sabemos que la riqueza y los bienes materiales a nivel individual, y el PIB a nivel colectivo, están menos relacionados con la felicidad de lo que muchos creen. Evidentemente, el límite de esta afirmación es cuando la falta de recursos no permite cubrir el mínimo indispensable para vivir, para no morir, vamos. Aunque hay quien discute incluso este extremo.

La felicidad tiene más que ver, por ejemplo, con la salud que con los bienes materiales. Y la relación es en ambas direcciones y se potencia: la salud contribuye a la felicidad, y la felicidad tiene efectos beneficiosos sobre la salud.

Sobre la crisis y la felicidad quisiera hacer tres reflexiones, refiriéndome de paso al sistema sanitario:

-La primera: Hay que seguir luchando para ser felices, pase lo que pase. Esto puede significar luchar para mantener o conseguir lo mínimo para poder llevar una vida digna. Pero estamos obligados. Todos hemos visto últimamente gente condenada a la más absoluta miseria. Incluso gente que había sido opulenta. Y todos vivimos rodeados de mensajes negativos y de realidades duras. De frustración, de pesimismo. Seamos solidarios, pero alejémonos de los pesimistas. Si tuviéramos un dispositivo para medir la contribución del pesimismo y la negatividad, no ya a la infelicidad -que también- sino que la propia crisis; probablemente no nos perdonaríamos el tener este tipo de actitud.

-La segunda: Hay que valorar lo que de bueno y positivo nos está dejando y nos dejará la crisis. Porque la crisis acabará. No hay nada en esta vida que no acabe un día u otro, ni la propia vida. La sociedad que nos encontraremos a la salida de la crisis será más solidaria y altruista.

-La tercera: Cuando la reacción a la hora de valorar un problema, el que sea, es eludir cualquier responsabilidad y buscarlas todas fuera de uno mismo, estamos perdiendo la oportunidad de aprender todo lo que se puede aprender de este problema para evitar que se reproduzca.

La mayor parte de ciudadanos no nos consideramos culpables de esta crisis y consideramos que los responsables son los políticos, los especuladores y los sistemas financieros. En la segunda parte de la ecuación, tenemos razón. Toda la razón. En la primera no exactamente. La crisis económica ha sido la consecuencia de una crisis de valores que nos ha afectado colectivamente y de la que todos -unos más que otros, seguro- somos responsables. Para ilustrarlo reproduzco un fragmento de mi libro “La sanidad catalana desde otra perspectiva. La salud y la felicidad de las personas”:

“La denominada ‘crisis’ se podría interpretar como una crisis de éxito, entendiendo por éxito una serie de confusiones llevadas al límite. Hemos confundido el ser con el tener, el vivir con el consumo, la existencia con una estrategia para crecer cuantitativamente, la esencia con la apariencia. Todo ello hasta el punto de perder todo contacto con lo que de verdad es esencial.

Hemos creído que la libertad era posible sin responsabilidad. Hemos tenido claro los derechos, pero no tanto los deberes. Hemos pedido sin parar. Hemos dado -no necesariamente en términos económicos- mucho menos de lo que hemos recibido…

Es aquí donde debemos buscar las causas de la crisis, también de la crisis específicamente económica. Si no somos capaces de enfocar adecuadamente, si el objetivo perseguido con la superación de la crisis es perpetuar aquel ‘modelo’, quizás podrán aparecer nuevos espejismos…”.

Estas palabras y las que vienen ahora, referidas al sistema sanitario, fueron escritas antes de los ‘recortes’. Decía:

“El modelo de progreso social que hemos diseñado se ha asociado a un exceso de ‘posibilidades’. De forma inconsciente, consideramos que tener acceso es infinito, y olvidamos que esto solo es posible con recursos y más recursos. El sistema sanitario del acabamos viendo como un gran hipermercado o como un fast-food, en el que los clientes exigimos todos los servicios y más, sin restricciones, con acceso universal y, por supuesto, gratuito… Lo que queremos no hay manera razonable de pagarlo, ni dentro de las sociedades más opulentas”.

Ahora es razonable y casi un deber exigir responsabilidades políticas, y es legítimo indignarse y rebelarse contra determinados sectores y prácticas. Pero ahora tenemos también la oportunidad de reflexionar sobre cuál ha sido nuestra contribución a este cúmulo de despropósitos que podemos sintetizar con la palabra ‘crisis’. Quiero ser optimista y pensar que no la desaprovecharemos.

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