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Ángel Castiñeira (director de la Cátedra de Liderazgo ESADE -URL) reflexionaba hace unos días sobre la relación entre élites y democracia con la agudeza que le caracteriza. El tema me interesa y no sólo en el sentido estrictamente político. La democracia es una forma de convivencia social y las élites, obviamente no son exclusivamente -ni hoy en día, principalmente- de naturaleza política.

Pero en la medida que la democracia (el “gobierno del pueblo” de la antigua Grecia), pretende garantizar al máximo que el poder esté en manos de la totalidad de los miembros de la colectividad, el papel de las élites tiene un encaje complejo. Complejidad que es la consecuencia creciente  de cómo hemos “evolucionado” los humanos, cómo nos organizamos, cómo vivimos.

Como señala Castiñeira, el principio de confiar la evolución social a minorías creativas, buscando la máxima calidad democrática, ha fallado. El principio de la meritocracia aplicado al liderazgo, en el sentido que los elegidos para ser referentes sociales -también los escogidos para gobernar- lo sean por sus virtudes y sus méritos, muy a menudo no ha dado el resultado esperado y las élites han acabado especializándose en el intercambio de favores, la captación de rentas, el blindaje de privilegios y la auto perpetuación en las posiciones de influencia.

A pesar de esta constatación empírica, aún se sigue hablando mucho de la falta de liderazgos potentes, en sentido clásico, de la falta de liderazgos ejemplares y fuertes que sirvan de referente. La cuestión, no obstante, es controvertida. Aunque todavía se puede escuchar esta reivindicación, la desconfianza en los liderazgos demasiado personales es creciente y no se renuncia a pensar de que las nuevas tecnologías puedan ser decisivas para aproximar el poder a la totalidad de la colectividad (al menos al tercio de la población mundial conectada por Internet), al mismo tiempo que crecen los movimientos asamblearios de protesta como reacción a formas de gobierno caducadas o demasiado deterioradas por fenómenos como el de la corrupción.

No hay duda de que estamos en un momento de transición social de gran alcance, pero desconocemos aún el resultado. Tenemos más claro lo que no sirve que las alternativas, y no renunciamos socialmente hablando, a progresar mediante la fórmula del ensayo-error.

De manera simplista, se explica que ha terminado la época de los liderazgos fuertes, clásicos y que los nuevos liderazgos serán diferentes y deberán tener más en cuenta el ideario, el contenido y la masa crítica que rodea a los líderes para hacer prosperar un determinado proyecto social, empresarial, político, con alta calidad democrática. Sea como sea, se percibe un sentimiento de orfandad ante la falta de liderazgos fuertes.

La cuestión no es sencilla. En primer lugar el planteamiento no es nuevo. Recuerdo una vez, hace años, que esta propuesta de líder/mensaje/masa crítica de adeptos, fue fuertemente criticada por el hecho de, entre otros, poder definir perfectamente el concepto de secta. En otro sentido fijémonos lo que está pasando ahora con el independentismo catalán. Hay una determinada oficialidad española que necesita absolutamente identificar el proyecto con Artur Mas, ¡ignorando completamente el contenido y el movimiento social que hay detrás! Es decir, sí, los liderazgos fuertes están en crisis y hay que evolucionar en este sentido. Probablemente. Pero el demos sigue necesitando líderes. ¿Qué representa sino Beppe Grillo en el contexto italiano? ¿Es este el camino para mejorar la calidad democrática?

Sea como sea, y por mucho que avance la tecnología y nos aproxime a la democracia directa, el gobierno de la totalidad de ciudadanos constituidos en asamblea no es posible. Y las élites siempre estarán y los intereses no serán coincidentes. Por este motivo, Robert Dahl se refería a la democracia como una poliarquía, una combinación de liderazgos con control de los grupos de interés sobre los líderes políticos, lo que justificaría un cierto (inevitable) elitismo democrático, a pesar de que este concepto, como dice Castiñeira, parezca oxímoron, es decir antitético o incluso absurdo.

A riesgo de enervar a algún marxista, anarquista o a los antisistema, me temo que este concepto aparentemente antagónico de “elitismo democrático”, es inevitable. Los grandes grupos de comunicación, la Iglesia, la banca y las grandes corporaciones financieras, el Ejército, las patronales y los sindicatos, las multinacionales… siempre nos proporcionarán un Pedro J., un Rouco Varela, un Botín, o un Carlos Slim, un Bill Gates o un Amancio Ortega, que mandarán bastante, gobierne quien gobierne, se llame Aznar , Zapatero o Rajoy, u Obama, Merkel o Hollande.

Esta no es la cuestión. La calidad democrática no se logrará intentando negar esta realidad. No creo que sea necesario recordar como han actuado las “nuevas élites” que en el siglo XX han intentado instar a la lucha de clases y llevar a la práctica el comunismo. En este caso no es que no se pueda hablar de calidad democrática. Es que no se puede hablar, simplemente, de democracia.

La democracia, para ser de calidad aceptable, implica trabajar para que los líderes de estas élites y los que forman parte, sean íntegros, actúen en base a un sistema de valores sólido y se caractericen por la virtud, el sentido comunitario y la conciencia de que lo que tienen se lo deben a la sociedad y que se lo tienen que devolver con recursos y/o con aportaciones creativas, pero siempre con integridad y honestidad.

Cuando un país se gobierna desde el palco del Real Madrid, por ejemplo, hay mucho trabajo por hacer para que un día la democracia alcance un nivel de calidad aceptable. Y hay que hacerlo con inteligencia, con sentido ponderado de la justicia, sí, pero no con ánimo de venganza y, sobre todo, sobre todo, con formación, mucha formación y cambio del sistema de valores dominante en nuestra sociedad. Cuando las élites no son ejemplares, el círculo vicioso está servido: “Si los poderosos no pagan impuestos, ¿yo por qué tengo que pagar el billete del metro?”. De aquí al todo vale, hay un paso.

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