Un amigo mío empresario le preguntaba a otro amigo, profesor de instituto, ambos en los cincuenta avanzados, por la edad de sus alumnos y por cómo llevaba el tema de la disciplina en clase.
El profesor contestó: “Tengo de todo, en la ESO y en primero de Bachillerato (de 11 a 17 años). La disciplina es lo más difícil de mi trabajo, aunque tengo suerte porque he sido capaz de encontrar un equilibrio entre firmeza y cordialidad. Con mucha paciencia y una buena dosis de proximidad con los alumnos, todavía no estoy ‘quemado’ y me siento querido (que en mi ambiente es un privilegio). De todas formas los años me pesan, me siento con menos energía… ¡Si me jubilaran, no me pasaría nada!”.
El empresario le contestó: “Los maestros que conozco (…) sólo hacen que quejarse de los alumnos y de los padres (de los mismos). Eres el primero que escucho que dice cosas positivas. Celebro que te sientas querido. Es nuevo para mí. Felicidades por la buena actitud y seguro que también por el buen trabajo. Trabajo significa esfuerzo y dificultades y no hacemos más que quejarnos todos”.
“Quejarse es además autodestructivo“, añadió el profesor, y el empresario remarcó: “Es autodestructivo y daña todo lo que se hace y lo que está alrededor… somos egoístas y no paramos de mirarnos el ombligo”.
Esta conversación me hizo pensar en muchas cosas y no pude evitar preguntarme (retóricamente, claro) en qué mundo vivimos. Aquello que debería representar la normalidad, es decir, que los maestros amen su profesión y a sus alumnos y reciban a cambio la gratitud y el reconocimiento social por la tarea crucial de enseñar a nuestros chicos y chicas, acaba siendo la excepción (!).
Pero por encima de todo, la conversación de mis amigos me sitúa ante un mundo carente de humildad, en el que cuesta reconocer las propias limitaciones y asumirlas razonablemente, y en el que se tiende a buscar fuera de nosotros mismos a los responsables de nuestros males.
La humildad, más que una virtud, representa la conciencia máxima de los límites de cualquier virtud y de uno mismo. Comporta discreción. Desconfío de cualquier persona que aspire a tener una presencia constante ante el público. A menudo enseñan poco, aleccionan mucho y no siempre son ejemplares. Hace tiempo que tengo ganas de hablar de estos personajes tan en boga, los “tertulianos”. Hombres y mujeres obligados a opinar de cualquier cosa. La que toque ese día. Del ámbito que sea, de cualquier disciplina.
Ya me he referido en algún post al rol de los políticos y la humildad. Incluso maticé que, si bien les es exigible que en determinados momentos muestren convicción y transmitan calma, paz y serenidad (imaginemos cualquier gran desgracia: un tsunami, un atentado terrorista, lo que sea); el hecho de sentirse obligados a contestar cualquier cosa con el tono propio del que posee la verdad absoluta, genera gran desconfianza y contribuye a su descrédito. Ciertamente hay liderazgos públicos basados en valores. Ya nos entendemos y tampoco hay que llegar a Gandhi o Mandela para evidenciarlo.
Pero la humildad no es lo que predomina. Incluso ciertos intelectuales y filósofos se afanan por ser mediáticos y populares. Igual que sucede con los políticos y tertulianos, probablemente con frecuencia sobrevaloran sus competencias, de manera que esperar demasiado de quienes se autoproclaman intelectuales puede ser un error.
En cualquier caso, ya sean políticos, tertulianos y personajes mediáticos (incluidos los nuevos políticos producto de los Media y de las nuevas tecnologías), intelectuales o filósofos, más que la humildad o capacidad de reconocer lo que no son, se caracterizan por la soberbia y la vanidad e incluso por el orgullo, que para mí es sinónimo de ignorancia. Paradójicamente, incluso un intelectual orgulloso puede ser un ignorante. Como dijo Montaigne, “tan sabio como quiera pero al fin y al cabo es un hombre: ¿Existe algo más caduco, más miserable y con menos valor?”.
Ser humilde no implica ignorar el propio talento. Cuando esta virtud se asocia a otras, como por ejemplo, la sensibilidad frente al sufrimiento ajeno, en especial si se dispone de capacidad para articular y compartir, quizás entonces te puedas permitir alzar la voz. Si no se dispone de estas virtudes, mejor callar.
La filosofía plantea el sentido de la vida, el cómo sería deseable vivir. Por eso opino que debería estar más cerca de la política. Que Ángel Gabilondo, en una de sus primeras intervenciones dirigida a conseguir la presidencia de la Comunidad de Madrid, haya citado a Kant, me ha resultado reconfortante (no en vano es doctor en Filosofía). Pero si la respuesta a cómo deberíamos vivir para aproximarnos a la felicidad, planteada a nivel individual no es sencilla, la colectiva es aún más compleja. De ahí que todo lo que supone gestión de lo comunitario comporte gran responsabilidad e idealmente exija autoconocimiento y autoaceptación.
Parecería que la toma de conciencia de lo importante que es la interdependencia con los demás, debería darse por supuesta. Sin embargo siento que es algo a resaltar porque se ignora en demasía, en especial si de manejar el espacio comunitario se trata. Sin escuchar y atender al sufrimiento de los demás no hay ética. Pero antes uno debe tener conciencia humilde de sí mismo.
Cuando en lugar de partir de este punto, se abordan los asuntos colectivos desde la soberbia, la prepotencia o el menosprecio hacia los demás, interpretando que el ejercicio de determinados roles implica “hacer como” si lo supieras todo, se acaba trasladando la propia responsabilidad a terceros o a la comunidad.
En este escenario, la crisis de valores, la corrupción, el abuso, la desigualdad… han contribuido a que sea muy fácil hallar culpables ajenos eludiendo cualquier responsabilidad individual. De esta forma, han aparecido formas de activismo reactivo que excluyen la reflexión profunda sobre las propias responsabilidades y al mismo tiempo, también excluyen a los que no piensan igual. Curiosamente, a pesar de la apariencia democrática, se trata de formas de activismo quasi totalitario, caracterizadas por no respetar las opiniones discrepantes y por ser de poca consistencia, en la medida en que no dudan, incluso, en manipular el sufrimiento que dicen querer erradicar, empleando diferentes formatos de escarnio público, insultos amparados en un concepto perverso de la libertad de expresión, fomento de la envidia, la agresividad y la violencia… No conozco revolución humana que haya llevado la felicidad al mundo.
Los agentes de la economía financiera globalizada -agentes activos en el fomento de la desigualdad, corruptos y corruptores faltos de escrúpulos- contribuyen a que la felicidad en el mundo sea difícil de alcanzar. Ello no debería, sin embargo, legitimar a las víctimas para derivar responsabilidades hacia terceros.
El “sistema” está flaqueando y no sirve. Las nuevas formas de hacer política, el activismo reactivo mediático-tecnológico, son la reacción pero no la alternativa. Incluso en el caso de abuso muy claro por parte de terceros poderosos hacia las víctimas en inferioridad de condiciones, hay que mantener la actitud humilde de preguntarse por la propia dosis de responsabilidad en lo ocurrido. En la firma de cualquier hipoteca la responsabilidad, en dosis tan desiguales como se quiera, es de los dos firmantes.
Me quedo con el ejemplo de mis amigos, que humildemente intentan con sus alumnos y sus colaboradores, encontrar un equilibrio entre firmeza y cordialidad, con mucha paciencia y una buena dosis de proximidad. Procuran poner énfasis en el esfuerzo propio y no quejarse de los defectos de los demás. Creo en esta actitud anónima, silenciosa y poco vistosa de procurar hacer bien y humildemente las cosas en el pequeño o gran espacio de las relaciones personales, sociales, familiares y laborales , empezando por ser honesto con uno mismo.
Un plaer llegir-te, Josep Maria, com de costum.
Estic evidentment d’acord amb el que diuen els teus amics i m’alegro particularment de l’ampliació que en fas a un domini social molt més ample.
Amb els “tertulians” passa actualment a Espanya el que ve succeint de manera general des de fa temps amb els “famosos” en general. El fill sap cantar perquè el pare era cantant i, com canta pot fer cinema i presentar programes de televisió. Es tracta d’una mena d’omnisciència quasi divina que atorga massa fàcilment el consumidor acrític de mitjans de comunicació.
Si a tot això s’afegeix l’endogamia de les “celebritys” (abans les folclòriques es casaven amb els toreros, ara els futbolistes amb les models, etc) tenim una veritable “casta” semidivina que el poble ha canonitzat indignament.
Humilitat, certament, que no significa ni negació de l’esperit crític ni de la valoració personal o col·lectiva.
Davant els nous sofistes, tornem a l’humilitat de Sócrates, a la màxima de l’oracle d’Apolo a Delfos: “coneix-te a tu mateix”, al dubte antidogmàtic dels grans filòsofs i a l’apofatisme de les intuicions religioses més profundes.
Gràcies amic. Quina sort tenen els teus alumnes de tenir-te com a mestre¡