El Estado del Bienestar y el crecimiento, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, se han desarrollado en paralelo hasta que la depresión económica ha herido gravemente el sistema de prestaciones sociales.
La crisis ha precipitado lo que de todas formas era, si no previsible, altamente probable. La razón hay que buscarla en el antagonismo existente entre los valores que han sustentado el modelo de crecimiento económico y los que hicieron posible el nacimiento del Estado del Bienestar. Los valores fundacionales de este último -sentido comunitario, tejido social sólido, consciencia de que el ser humano es un ser social- permitieron colectivizar la responsabilidad e introducir la acción protectora del Estado. Aquellos valores quedan lejos de los que hemos utilizado para vivir y desarrollarnos en una sociedad que lo ha supeditado todo al crecimiento económico, al consumo, al culto al yo, y al proyecto individual.
Max Weber, después del trauma de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), manifestaba: “Nos ha tocado vivir en un tiempo en el que no hay profetas y que da la espalda a Dios”.
Efectivamente, las respuestas a las cuestiones esenciales del hombre se buscaron, cada vez más, fuera de Dios y las religiones. Pero a pesar de que prescindir de ellas podía alterar las fuentes del sistema de valores dificultando la construcción del Estado del Bienestar, existían los elementos necesarios para poder hacerlo. Había el tipo de liderazgo necesario para aquel proyecto tan ambicioso. Además de líderes, de precursores, había contenido, había proyecto. Y también beneficiarios o seguidores del proyecto que compartían.
De hecho, aquellos líderes encarnaban muchos de los atributos que hoy se echan de menos. Hoy decimos que los líderes, a la capacidad de dirección y de acción, deben añadir formación, conocimientos, capacidad de reflexión y sensibilidad para aproximarse adecuadamente a la complejidad humana. No había profetas, pero el liderazgo era el adecuado.
Se había dado la espalda a Dios y las religiones perdían peso específico, pero como he dicho, había un sistema de valores adecuado. Al fin y al cabo, la socialdemocracia y la democracia cristiana, pilares del sistema social europeo, surgieron de unas sociedades en las que las religiones, especialmente el cristianismo, más allá de la dimensión propiamente religiosa, forjaron unos valores, una cultura, una educación y una forma de vivir y actuar. Aunque fuera por reacción. Finalmente, los ciudadanos destinatarios de estas políticas, nuestros padres y abuelos- unos más que otros, pero todos- habían perdido alguna cosa durante la Segunad Guerra Mundial (y durante la Guerra Civil Española).
Pero en un contexto en el que nadie estaba bien, todos estuvieron dispuestos a ceder algo propio para levantar unos países arrasados y construir un futuro colectivo en paz, en el que el Estado del Bienestar fue un factor de cohesión social esencial que ha dado identidad a Europa.
Pero pronto, el mismo modelo de crecimiento económico que, entre otras cosas, permitía financiar un Estado del Bienestar cada vez más generoso en prestaciones, se vio que llevaba incorporado el virus que tarde o temprano haría entrar en crisis a este magnífico sistema. El mismo que desde hacía ya unos cuantos años había provocado el inicio -en palabras de Jean Baudillard- del derribo del edificio religioso tradicional: el individualismo creciente.
Baudillard habla de “la implantación cada vez más extendida de la ‘religión a la carta’, de acuerdo con las necesidades y preferencias del propio yo, sus conflictos personales, sus intereses privados, su autonomía, e incluso, su inconsciente”. Tantas “religiones” como individuos.
El crecimiento económico asociado al consumo y al afán de poseer bienes y disfrutar de servicios llevaron a graves confusiones: ser, existir, se confundieron con tener, vivir con consumir, la esencia con la apariencia. Se perdió progresivamente el contacto con aquello que de verdad es esencial, hasta creer que la libertad es posible sin responsabilidad.
Con el paso del tiempo, hemos tenido cada día más claro los derechos y cada día menos los deberes. Hemos pedido servicios sin parar, pero nunca nos han parecido suficientes. El abuso ha desplazado excesivamente el uso responsable de lo público. Al final hemos aplicado a las prestaciones del bienestar, el mismo patrón de consumo empleado para adquirir cualquier otro bien o servicio. Hemos sido consumidores exigentes con expectativas ilimitadas.
Y así se ha pervertido la carcasa del Estado del Bienestar.
Todo esto ha sucedido en una sociedad cada día más concebida como una suma de individualidades que, alentadas por un mundo de posibilidades infinitas, se han creído con la capacidad de ser como dioses en la tierra. Pero de repente y de forma cruel, hemos visto que esto era un espejismo, un terrible autoengaño cargado de prepotencia. La crisis ha precipitado un final dramático que, todo hay que decirlo, hemos forjado a pulso durante años.
El deterioro de los liderazgos se ha producido en paralelo, víctimas y promotores destacados del mismo sistema de valores. La crisis, también en este caso, simplemente ha dejado patente de forma cruel y descarnada la escasa consistencia de aquellos que en el mundo político, financiero, empresarial y social han ocupado formalmente el liderazgo.
Les ha faltado sensibilidad, consistencia ética y ejemplaridad. De repente, la gente los ha visto como unos impostores: “El rey está desnudo”. La vanidad ha ocultado el vacío. La hipocresía y la cobardía les han impedido y les impide todavía a demasiados, decir las verdades más obvias.
Llegados a este punto, habrá quien quizás espera alguna propuesta… No es momento de continuar simulando que se tienen recetas, soluciones. Yo no las tengo. Pero sí que me parece que ha llegado la hora de exigir sinceridad. Que nos digan la verdad. Que nos traten como personas adultas. Que no nos oculten más la realidad (¿aún tienen miedo de perder votos?, ¿Todavía no han entendido nada de nada?). Que se tomen decisiones, que seguro, serán duras. Pero que se tomen. ¿Qué más se necesita para entender que nuestra sociedad, el sistema público, el sistema de prestaciones sociales, requieren reformas estructurales bien meditadas y dejar de aplicar la tijera lineal e indiscriminada al tuntún?
Quizás es un buen momento para revisar si es necesario continuar dando la espalda a Dios. Aunque solo sea por confiar en que la toma en consideración de la posibilidad de la existencia de un Ser Superior, suponga una cura de humildad y un retorno sensato -y no desesperado y traumático- a la realidad de lo limitada que es la condición humana. En cualquier caso, creo que saldríamos ganando desterrando la “religión a la carta” a favor del retorno de la religión a la comunidad y en general, en términos más laicos, sustituyendo progresivamente el individualismo por la recuperación de lo social como proyecto colectivo.
Sin calidad humana, sin compromiso, sin altruismo, sin responsabilidad, sin querer a la gente a la que sirves… no se puede hablar ni de libertad ni de democracia. Ni de felicidad.
No necesitamos héroes. Es suficiente con liderazgos caracterizados por la sensibilidad humana, la consistencia ética y la capacidad de dar ejemplo. Humildes servidores de quienes les han confiado el proyecto común, que deben entender su función como la de un primus interpares con fecha de caducidad y deben tener la capacidad y la experiencia para desarrollarla.
Como decía ayer Juan José López-Burniol en “La Vanguardia” (“Los perdedores”), citando a Joaquín Coello: “Tocaremos fondo, se abrirá una brecha y surgirán nuevos líderes; los actuales están muertos, aunque ellos todavía no lo sepan”.
Personalmente no estoy pensando en Adas Colaus, Teresas Forcadas o Beppes Grillos que en lugar de cambiar Italia, de momento- juntamente con Pier Luigi Bersani- lo único que han conseguido con su irresponsabilidad ha sido revitalizar a Berlusconi. Mi impresión es que la cosa no va por aquí.