¿De la muerte de Francisco Franco en la cama? ¿De la coronación de Juan Carlos I? ¿De la llegada de la democracia? ¿De qué democracia?
Cuando Franco dejó de gobernar España, porque murió ―no por otro motivo― el 20 de noviembre de 1975, en Europa, el declive del Estado del Bienestar ―hoy ya en la unidad de “cuidados paliativos” ― que había permitido vivir una de las mejores épocas de la historia durante casi 30 años, comenzaba a sufrir una enfermedad crónica.
Desde entonces hasta ahora, en España, se inició la sustitución del régimen del 39 por el régimen del 78. Lo que fue calificado de “transición democrática modélica” ha acabado siendo un sistema democrático de dudosa calidad. Al principio, viniendo de donde veníamos, cualquier apertura era una mejora. Pero después se fue viendo que el “atado y bien atado” acabaría siendo imposible de deshacer del todo. El Rey, sucesor de Franco propuesto a dedo por el dictador y estructuras fundamentales del Estado como parte del ejército (a pesar de los esfuerzos de Narcís Serra y sobre todo Eduardo Serra por democratizarlo), los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, la cúpula del poder judicial, los servicios de inteligencia, determinados miembros de cuerpos funcionariales denominados de élite, han hecho posible un “franquismo.2”, con la connivencia del Régimen del 78. Isidoro se transformó en el “Sr. X de los GAL”, Alfonso Guerra acabó mostrando su verdadera cara totalitaria, Fraga se transformó en Aznar y la Pasionaria en el estereotipo “progre” que puede simbolizar, icónicamente, Colau o Pablo Iglesias. Mientras puedan hacer chapuzas presentadas como “beneficios sociales” o malgastar dinero público en sandeces estéticamente ofensivas o “innovaciones urbanísticas” del nivel del aeropuerto de Castellón de Carlos Fabra, siguen disfrutando cuando saludan al Rey, o no dudan en pactar con el PP, Manuel Valls o el diablo si es necesario. Sólo pretenden garantizar poltronas y sueldos aun ejército de vividores serviles adiestrados para pronunciar proclamas “progres” con tono de superioridad moral.
Esta es mi forma de ver el régimen del 78. Seguro que hay muchas más, y también ciudadanos que honestamente creen vivir en una democracia homologable. Yo, modestamente, creo que no.
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Como he dicho muchas veces y es sabido ―¿es necesario repetirlo? Desgraciadamente, sí— desde el final de la II Guerra Mundial y hasta la crisis del petróleo de 1973, la socialdemocracia y la democracia cristiana (con el contrapeso de lo que había al otro lado del telón de acero), encontraron bien el equilibrio entre regulación e intervención pública, por un lado, y mercado por otro , en el marco de un sistema de valores suficientemente sólido y una situación económica que permitía mantener un Estado del Bienestar sostenible. La clase media tenía un poder que ya no tiene, y amortiguaba la iniquidad entre los más desfavorecidos y unos ricos menos ricos ―y menos “destroyers”― que los actuales. La economía era más productiva que financiera y no había llegado la globalización. En ese período ―de dictadura en España― el sistema democrático, en general, y los políticos en particular, eran mejor valorados y respetados que en la actualidad (ver “Vivir feliz y engañado” del 18 de noviembre de 2024).
Estoy de acuerdo con mi amigo Xavier Roig, cuando dice que la influencia de la izquierda fue positiva hasta los 80.
En términos de sostenibilidad del Estado del Bienestar, la crisis no es que no se percibiera (la viví desde la Generalitat de Catalunya cuando en 1986, si no se llega a alcanzar el llamado “acuerdo Almúnia-Cullell ―ministro de Trabajo y Seguridad Social de España y conseller de Economía de la Generalitat― como decía Xavier Trias, “habríamos tenido que bajar la persiana”), pero no había llegado a la fase terminal actual.
Xavier Roig dice (ver el post “Què hem de fer amb els extrems?” (¿Qué tenemos que hacer con los extremos?) del 8 de enero de 2025 en el blog Parlem Clar): “Los noventa significaron la pasada de rosca de esta izquierda. La desconexión con las necesidades reales de la población, un autoencumbramiento que les ha llevado a la creencia de tener superioridad moral”.
Aquella crisis de la sanidad catalana de 1986 ―que, como siempre, más que resolverse, se mitigó con un “parche”, era una nimiedad si la comparamos con la situación actual de listas o tiempos de espera inaceptable, no ya en los hospitales, sino también en la atención primaria de salud, o si la comparamos con lo que ocurre en la enseñanza con informes PISA que dan pena, mientras se sigue haciendo desaparecer el estudio de las humanidades en el currículum escolar, o la comparamos con el incremento del porcentaje de personas mayores que mueren, esperando para ser evaluadas del grado de dependencia o, ya evaluadas, antes de acceder a una plaza residencial.
Desde entonces hasta ahora, la izquierda, incluso arrastrando en ocasiones a la derecha, ha ido ampliando ―o reivindicando infinidad de servicios desde la oposición― la cartera de prestaciones sociales y servicios públicos, sin la financiación necesaria. Intentaron hacernos creer que éramos ricos y acabaron repartiendo las migajas hasta que el sistema de prestaciones sociales ha quedado tocado de muerte.
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En lo que se llama Occidente, la población está cansada de estas políticas. El escepticismo, así como el rechazo de la forma de hacer política de los políticos y de la creciente mediocridad que se ha instalado en esta corporación, ha llevado a una desafección incremental. Y a un terreno abonado para el crecimiento de los populismos, especialmente de ultraderecha.
En Canadá acaba de dimitir el primer ministro, Justin Trudeau. Podemos discutir si el Partido Liberal de Canadá es realmente socialdemócrata o no, como podemos debatirlo respecto al Partido Demócrata de Estados Unidos. Ya sabemos que la dinámica americana no puede correlacionarse miméticamente a la de los países europeos. Pero en clave europea, serían partidos de centro-centro, centro-izquierda.
Así pues, Trudeau, que no es la derecha-derecha, ni mucho menos la ultraderecha ―no es más de derechas que Pedro Sánchez―, aparte de acercarse en primera instancia a la juventud usando Instagram como Trump y Musk usan X, y dedicarse a aparecer en portadas de Vogue, con sus políticas “progresistas”, habrá conseguido que el conservador Pierre Poilievre gane las elecciones federales.
Justin Trudeau se cansó de decir que la situación financiera de Canadá era envidiable dentro del conjunto de países del G-7. Cuando llegó al poder, la deuda pública era de seiscientos mil (600.000) millones de dólares y ahora es el doble: un millón doscientos mil (1.200.000) millones de dólares. Es lo que tiene ser “progresista”. Es lo que ha llevado a Trudeau a invadir competencias de las provincias (Canadá es una federación de provincias), creando plazas de guardería u ofreciendo servicios bucodentales, pero obviando sus responsabilidades en materia de defensa, hasta enervar a sus socios de la OTAN. Déficit público, desbocado, prestaciones sociales y disminución de gasto en defensa: política de izquierdas, ¿no? Sí. La que le ha llevado a dimitir y llevará a Poilievre al poder.
Pierre Poilievre no es exactamente Trump (como Trudeau no ha sido Biden). Pero su política de derechas será dura y si no acaba siendo de ultraderecha será porque, muy probablemente, Trump querrá debilitar a Canadá ―para dominarlo― incrementando irracionalmente los aranceles a las importaciones y Poilievre, si no quiere que lo crucifiquen, tendrá que diferenciarse de Trump.
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En Canadá ganará Pierre Poilievre y habrá que esperar para ver qué dirección coge. En Estados Unidos ha ganado Trump, en Italia gobierna Melloni, en Argentina, Milei. En Austria, el partido ultraderechista FPO ganó las elecciones con casi el 29% de los votos. Para excluirlo de la partida, se ha intentado constituir un “cordón sanitario”, formado por conservadores, socialdemócratas y liberales. No ha sido posible, y el ultraderechista Herbert Kickl ha recibido el encargo del presidente para formar gobierno. La situación en Francia es ingobernable. Los ultras de derecha (Le Pen) y de izquierda (Melenchon) sueñan con expulsar a Macron del poder y con él cualquier gobierno “clásico”, para ir a unas presidenciales entre extremos: Le Pen versus Melenchon. En Hungría, hace 12 años que gobierna la ultraderecha, y en Polonia, el gobierno es también ultraderechista.
Y no hay más gobiernos de ultraderecha, gracias a los “cordones sanitarios”, al mix de partidos coaligados para evitar a los extremistas. Es el caso de España. ¿Cuánto tiempo pueden aguantar en el mismo barco PSOE, Podemos o como se llamen, Bildu, PNV, ERC, Junts y no sé quién más para evitar un gobierno (más Ayuso que Feijóo) del PP en coalición con VOX?
En Alemania, el actual gobierno, formado por una concentración de partidos, está a la espera de qué pasará en las elecciones del próximo mes, con una ultraderecha al alza. Finlandia, Suecia… El peso de la extrema derecha es creciente.
¿Qué está pasando?
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Ot Bou (“La llei de la selva” (La ley de la selva), Vilaweb, 10 de enero de 2025), así como otros analistas, políticos y ciudadanos, propugna la tesis de que la emergencia de la ultraderecha en tantos países está provocada por la acción orquestada de personajes como Trump o Milei, de aquellos que ―dice Bou― Ianis Varoufakis ―gauche caviar, digo yo― llamó señores feudales de Internet. Habla de los ricos y poderosos que idiotizan a la población y la confunden con debates que favorecen a la extrema derecha. Gente que quiere sustituir a la democracia por “la ley de la selva”. Bien…
En primer lugar, ni Trump, ni Milei, ni Melloni ni Urban, ni… son la causa del problema. Más bien son su consecuencia. Otra cosa es que una población harta de sentirse engañada, de soportar determinados niveles de inflación, de ver que a pesar de que los impuestos se mantienen o suben, los servicios públicos se deterioran, de…, gran parte de esa población deja de votar, y otra parte, ya sea por despecho o por probar suerte, hace un voto “antistablishment”, antisistema. Porque estos candidatos, a menudo surgidos de medios sociales desfavorecidos y/o hechos a sí mismos, detestan tanto como sus votantes lo que para ellos es el establishment. Y el americano medio sabe diferenciar a un hombre que habla el lenguaje ―barriobajero― de la calle como Trump, de un miembro de la familia Kennedy o de los Rockefeller. Del mismo modo que un francés sabe diferenciar a Le Pen de Bernard Arnault o un italiano a Melloni de la estirpe de los Agnelli.
En segundo lugar, si los resultados electorales te llevan a decir que el problema es que la gente ha sido manipulada, que no saben lo que votan, que no saben votar o ―que también lo he escuchado― son fascistas… Estos sí son argumentos que no respetan la naturaleza del sistema democrático.
Creo que el principal enemigo de la democracia es la propia evolución de la misma. En el caso de España, la decadencia que ha llevado a acuñar la denominación de “régimen del 78”.
Hay quien opina que la decisión de celebrar el 50 aniversario de la recuperación de la democracia ―y de la muerte del dictador, que afortunadamente no gozaba de vida eterna― persigue mostrar los horrores del franquismo, especialmente a ciudadanos jóvenes que no lo vivieron, y que ahora, hartos de la política y los políticos, en el fondo del establishment, se sienten atraídos por el discurso fácil y demagógico de la ultraderecha.
Si el motivo fuera este, en mi opinión, pierden el tiempo. Los causantes de la gran desafección política que impregna nuestra sociedad, no son los más indicados para “reeducar” a una ciudadanía que ya no les aguanta.
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Termino sintetizando gran parte de lo expresado en el post anterior “Conciencia autocrítica de especie (humana)” del pasado 9 de diciembre, porque siento que pone en contexto real la situación expuesta.
Nada es para siempre. El modelo capitalista está caduco, y por ahora no hay alternativa. La crisis de la democracia coincide con el declive de lo que durante tres décadas fue un modelo de éxito: capitalismo más o menos regulado y Estado del Bienestar. Una minoría cada vez más minoritaria controla la práctica totalidad de los recursos económicos mundiales, directa o indirectamente. La iniquidad aumenta y la respuesta, hoy por hoy, sigue siendo crecimiento y mayor crecimiento. Producción y contaminación. Consumo y vivir por el consumo. Ansiedad, problemas de salud mental, consumo desaforado de psicótropos y…
Como decía en el post citado, después de la civilización griega, vino la romana, después las invasiones bárbaras, siglos de oscuridad durante la Edad Media… ¡El Renacimiento tardó mucho en llegar!
Pienso que estamos en un final de ciclo en el que conviven todavía la reacción ―muy humana― de aferrarse a lo conocido e intentar mejorarlo o recomponerlo y el desencanto, cuando no la desesperación, de tirar lo que ya no sirve a la basura. No podemos seguir analizando la realidad actual con modelos ―económicos, políticos, sociales, sistemas de valores…― obsoletos. Desconozco cuándo llegará y cómo será el próximo renacimiento. No sé lo que puede ocurrir antes de que llegue. Pero creo que por el camino habrá baches.