La experiencia del verano pasado en Escocia valió mucho la pena. Escaparse del terrible calor que estábamos sufriendo, para pasar a tener que dormir con funda nórdica y salir abrigado a la calle, fue una experiencia inolvidable. Excuso decir que, el viaje a Escocia, fue mucho más que escapar de un verano mediterráneo (Ver “Papeles escoceses I” i “Papeles escoceses II” del 19 de septiembre de 2022). Pero ese aspecto no fue menor.
En cualquier caso, el recuerdo del clima de Escocia fue el detonante que me acabó llevando, este mes de agosto, al norte de Noruega, después de descartar Islandia. Está tan de moda y conozco a tanta gente que acaba de ir o que quiere ir o que va próximamente, que temí el malestar que me provocan los destinos turísticos. ¡Sin ir más lejos, Barcelona! Tenía claro que quería viajar por encima de la línea que delimita el Círculo Polar Ártico, en el extremo norte de Europa, y a poder ser, lejos de todo y de todos, y en un lugar fresco.
Sin embargo, como era previsible, el viaje a Noruega ha sido mucho más que disfrutar de un clima fresco y agradable. Ha sido una experiencia bastante enriquecedora. Un viaje maravilloso dominado por la paz y la tranquilidad. ¡Reconfortante, valioso! No es fácil escribir sobre las emociones vividas…
Siempre me había preparado mucho los viajes. Los lugares a visitar, las rutas, parajes, museos… Esta vez ―del mismo modo que en el caso del viaje a Escocia―, aparte de ir a la librería Altaïr de Barcelona a comprar la guía Lonely Planet de Noruega ―todo un ritual en mi caso―, con las explicaciones de mi hijo Oriol, conocedor del norte de Escandinavia y lo que me aportó una amiga, Maria Ireland, que tiene sangre y pasaporte noruego, no lo dudé. El recuerdo de la incursión hecha en territorio Ártico, con Oriol, en el norte de Suecia el año 17 (diría que durante el mes de marzo), mezclado con el de los increíbles fiordos y glaciares de Nueva Zelanda, hicieron el resto.
Sólo tenía en mente dejarme llevar y disfrutar de montañas verdes con alguna mancha blanca, silencio, agua de todo tipo, de lagos, ríos, fiordos, mar y poner la mente en blanco conduciendo por carreteras en las que puedes hacer muchos y muchos kilómetros sin cruzarte con ningún coche. ¡Y sin encontrar ninguna gasolinera! Un día estuve a punto de quedarme sin carburante.
Con una temperatura media de 11 o 12 grados (17 fue la máxima alcanzada, el mediodía de dos fantásticos días soleados en los que el cielo era nítidamente azul cielo, valga la redundancia) y la curiosa sensación que provoca que el día tenga veinte horas largas de claridad y sólo algo más de tres de noche ―no puedo decir si era negro noche o no tan negro, porque dormía― la sensación era la de estar cerca de una especie de paraíso.
El asiento desde el que escribo, es muy cómodo ―giratorio, abatible, con reposapiernas―, el ventanal hacia el que puedo encarar el asiento, es casi tan alto como la pared y bastante ancho, y detrás hay, a pocos metros, una parte del Mar de Noruega calmado dentro de un fiordo que debió dejar un glaciar a saber cuándo…
Mientras miro el paisaje sin cansarme, pienso en mi hijo Oriol:
Cierro los ojos y lo veo enseñándome las instalaciones de la Luleå University of Technology, donde está estudiando en ese momento… Hacemos kilómetros en coche por encima del Mar Báltico ―también caminamos― transformado en un bloque de hielo… Recorremos bosques en un trineo empujado por perros… De repente estamos yendo en coche por la E-10 hacia el norte. Hemos salido de Luleå y al cabo de poco más de una hora, justo pasado Överkalix, en medio de la nada, en territorio sueco, de repente aparece un grupo de cabañas envejecidas. ¿Abandonadas, tal vez? Allí, exactamente allí, un cartel escrito en cinco idiomas indica que atravesamos la línea del Círculo Polar Ártico. Desde ese punto y hasta el Polo Norte, hasta el extremo norte del planeta, está el territorio del día polar. El día en el que nunca se pone el sol (solsticio de verano) o en el que nunca sale el sol (solsticio de invierno)…
Abro los ojos y vuelvo a mi asiento. Es tarde. Pero sigue siendo de día. Me encuentro a unos 800 km al noroeste de aquel punto donde crucé la línea ártica por primera vez con Oriol. Bastante más al norte, pero ahora en Noruega.
Detrás tengo una mesa de cocina-comedor y más atrás, sin separaciones, adosada en ángulo recto a dos de las paredes de la estancia, una cocina amplia y abierta. Todo el espacio es diáfano. El silencio es tan absoluto que se escucha perfectamente. Me levanto, me acerco a una ventana grande ―pequeña si la comparo con el ventanal mencionado, situado también en ángulo recto con esta último― y delante veo una casa. Una luz encendida, tenue, y un coche aparcado con matrícula de Lituania, me hace pensar que alguien habrá .
Desde esta posición, el gran ventanal parece el marco de una pintura que cambia con el paso de los minutos y el lugar desde el que se contempla. O bien una pantalla en la que se proyecta un estallido de vida. Con toques de naturaleza muerta o aparentemente muerta. Pero la vida puede con todo. También con la muerte…
En el lado izquierdo de la obra de arte, sobresale una montaña imponente. Verde, pacífica y sólida. Frente a ella y hacia la derecha del cuadro, sin solución de continuidad, veo un mar vivo estampado de rocas grandes o islotes pequeños. En primera instancia, nubes y neblinas. Detrás del rojo de un sol poniente. Miro el reloj. Faltan cinco minutos para que sean las 23h y la penumbra comienza a invadir la estancia.
A la derecha del ventanal, tres casas blancas ocupan una primera fila. En segunda fila, entre la segunda y la tercera casa, hay una cuarta, igualmente blanca, y más allá, unas pocas más, todas ellas perfectamente integradas en el paisaje. A primera vista, podría estar ―por el tipo de casas― en Estados Unidos. O en Canadá. De hecho, en cualquier país anglosajón. Supongo que también escandinavo…
Entre la primera y la segunda aparece majestuosamente un faro enorme, inmenso, de color de tierra rojiza, cónico, ancho en el suelo y cuanto más arriba, más estrecho. Al menos mide cuarenta metros de altura.
Sin dejar de mirar la maravilla que tengo delante, escucho dentro de mí cosas que escribí…: “(…) Elogio de la inactividad (…). La inactividad no es lo contrario de la actividad, sino una actitud creativa vinculada a la ética del respeto. Respeto al hombre, a los demás y a uno mismo, y a la naturaleza (…). La humanidad es capaz de permanecer contemplativa en intervalos de tiempos recurrentes periódicamente y, en este estado, acceder directamente a las realidades superiores en las que se basa su existencia” (Ver “¿Vivir o simplemente sobrevivir?” del 18 de agosto de 2023).
¡Sí, definitivamente, la vida puede con todo! Ahora y aquí, la siento como una fuerza inconmensurable. Vida y belleza…
La claridad me ha despertado. Son las 3:22h de la madrugada. Me doy la vuelta bajo la funda nórdica y me vuelvo a dormir. A las siete y media me despierto de nuevo y me levanto. Ayer llegué tarde y no tuve tiempo de ir al supermercado. De hecho, no sabía ―ni podía imaginar― que cierra a las 23h, ¡y mucho menos que abre a las 7 de la mañana! Salgo de casa con dos camisetas puestas ―una de manga corta y encima una de manga larga― y sobre las dos, un anorak delgado. Siento que el pantalón “safari”, lleno de bolsillos, es ideal para el lugar y lo que tengo previsto hacer. Pienso que estaría bien que todos los pantalones tuvieran tantos bolsillos. Llevo unos calcetines gruesos y zapatos de montaña de Gore-Tex. La cabeza cubierta con un gorro, con orejeras, impermeable y cortaviento. Por el momento, no creo que haya que pensar en ropa técnica. Me acerco a lo que fue un puerto pesquero relevante del Mar de Noruega y que hoy en día, aunque residual, guarda un encanto especial. Tiene ese regusto que transporta a imágenes de pescadores llegando con sus barcos, agotados por el trabajo y la lucha contra las aguas salvajes… El silencio absoluto sólo se rompe por el canto musical de las gaviotas, con el eco que retorna la naturaleza. Me vienen a la cabeza imágenes inconexas de películas. Un escritor solitario en una casa en la costa de Rhode Island, mezcladas con escenas de crímenes, intriga y suspense… E imágenes de “Tintin en la Isla Negra”. Camino en busca de un sitio para el desayuno. No hay nadie por la calle. El primer local que encuentro está cerrado y no indica a qué hora abre. ¿Acaso no obre? El segundo, se ve que hace tiempo que ha cerrado para siempre. Está en un estado de abandono incipiente. Supongo que pronto alguien hará algo para que cambie la situación. No tengo la sensación de que la dejadez y el deterioro, caractericen Noruega. Me viene a la cabeza el paradójico lema impreso en la bandera nacional de Brasil: “Ordem e Progresso”. Lema que no resultaría paradójico si formara parte de la hermosa enseña nacional noruega. De hecho, quizás resultaría paradójico, pero por innecesario. Es evidente que el orden, el progreso y la riqueza exenta de ostentación, caracterizan a esta sociedad, en este territorio proporcionalmente poco poblado. Descubro que la mayor parte de comercios no abren hasta las 10h. “¿Son vagos los noruegos?”, pienso. Pero rápidamente descarto la posibilidad. Sí sé que son ricos y antes apostaría por la idea referida de que “la humanidad es capaz de permanecer contemplativa en intervalos de tiempo recurrentes periódicamente y, en este estado, acceder directamente a las realidades superiores en las que se basa su existencia”, que no a otros tipos de motivaciones. Especulo totalmente. Sé muy poco. No me he documentado sobre el país. Por último, encuentro una bakery abierta. Pasteles, chocolate chip cookies… No puedo precisar las diferencias con establecimientos similares en otros lugares, pero sí decir que decido comer un bocadillo de salmón ahumado con vegetales y beber un café americano. Yendo hacia el supermercado, me detengo a mirar la carta de un restaurante, que entre los platos que ofrece hay un steak de ballena. A las seis y media voy a cenar y, a pesar de todo, como ballena. Digo a pesar de todo en lo que a mí respecta y en lo que respecta al país. Yo siempre pruebo lo que sea propio de los lugares donde voy, aunque esto me haya llevado a comer escarabajos fritos, carne de serpiente, de cocodrilo… El problema con la ballena, aparte de que algunas especies están en riesgo de extinción (desconozco si las que se encuentran en Noruega), es que sé que son importantes para prevenir el cambio climático. Resulta que los noruegos prácticamente no la comen, pero la tradición de capturarlas viene de siglos atrás y aunque no he conseguido aclarar por qué siguen promoviendo y ayudando desde el gobierno a la industria ballenera ―¡Noruega fue un país pobre e imagino que esta industria era importante, pero con el hallazgo de petróleo y gas en las profundidades oceánicas, ahora es, después de Luxemburgo, el país con la (segunda) renta per cápita más elevada del mundo!―, tratándose de un país líder en protección del medio. ¡Seguramente, intuyéndolo, pero sin estar seguro del todo, mi decisión de probar la carne de ballena me transforma en ese tipo de turista que tanto detesto! Mientras ceno pienso en ello, y me digo a mí mismo: “Espero que la cosa no sea del nivel de comprarse un sombrero mexicano en las Ramblas!”. Personalmente, esta carne ―que, si no te advierten que es de ballena, por el aspecto, el gusto, la textura… puedes creer que te estás comiendo un entrecot de buey o vaca vieja― consideraciones ecológicas aparte, no me la comería muy a menudo. Sé que es rica en proteínas, pero también en… ¡mercurio!
Bueno, cena aparte, la visita al supermercado después del desayuno, me ha trasladado a las sensaciones vividas en Japón y Alemania. ¡Lógicamente, todo está etiquetado en noruego y no es evidente en todos los casos saber si lo que compro es lo que creo que estoy comprando!
Nunca como en ese viaje, he tenido la sensación de haber llegado al fin del mundo. Donde todo termina. Se trata, evidentemente, de una sensación subjetiva que me sale expresar con estos términos, y que comporta estremecimiento agradable y vigorizador. Es a ratos euforizante, a ratos sedante. Llena de misterio, pero nada inquietante. Agradable, muy placentero. Incorpora una especie de vivencia del infinito… Nunca había tenido esa sensación.
M’ha arribat molt!!! Senzill, transparent, pur, clar, senzillament majestuós el sentiment q et provoca al llegir-lo!!! Preciós i delicat q et permet viatjar amb tu!!!!
Gràcies per compartir!!!😌
Gràcies a tu Yolanda. Per a mi, aconseguir transmetre sentiments, sensacions, escrivint, no sempre em resulta fàcil. És més, últimament he rebut algunes crítiques en aquest sentit: poca expressivitat emocional en els meus escrits! Per tant, agraeixo especialment el teu comentar!