Domingo 16 de noviembre de 2025

Por la mañana nos levantamos todavía bajo la quietud profunda del pequeño pueblo normando, cerca de Pont-l’Évêque. Esta casa acogedora, rodeada de prados y árboles, aún respiraba la calma de una noche en la que el tiempo parecía detenerse. El silencio era más que sepulcral, era tan denso que casi se podía tocar. Un recordatorio de ritmos de vida más antiguos y hechos a medida humana. El aire fresco de Normandía tenía esa textura limpia que solo la naturaleza de estos lugares puede ofrecer. Olor de hierba mojada, madera vieja y tierra húmeda.

Cargamos el coche con calma, un Peugeot 508 conducido por Oriol, que para mí tiene un valor especial más allá de lo material. La carretera transcurría entre prados infinitos, casas de campo con entramado de roble, vacas robustas pastando tranquilas y caballos que levantaban la cabeza de vez en cuando. Parecían observadores salidos de una pintura. Cada paisaje invitaba a la contemplación. El cielo, la humedad, los pastos… Todo hablaba por sí mismo.

Al llegar a Deauville, la ciudad nos recibió celebrando una maratón internacional, muy concurrida, con pruebas de 42 km, 21 km y no sé si alguna más, y miles de corredores y espectadores que animaban con ganas. Una señora y una niña llevaban la foto de quien supusimos era el marido y padre de ambas, respectivamente. La línea de meta estaba en Les Planches, un paseo con tablones de madera que fueron pensados para ofrecer un espacio elegante para pasear y disfrutar del mar sin tener que pisar la arena, y cabinas blanqueadas de lo que en tiempos gloriosos fueron unos “baños” bastante exclusivos. Las cabinas tienen nombres de actores y cineastas famosos que han visitado Deauville, normalmente durante el Festival de Cine Americano que se celebra cada año en septiembre.

Las calles cercanas eran un hormiguero amable. Familias, corredores y visitantes que se movían con un entusiasmo discreto y contenido, comme il faut, dado el glamour del lugar. Aplaudían, se saludaban, compartían aquel domingo otoñal. Todo ello proyectaba un ritmo humano que complementaba la solemnidad de la costa y la elegancia de la villa.

Paseamos entre tiendas de ropa, joyerías, algunas de grandes marcas internacionales, y pequeñas librerías, hasta llegar a lugares que recuerdan la elegancia histórica de Deauville. La fachada y los jardines de la Villa Strassburger, gran casa anglonormanda de la Belle Époque, construida por el barón de Rothschild, destacaban con su arquitectura aristocrática. Restaurantes como L’Essentiel, en la calle Mirabeau, con una cocina muy local; otros establecimientos históricos como Le Ciro’s y La Belle Époque, exponentes exuberantes de tradición y refinamiento; el Hôtel de Ville… Todo ello ayudando a integrar al visitante en un ambiente lujosamente discreto —o no tanto, siempre tiene que haber algún nuevo rico con necesidad de hacerse notar— y sofisticado, en el que no faltan los amantes de la vela, el golf y la equitación. Bien, pues ya me habéis entendido…

Al otro lado del río Touques hay otra pequeña villa, Honfleur, que junto a Deauville parece un cuadro impresionista. Están muy cerca, pero así como en Deauville encontramos a la burguesía parisina, Honfleur atrae una población más diversa e internacional. No sé hasta qué punto el consumismo asociado al turismo ha prostituido la calidad artística de los creadores locales, pero junto a algunas tiendas burdas pensadas para el tipo de turismo que hay, por ejemplo, en Barcelona —turismo de masas, de personajes grotescos, que también los hay— hay galerías y tiendas con piezas artesanales de cierto nivel.

El Vieux Bassin es como una especie de plaza mayor del pueblo, donde en lugar de la plaza con las casas alrededor, hay un puerto con veleros y embarcaciones realmente bonitas. Las casas vetustas que rodean las barcas se reflejan en el agua. Además de las mencionadas galerías de arte, llama la atención la iglesia de Santa Catalina, toda ella de madera. Se trata de un pueblo que vive en otro registro emocional. Si Deauville se exhibe discretamente con elegancia, Honfleur hace evidente el encanto bohemio. No hay ostentación. Historia, cultura, quizá más tranquilidad y un paisaje impecable.

Mi hijo, entusiasta de la vela, me explicó que el efecto de las mareas en la zona influye (todavía más el de Courseulles-sur-Mer que los de Deauville y Honfleur) en la estructura y funcionamiento de los puertos visitados. La disposición de los muelles, los barcos y los canales tiene que tener en cuenta las alturas variables del agua y las corrientes, y eso marca el ritmo de las operaciones náuticas y deportivas, como la vela, la pesca y el resto de actividades de los puertos y sus clubes deportivos.

Francia, un país que me gusta, tiene pequeñas ciudades que han mantenido la dignidad e incluso el glamour sin necesidad de eslóganes ni de atraer la escoria turística que invade las calles barcelonesas.

Y finalmente la vuelta a París. Cola propia de fin de semana otoñal en la autopista, unos 45 minutos de tráfico que, gracias a escuchar algunas entrevistas y a la conversación sobre su contenido, fueron bastante llevaderos y agradables. A Oriol y Adriana no los veo a menudo. Cualquier rato que paso con los dos es un regalo.

Entramos en París por Saint-Denis, con el Stade de France recordando 2006 y la segunda Champions del Barça, luego hacia La Défense, y de repente la Place Charles de Gaulle, con el Arco de Triunfo delante. No sabemos la razón exacta, pero había un escuadrón militar formado, y una parte de los soldados interpretaba la Marsellesa. Un momento solemne que no me sorprendió (no solo no tengo nada contra el chovinismo francés, sino que entiendo su orgullo) y que hizo que la ciudad se nos mostrara con un aire de ritual y memoria.

En el horizonte, la Torre Eiffel con su haz luminoso, los Inválidos y, finalmente, la Torre Montparnasse indicando el camino a seguir para ir hacia casa. El fin de semana había sido completo: naturaleza e historia, glamour y encanto humano, con los pequeños contratiempos, la cola en la autopista, la lluvia fina y gris, convertidos en detalles que no hacen más que engrandecer la narrativa de este viaje. París, con su ritmo y su bullicio, nos devolvía el contraste con la paz y la serenidad normanda, y yo no podía dejar de pensar que escapar del mundo que conocemos es, a veces, la mejor manera de verlo como realmente es. Sé que muchos no estaréis de acuerdo. Los de la piel de toro no quieren mucho a los del hexágono. Ahora bien… Cuando escucho que “España va mejor que Francia”, no dudo que en términos estrictamente económicos y de forma coyuntural pueda ser cierto. Dicho esto, Celtiberia está todavía lejos de aportar lo que Francia aporta al mundo y nos aporta. No olvidéis que cuando Zapatero dijo que España estaba a punto de superar la renta per cápita de Francia, llegó el crash de 2008.


Fin del viaje en la librería La Procure. Lunes 17 de noviembre de 2025

El TGV hacia Barcelona sale de la Gare de Lyon a las 14h40. Camino algo más de un cuarto de hora desde casa de Oriol y Adriana hasta el Jardín de Luxemburgo. Me detengo en una barbería donde un magrebí me afeita. Tomo un café en La Rotonde e imagino allí sentados a personajes que la habían frecuentado como Tolstoi o Picasso. Junto al parque, en el número 3 de la Rue de Mézières, está la librería La Procure, en la esquina del Boulevard Saint-Germain y cerca de la iglesia de Saint-Sulpice, una iglesia que vale la pena visitar.

Entro en La Procure, otro extraordinario sugerimiento de Joan Colomer, toda una institución parisina que combina tradición, profundidad y rigor intelectual. Su exterior no llama especialmente la atención. La fachada es discreta, de piedra clara, con grandes ventanales que dejan entrever estanterías bien ordenadas. Ahora bien, cuando entras es como si atravesaras un umbral temporal. Dejas atrás el París acelerado de Saint-Germain-des-Prés y te sumerges en un espacio donde el tiempo parece dilatarse, donde se adivina el mensaje de que la lectura es un acto sagrado y no consumismo.

El interior es espacioso pero cálido, muy cálido, con estantes de madera oscura y clara combinados con mesas de consulta. La luz es suave y uniforme, casi reverencial, pensada para no cansar la vista y potenciar la contemplación delicada del libro. El ambiente es silencioso, solo roto por el ligero crujir de los pasos sobre el parqué y por el murmullo de los clientes que buscan con cuidado lo que necesitan. La sensación es la de un scriptorium moderno, un lugar donde la palabra impresa se respeta como una presencia viva.

Los libros se clasifican con rigor, y la distribución refleja una filosofía de conocimiento ordenado y plural. No es una librería vulgar o de novedades à la mode y best sellers. Predominan las obras de fondo, los textos clásicos, las ediciones críticas y los estudios de referencia. La Procure cubre ampliamente áreas como teología, filosofía, historia de las religiones, espiritualidad, Biblia, historia, humanidades, pedagogía y ciencias sociales. Hay secciones dedicadas a la liturgia, a la música sacra, a los textos patrísticos y a los grandes pensadores del mundo occidental y oriental.

El departamento de religiones es especialmente rico y denso. Confluyen la teología cristiana en todas sus ramas (católica, ortodoxa, protestante), la mística judía, el pensamiento islámico, el budismo tibetano, el hinduismo y estudios académicos comparativos. Los libros no son solo textos sagrados. Hay manuales de filosofía de la religión, exégesis, comentarios críticos, historia de las prácticas religiosas, antropología de la fe y literatura espiritual. El efecto es casi claustral. Un lugar de silencio y reflexión que invita a comprender, no a juzgar.

El departamento de Biblia es el alma de la librería. Encuentras una colección exhaustiva de traducciones y ediciones que van desde la Vulgata latina hasta versiones modernas, ediciones bilingües, textos críticos y filológicos. Hay comentarios clásicos y modernos, libros sobre historia del texto, exégesis e iconografía bíblica. La sección no solo cubre el cristianismo sino también la Biblia en su contexto histórico, con referencias al Antiguo Testamento y al pensamiento judío. La librería dispone de espacios para consultar documentos, manuales y obras de referencia que la convierten en un centro de consulta indispensable para académicos, estudiantes y lectores curiosos.

Además del fondo religioso y bíblico, La Procure ofrece literatura clásica y contemporánea, ensayo, filosofía, historia y artes. También hay sección de papelería y artículos de devoción, cartas, objetos religiosos y calendarios litúrgicos.

El servicio es una parte esencial de la experiencia. Los libreros son eso, expertos en la materia, no simples vendedores. Vi cómo orientaban a clientes sobre ediciones, ediciones críticas y novedades, y cómo a una señora mayor, venerable, que exponía sus intereses, le recomendaban lecturas. Más allá del comercio, del negocio, percibes un espacio cultural e intelectual espectacular. Aunque esta librería centenaria ha abierto algunas tiendas más en diferentes puntos de Francia, (no sé si se puede hablar de “cadena”), mi impresión es que no ha perdido los valores que pueden entrar en riesgo con determinadas estrategias de expansión.

Al salir vuelves a sentir los pasos sobre las calles de París, pero con una especie de calma y una gravedad interna que solo una visita a La Procure puede generar. Los libros que has tocado, hojeado y elegido siguen presentes como una promesa de conocimiento y reflexión, y la ciudad parece más llena de sentido, como si el aire mismo tuviera un peso más rico y sutil.

Me ha faltado tiempo. La visita se ha quedado corta. Me digo a mí mismo que cuando vuelva a visitar a Oriol y Adriana, le dedicaré una mañana o una tarde entera, evitando estar expuesto al imperativo horario de cualquier TGV o avión. La prisa nunca es buena. Es uno de los grandísimos males de nuestro tiempo. No hay que hacer nada con prisa y, aún menos, visitar un santuario como La Procure si no se dispone de todo el tiempo del mundo sin más límite que la resistencia de la biología humana.

Paris vaut bien une messe. Tan larga como haga falta. Más larga que el oficio más largo de la Semana Santa. ¡Au revoir Paris!

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