El albaricoquero ha florecido en una semana. No es de extrañar. Estamos a 10 de marzo y la temperatura es de 25ºC. Parece como si el verano hubiera llegado de golpe, obviando la primavera. De hecho hoy, pronto por la mañana, era primavera. Al mediodía ya era verano y en la playa se estaba de maravilla. Mañana y en los próximos días parece que regresará el invierno…
“Érase una casa pegada a un porche”. Llegué por primera vez a esta casa y al ver el porche y la vista que se podía contemplar en el horizonte, no dudé. Era el lugar ideal para escribir, es decir, para vivir… Las casas son materia, pero hay casas con las que el espíritu conecta y hay otras con las que no lo hace. En casa el espíritu te empuja hacia el porche. Recuerdo una casa de Sant Cugat en la que el templo era un torreón que parecía una antigua torre de vigilancia. En Calella se encontraba en el balcón. En Montreal en “la buhardilla”, el desván. En el Tarter la vista desde la sala mágica. El sol del atardecer en la última casa de Sant Cugat o el silencio de casa, en medio del Eixample barcelonés, transmiten paz. Son estancias en las que el tiempo se detiene. Lugares de mística, en los que todo se torna relativo. Lugares para vivir y para morir en paz, en los que se tiene la sensación de que no hace falta nada más. Y, de hecho, no hace falta nada más…
En este porche ya he vivido las cuatro estaciones. Ni más ni menos que cuatro. Una primavera que recuerdo muy primaveral, un verano muy caluroso, un otoño con mucha, mucha lluvia, un invierno seco, con viento -estoy en tierra de viento- y ahora voy a revivir la primavera. La segunda aquí. Silencio solo complementado por música tranquila, soledad buscada casi siempre y compañía a ratos de buenos compañeros y amigos. Siempre preparado para dejarse invadir por la fuerza de la naturaleza que se expresa continuamente. A veces de forma suave y dulce, simple contemplación del verde de los árboles, y de la tierra del Delta con el mar que la rodea. Otras veces furia y épica en forma de días y noches de viento huracanado. En una noche de principio de otoño, la ventolera soplaba y silbaba con violencia y se llevaba sillas y mesa. En otra noche, de verano esta, una tormenta de rayos duró horas, hasta bien entrada la madrugada. Algunos truenos. Pocos comparados con los cientos de rayos que transformaban la noche en día cada tres segundos. Y ni una gota de agua. Tormentas contempladas con impermeable para repeler las salpicaduras. Recuerdos, pensamientos, sentimientos y sensaciones. Conversaciones cordiales, alguna de ellas tensa. Y también escenas de amor. Y lectura, mucha lectura, hasta acabar transformando el porche de casa en un humilde y pequeño teatro del mundo.
Leo una entrevista a Jaume Cabré en la que reconoce estar más en fase de relecturas que de descubrimientos. Lo entiendo. Yo también releo libros y capítulos de la vida y en sentido estricto no descubro grandes novedades. Ahora bien, los mismos capítulos, tanto los leídos como los vividos, se ven de forma diferente. En ocasiones tan diferente que acaban constituyendo pequeños descubrimientos.
Volviendo a las casas y los lugares místicos de las mismas, me viene a la mente la casa de Valladolid compartida con compañeros y amigos, a mitad de la veintena, de la que no voy a destacar ningún rincón muy mágico pero sí un recuerdo. El de una persona sentada en una silla, terminando de leer una carta recibida -aún la tenía en las manos, aún recibías cartas de personas queridas- y viviendo intensamente la sensación de que la etapa que acababa en el hospital y en Valladolid, era toda una frontera vital trascendente. La frontera que separaba la juventud de la vida adulta que se divisaba llena de inciertas novedades y de grandes responsabilidades que provocaban respeto. Me contemplo ahora a mí mismo -yo ya no soy aquel, yo ahora soy otro- convencido de que tenía por delante toda una vida de ejercicio de la medicina. ¡Poco imaginaba que no haría mucho de médico! Qué irónica es la vida. ¡Cómo juega con nosotros!
Ahora, a diferencia de entonces, cuando me siento en el porche raramente trato de imaginar el futuro. Ya, ya… ya veo a alguien a quien escapándose la sonrisa entre los dientes piensa: “¿Y qué futuro quieres tener a los 60?”. También me puedo imaginar amigos de 60, 70 o cualquier edad enfadándose simplemente porque especulo con este hecho. Todo cabe en este mundo. Y cuando escribes aún más… ¡¡¡Puedes escribir lo que quieras!!! Libertad máxima. Bueno, que se moleste quien quiera o nadie, en la segunda década de esta vida el futuro era una incógnita muy presente, estimulante e incierta según el momento. Ahora, y siempre, el futuro, por definición, sigue siendo una incógnita. Pero al contrario que durante la segunda década, en la sexta no pienso igual. El porche de casa es un lugar ideal para vivir el presente.
Cabré decía en la entrevista que a veces, cuando se encuentra con un libro que ya conocía y que está lleno de marcas suyas, se ríe de su “ingenuidad” cuando destacaba algunas ideas que ahora ya no lo deslumbran tanto. O al revés: “También veo que había pasado por alto cosas que ahora me parecen importantes”. Parece normal. Con los años cambiamos. Una misma vida, a pesar de tratarse del mismo ser, es vivida por personas diferentes. En el último post (ver “Saber retirarse a tiempo” del 6 de marzo de 2019) hablaba del impacto que me provocó retroceder 30 años en el recuerdo a partir de una conversación reciente. Ahora bien, aquel chico de pelo rizado y bigote, muy presente en esa conversación, ya no es quien escribe. Lo creáis o no, de las 225 publicaciones de este blog, quizás he releído tres o cuatro y porque he tenido necesidad por razones, en general, prácticas. Lo cierto es que no suelo mirar al pasado, no. Y cuando hojeo o releo un libro leído hace años, como quien lo lee es otra persona, lo que me provoca, muy a menudo, en gran parte, es nuevo. Y sí, como Cabré me sorprendo de lo que entonces subrayé…
Siguiendo con lo que dice Cabré, debo de ser judío. Me explico. Jaume Cabré, citando a George Steiner en “Tres Ensayos”, afirma que “todos sois judíos” para luego explicar que “un judío es aquel que cuando lo llevan a la pira para convertirlo en humo todavía está corrigiendo unas galeradas. El judío tiene la casa llena de libros y de discos, que forman parte de lo que más ama en la vida. También es aquel que lee con un lápiz en la mano para subrayar frases que le interesan”. Pues no sé si todos somos judíos o no -supongo que del todo, no-, pero si bien corrijo lo que escribo poco o mucho -a veces mucho, pero en general no tanto-, tengo la casa llena de libros que quiero y que los siento vivos. Mi vida es en gran parte leer y escribir. El porche es un lugar maravilloso para hacer tanto una cosa como la otra, de forma casi simultánea. Simplemente contemplar un libro, tocarlo con delicadeza, abrirlo, hojearlo, leer un párrafo por primera vez o releerlo que, como decía, en un cierto sentido siempre tiene algo de lectura nueva, es un ritual místico, generador de todo tipo de sensaciones e inspirador. Discos tengo muchos aunque, ya sea para bien o para mal, Apple Music se ha impuesto en mi vida. Lo que no ha cambiado es leer con un marcador en la mano. Si alguna vez venís a casa, sabréis si un libro lo he leído o forma parte todavía de la pila de libros comprados fruto de mi carácter de comprador compulsivo de libros -a veces pienso que me muera a la edad que me muera, quedarán en casa muchos libros por leer- según si tiene párrafos marcados o no. Ya sea prosa, poesía, ensayo, novela, la Biblia, o el Corán, los que he leído, tienen párrafos marcados con marcador fluorescente o subrayados o las dos cosas e, incluso, asteriscos y signos de admiración junto al párrafo marcado y subrayado. O comentarios escritos con lápiz. ¡Según dice Cabré que dice Steiner, como todos vosotros, debo de ser judío!
La última marca la he hecho hoy mismo en el libro “La vida secreta de la oración” del amigo Francesc Torralba. El párrafo dice -no traduzco, el día que compulsivamente lo quise comprar, solo disponían de la versión castellana-:
“(…) Llega un día en que la hoja de roble se desprende de la rama y cae sobre el río. Se deja llevar por la corriente, se abandona a su suerte. Sin intentar definir su curso, su trayecto. No opone resistencia, no lucha para vencer la inercia del río como los salmones que van río arriba. Se deja ir. La meta de la hoja es la meta del río. No se pregunta a dónde va, no se pregunta si se hundirá o flotará sobre el río hasta llegar al mar. Sencillamente, se abandona al río.
En esta imagen, el yo es la hoja, elTtú infinito de Dios es la corriente de agua viva que siempre fluye, día y noche. Verano e invierno, y que va a morir al mar. Abandonarse es renunciar a la propia voluntad, a las intenciones del ego, pero es una renuncia que se vive con paz, con la tranquilidad de saber que se está en buenas manos, que nada malo puede ocurrir. La hoja, al caer sobre las aguas del río, permanece como una hoja, pero se abandona al río, se fía de su sabiduría, no cuestiona su curso (…).
Crecer espiritualmente es asumir, humildemente, a la manera socrática, que no lo sabes todo, que no sabrás nada de lo que verdaderamente te preocupa y que tienes que vivir, los años que te quedan, colgado en esta nube del no saber.
Abandonarse es admitir el carácter finito, limitado y frágil de la racionalidad humana. Es dejar de combatir, pero no por ignorancia, por pereza o por pereza intelectual (…)”.
No os preocupéis si no sois creyentes. No importa…
Desde el porche de casa se ve el Delta y el Mediterráneo y se puede intuir cómo el río llega al mar. Desde el porche de casa, dejarse ir, siendo siempre difícil, lo es menos. En el piso de Valladolid, en plena juventud, era muy difícil. Dejarse llevar por la corriente, lejos de verse como un acto de madurez y de sabiduría, se hubiera vivido como una derrota sin paliativos. ¿Renunciar a la propia voluntad? De ninguna manera cuando el 2 (y el 3 y el 4 y según cómo…) precede la cifra de años vividos. ¿Renunciar a las intenciones del ego y hacerlo con paz? ¡Imposible! ¡Si el ego todavía tiene que crecer hasta no caber dentro del cuerpo y acabar con todo!
Quizás no es fácil comprender que se puede hacer lo mismo desde la humildad de saber y aceptar que no sabes. Esto en el piso aquel de Valladolid… ¡En aquella época, no sabía que no sabía! En la casa silenciosa del Eixample, acabé dándome cuenta de que había que domesticar más el ego. En el porche de la casa del Delta es fácil saber que no sabes nada –como he reiterado tantas veces en este blog y en todas partes-, que amorrar el ego contra el suelo aporta paz de espíritu y que la racionalidad humana es una herramienta de utilidad muy limitada. Con el 6 delante, todo esto es un poco más fácil…
En el porche de la casa del Delta, ya anochece. Se hace difícil continuar escribiendo. Pero a pesar de la oscuridad, se puede continuar intuyendo cómo el río y todas las hojas de roble que acoge confiadas en él se dirigen en paz hacia el mar. Y esto es así siempre y será siempre así mientras haya río, haya robles y haya mar.
En el porche soltarse es más fácil. Y dejarse ir conscientemente, acabar con determinadas luchas, no es ninguna derrota. Es una victoria.