Continuo opinando que el derecho a decidir de los catalanes debería ser objeto de diálogo con los correspondientes interlocutores españoles. Creo que tarde o temprano los representantes catalanes y los españoles tendrán que sentarse a hablar, y mejor que no sea demasiado tarde.
El actual impasse lo considero una lastimosa pérdida de tiempo y de oportunidades que todos lamentaremos.
Desde la sociedad civil (intelectuales, artistas, promotores culturales…) desde el mundo económico, la práctica totalidad de personajes que han hablado de la problemática relación Catalunya-España con argumentos sólidos, son catalanes. Hay artistas españoles que lo han hecho y que incluso, además de comentarlo, se han manifestado a favor del derecho a decidir de los catalanes, como Paco Ibáñez o Ramoncín. Pero son la excepción. En general, por lo que respecta a intelectuales y artistas españoles, no ha habido ninguna reacción colectiva o de cierto alcance, a favor de considerar el derecho a decidir como un instrumento central de quien se debe poder hablar, que el tema no puede ser tabú.
Más preocupante es todavía que las reiteradas comparaciones entre el catalanismo y el nazismo, por parte de políticos y personas cercanas, tanto en el PP como en el PSOE y otras (o de televisiones públicas como TeleMadrid, en cuya web todavía se puede ver un documental que compara Artur Mas con Hitler), no hayan suscitado ninguna reacción de repulsa y condena. ¿Dónde están los Victor Manueles o Anas Belenes de turno? ¿Ya no están por la labor del “cierra la muralla”?
En cualquier caso, en el conjunto de la sociedad española, entre los contrarios al derecho a decidir dispuestos a dialogar civilizadamente y con argumentos o entre los que estando a favor de la consulta se manifiestan partidarios del no a la independencia, la práctica totalidad son catalanes (por ejemplo Francesc de Carreras entre los primeros, y Juan José López Burniol entre los segundos).
En lo que respecta a la oficialidad española, la encontramos tensamente parapetada en la ley y en el Estado de Derecho. En especial, en la Constitución.
Es evidente que la Constitución y las leyes se tienen que cumplir. Tan evidente como esto es que hay una presunta mayoría de catalanes que reclama poder decidir si quiere en el futuro continuar formando parte de España o no. En cualquier caso, formular el problema en términos de equilibrio entre legalidad -Estado de Derecho- y democracia -reconocimiento del ejercicio a expresar la voluntad mediante un referéndum- debería suponer un debate o como mínimo tomarse en consideración como tal.
Cerrarse en la posición exclusiva de la legalidad, utilizando la Constitución como una especie de “anticristo” para abortar cualquier posibilidad de diálogo como hacen los unionistas españoles; no solo no aporta nada a la solución, sino que supone una apuesta clara para seguir, como se ha hecho siempre, cerrando en falso el problema catalán y perpetuando la falta de definición clara sobre qué es España.
Desde Catalunya, me parece que somos mayoría los que opinamos que la Transición Española, la Constitución y las instituciones en su configuración actual, si no se reforman en profundidad, corren el riesgo de convertirse en caricaturas esperpénticas.
El pasado 20 de marzo escribía en este blog -ver “La identidad española y el patriotismo constitucional (I)”– lo siguiente: “A todo el mundo nos interesó decir que la transición española hacia la democracia fue modélica. Correspondía hacerlo, como correspondía decretar amnistías para intentar cerrar heridas y problemas del pasado. En este contexto, la Constitución española era, probablemente, el mejor instrumento posible, atendiendo la debilidad de las tradiciones democráticas y el ambiente de la época, caracterizado por el ruido de sables. Hasta el extremo de intentar revertir la situación con el intento de golpe de estado de 1981. Aquel era el contexto en el que se aprobó la Constitución. Se confió en que había margen para la interpretación de aquellos temas más delicados. Y lo ha habido, pero se ha utilizado desde la tradición del poder absoluto”.
Hace pocos días, el Círculo de Economía presentaba el documento “Fi de cicle. Temps nou”. Considero significativo que desde el empresariado catalán, moderado y sensato, se tenga la valentía de plantear cuestiones tan punzantes -hecho que per se debería dar que pensar a los jerarcas de la “meseta”- como las que reproduzco a continuación:
“Podemos encontrar otras muestras de este final de ciclo en el cuestionamiento social de una buena parte de nuestras instituciones políticas, administrativas y judiciales, como han evidenciado las encuestas de opinión y otros indicadores”.
“Enfrentados a esta realidad, desde el Círculo de Economía creemos que debemos transitar hacia un marco institucional rearmado y válido para las próximas generaciones”.
“El diagnóstico sobre las debilidades de nuestra democracia es, en general, claro y compartido. Al mismo tiempo, la voluntad ciudadana para avanzar hacia una democracia mejor es evidente… Estamos, pues, en un momento en el que debe prevalecer el ánimo de rearmar nuestra democracia… (y) en un Estado de Derecho esta responsabilidad recae en los poderes públicos”.
“La gravísima crisis económica que sufrimos, y que probablemente todavía se alargará bastante, no puede ser motivo para no asumir claramente que, también, nos encontramos delante del final de una etapa que iniciamos en la Transición. En el tránsito hacia unas instituciones reforzadas y una democracia mejor no hay motivo para el alarmismo ni el desánimo. El único peligro reside en la inacción consecuencia del miedo al cambio… La concepción rígida e inmutable de la Constitución es una de las mejores muestras de este temor. Quizás sea un buen momento para recordar que a lo largo de nuestra historia, a diferencia de lo que ha sucedido en otros países, las Constituciones no se han reformado: se han derogado de forma abrupta. Es momento de poner fin a esta lamentable tradición cainita y de aceptar que el principio democrático, que vertebra toda Constitución, exige su reforma cuando sus preceptos no responden a la convicción social dominante”.
Es significativo que el empresariado catalán haga este planteamiento. Debería hacer reflexionar a aquellos que, probablemente faltos de argumentos, solo saben utilizar la legalidad que a pesar de estar vigente ha caducado, como elemento de defensa numantina y/o como arma de ataque para golpear a quien, por el contrario, osa discrepar del pensamiento único de matriz castellana.
De todas formas, lo que sucedió durante las Jornadas organizadas por el Círculo de Economía el fin de semana pasado en Sitges, al menos respecto a la reacción de Rajoy, está más en la línea del “sostenella y no enmendalla” que en la de los argumentos y el diálogo constructivo. Artur Mas y Pérez Rubalcaba se manifestaron abiertos a dialogar en el marco de una reforma constitucional (Mas lo hizo después de descartar mantener la situación autonómica actual por insostenible, rechazar la política del “pájaro en mano” y reivindicar un acuerdo PP-PSOE para una reforma en profundidad de la Constitución que, dado el escepticismo que esta última posibilidad le provocaba, lo condujo a justificar su posición a favor de apostar por el derecho a decidir).
El papel de Mariano Rajoy fue lamentable. Se tiene que ser muy pobre de espíritu, muy corto de miras e ir muy escaso de argumentos para, delante un empresariado catalán que planteaba con razones sólidas la necesidad de reformar la política, la Constitución y las instituciones, irrumpir con la ridícula idea de que los “países pequeños” no tienen futuro, no son viables. En fin, no reiteraremos ahora que España ya querría ser Dinamarca u Holanda o… ¡simplemente Luxemburgo! Nos centraremos en el hecho que ni catalanes ni españoles nos merecemos estos insultos a la inteligencia.
Esta semana también hemos podido ver al Príncipe Felipe de Borbón interpretando este triste papel. No llegó al extremo de “galgos y podencos” de su padre, pero sí que se encerró en el bunker de la “necesidad de respetar las reglas del juego”, sin pensar que quizás, de tan oxidadas que están, ya no sirven ni para justificar el mantenimiento de la Monarquía. ¡Qué pena! Sería suficiente con considerar que hay quien opina que, incluso con esta vetusta Constitución, es una cuestión de voluntad política que el Estado delegue en el Govern de la Generalitat la potestad de celebrar un referéndum. ¿Está seguro el Príncipe de que con esta posición, más que jugar el rol -precisamente- constitucional reservado a la monarquía, no estará adoptando un posicionamiento político que no le corresponde?
Peor que esto es que un (otro) Felipe de Borbón, en Catalunya, en Girona, no dé ninguna señal de haber entendido que el actual entramado institucional -monarquía incluida- y legal están agotados y requieren una reforma urgente.
Están perdiendo lastimosamente el tiempo cuando en vez de dialogar con argumentos e inteligencia se dedican a refugiarse crispadamente en la Constitución o -Ministro Margallo- en ir a vender la “marca España” rodeado de “bailaores flamencos”, como en los tiempos de Franco y la Lola de España- a unas instituciones, Bruselas, a las que primero engañan con el envío de datos falsos sobre la coyuntura económica y después les mandan “la fiesta” creyendo que esto servirá para algo más que para consolidar los tópicos habituales que se aplican a los ¡españoles!.
También pierde el tiempo Rajoy cuando -en vez de dialogar y otorgarse la capacidad de adivinar qué pensamos y sentimos los catalanes- proclama que en realidad los catalanes queremos continuar siendo españoles y que todo este ruido se va a quedar en agua de borrajas. Quizás tiene razón. Para salir de dudas, ¿no sería mejor apostar por la democracia, como Cameron, y permitir expresar en referéndum qué queremos los catalanes en vez de suplantarnos hablando por boca nuestra? ¿Quizás tienen miedo del resultado?
Es imposible que España salga de su mediocridad histórica con actitudes de este tipo. Son necesarias reformas. Muchas. Pero no es suficiente. Es tiempo de regeneración y de apostar, de verdad, no cosméticamente como se ha hecho desde la Transición, por la democracia real. Hasta ahora tenemos una pseudodemocracia de muy baja calidad.